Entonces me miró a los ojos, con una mezcla de miedo y repugnancia en la expresión.
– ¿Y que se quedara aquí? ¿Para que el mundo entero se enterara de esa vergüenza?
– Pero la vergüenza no era suya. Era de Art, de su hermano. ¿Cómo puede siquiera compararlos?
– Louisa no se habría… metido en líos si no le hubiera provocado. Ella sabía cuánto le gustaba a él que bailara y le besuqueara. Tenía esa… esa debilidad. Ella no tenía que haberse acercado a él.
Mis náuseas eran tan intensas, que tuve que emplear toda mi voluntad para no saltar sobre ella físicamente, y arrojarla sobre los desechos de debajo de la mesa.
– Si sabía que tenía debilidad por las niñas, ¿por qué puñetas le permitió que se acercara a sus hijas?
– Dijo… dijo que no volvería a hacerlo. Después que le vi… jugando… con Connie cuando tenía cinco años, le dije que se lo contaría a Ed si volvía a hacerlo. Y lo prometió. Le tenía miedo a Ed. Pero Louisa era demasiado para él, ella era mala, le incitaba contra su propia fuerza de voluntad. Cuando vimos que iba a tener un niño, nos contó cómo había sido y Art nos lo explicó, cómo ella le había incitado contra su voluntad.
– De modo que la arrojaron en mitad de la calle. De no haber sido por Gabriella, ¿quién sabe lo que le pudo haber pasado? Ustedes dos… vaya par de gentuza, santurrones y pontificantes.
Ella encajó mis insultos sin pestañear. No entendía por qué me enfurecía ante un proceder tan lógico para unos padres, pero me había visto vapulear a su marido. No estaba dispuesta a arriesgarse a excitarme.
– ¿Estaba Art ya casado por entonces? -pregunté súbitamente.
– No. Le dijimos que iba a tener que buscarse una mujer, formar una familia, o tendríamos que decirle al padre Stepanek, al cura, lo de Louisa. Prometimos no decir nada si se iba a otro sitio y formaba una familia.
No supe qué decir. Sólo podía pensar en Louisa, con dieciséis años, embarazada, sola en el mundo, con las sacrosantas señoronas de San Wenceslao desfilando ante su puerta. Y Gabriella montada en su caballo blanco al rescate. Todos los insultos de los Djiak hacia Gabriella por ser judía me volvieron de golpe.
– ¿Cómo son capaces de llamarse cristianos? Mi madre era mil veces más cristiana que ustedes. No se pasaba la vida sermoneando toda esa bazofia mojigata; ella vivía la caridad. Pero usted y Ed dejaron que su hermano sedujera a su niña y luego la llamaron mala. Si de verdad hubiera un dios les habría aniquilado por tan sólo atreverse a ir ante su altar, barbotando sus mojigangas santurronas. Si hay un dios, mi único ruego es que no vuelva a tener que acercarme a ustedes en toda mi vida.
Me puse en pie tambaleándome, con los ojos ardiéndome de lágrimas de rabia. Ella se encogió en la silla.
– No voy a pegarla -dije-. ¿De qué nos iba a servir a ninguna de las dos?
Antes de llegar al pasillo la Sra. Djiak estaba ya arrodillada en el suelo recogiendo los cristales rotos.
34.- Golpe bancario
Salí vacilante de la casa y fui hacia el coche, con el estómago levantado, la garganta apretada y amarga de bilis. Lo único en que podía pensar era en llegar hasta Lotty, sin parar a coger nada, ni un cepillo de dientes, ni una muda. Ir directamente a la cordura.
Llegué hasta allí de milagro. En la Calle Setenta y Uno una bocina estridente me devolvió al mundo súbitamente. Hice un cauto rodeo por el parque Jackson, pero estuve a punto de atropellar a un ciclista que cruzó el paseo como una flecha hacia la Cincuenta y Nueve. Aún después de aquello, la aguja del indicador de velocidad siguió subiendo sin querer hacia las setenta millas.
Max estaba bebiéndose un coñac en el salón de Lotty cuando llegué. Le sonreí espasmódicamente. Con un gran esfuerzo, recordé que los dos habían ido juntos a un recital y pregunté si lo habían pasado bien.
– Soberbio. El Quinteto Cellini. Los conocimos en Londres cuando estaban empezando después de la guerra.
– Recordó a Lotty una noche en la Sala Wigmore en que se habían ido las luces, y ellos dos habían sostenido linternas sobre las partituras para que sus amigos pudieran continuar el concierto.
Lotty rió y empezó a añadir sus propios recuerdos cuando se interrumpió.
– ¡Vic! No te había visto la cara a la luz cuando entraste. ¿Qué ha pasado?
Forcé los labios en una sonrisa.
– Nada por lo que peligre mi vida.
Sólo una conversación peregrina que te contaré algún día.
– Yo tengo que irme de todos modos, querida -dijo Max levantándose-. Me he quedado demasiado tiempo bebiéndome tu excelente coñac.
Lotty le acompañó a la puerta y volvió apresuradamente.
Procuré volver a sonreír. Pero, para mi consternación, empecé a sollozar.
– Lotty, yo creía que conocía todos los horrores que la gente se hace mutuamente en esta ciudad. Hombres que se matan por una botella de vino. Mujeres que echan lejía a sus amantes. Por qué ha de afectarme esto tanto es algo que no entiendo.
– Toma -Lotty me puso un poco de coñac en los labios-. Bébete esto y cálmate un poco. Intenta contarme lo que ha pasado.
Tragué parte del coñac, que arrastró de mi garganta el sabor a bilis. Mientras Lotty me cogía la mano, solté la historia sin detenerme. Cómo había advertido el parecido entre el joven Art y Caroline, y había pensado que la madre del chico debía tener alguna relación con el padre de Caroline. Que después había sabido que era el padre el que estaba emparentado con la abuela de Caroline.
– Esa parte no fue tan espantosa -dije ahogando un sollozo-. Quiero decir que sí es espantoso, claro, pero lo que me puso totalmente enferma fue esa horrenda beatería fregadita de los Djiak y su insistencia en que había sido culpa de Louisa. ¿Sabes cómo la criaron? ¿Con qué rigidez vigilaron a las dos hermanas? Ni salidas, ni chicos, ni una charla sobre el sexo. Y después el hermano de la madre. Abusó de una de las niñas y le dejaron quedarse por ahí a ver si abusaba de la otra. Y entonces la castigaron.
Estaba levantando la voz; ya no podía controlarla.
– No puede ser, Lotty. No debe ser. Yo tendría que poder evitar que pasaran cosas tan viles, pero no tengo ningún poder.
Lotty me rodeó con sus brazos, y me estrechó sin hablar. Pasados unos momentos mis sollozos cedieron, pero seguí recostada en su hombro.
– No puedes curar al mundo entero, Liebchen. Sé que lo sabes. Sólo se puede trabajar con una persona a la vez, en escala menor. Y sobre esas personas a las que ayudas sí tienes un gran efecto. Son sólo los megalómanos, los Hitlers y parecidos, los que creen que tienen la solución para la vida de todos los demás. Tú perteneces al mundo de los cuerdos, Victoria, al mundo de los limitados.
Me llevó a la cocina y me dio los restos del pollo que había guisado para Max. Siguió sirviéndome coñac hasta que empecé a sentir sueño. Después me llevó a la habitación de invitados y me quitó la ropa.
– El Sr. Contreras -dije torpemente-. Olvidé decirle que iba a pasar aquí la noche. ¿Puedes llamarle por favor? Si no, Bobby Mallory va a empezar a drenar el lago buscándome.
– Desde luego, cariño. Lo haré en cuanto estés dormida. Descansa y no te preocupes.
Cuando desperté el domingo por la mañana estaba algo aturdida como resultado del exceso de coñac y lágrimas. Pero era la primera vez que dormía profundamente desde la agresión; había disminuido el dolor de los hombros hasta el punto de no notarlo ya con cada movimiento.
Lotty me trajo el New York Times con un plato de panecillos frescos y mermelada. Pasamos la mañana relajada de prensa y café. A mediodía, cuando quise empezar a hablar de Art Jurshak -sobre el modo de evitar a sus ubicuos guardaespaldas para hablar con él- Lotty me hizo callar.
– Hoy es día de descanso para ti, Victoria. Nos vamos al campo, a respirar aire puro y a desconectar totalmente de toda preocupación. Así mañana nos parecerá todo más posible.