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El corredor al que salí desde el ascensor era austero, pero el tono había cambiado sutilmente. La mitad inferior de las paredes estaba cubierta de la misma manera oscura que se veía en el suelo a ambos lados de la alfombra verde pálido. Sobre los paneles pendían grabados enmarcados de alquimistas medievales con retortas, sapos y murciélagos.

Avancé sobre la espesa alfombra verde hasta una puerta abierta que había a mi derecha. El alfombrado se continuaba al otro lado abriéndose en una gran explanada. La madera oscura se repetía en una mesa escritorio bien pulida. Tras ella había una mujer con un distribuidor telefónico y un procesador de textos. Ella estaba también impecablemente pulida, con el cabello oscuro recogido en un delicado moño que dejaba al descubierto las grandes perlas de unas orejas como conchas. Dejó el ordenador para saludarme con una cortesía experimentada.

– Vengo a ver a Gustav Humboldt -dije, procurando adoptar tono de autoridad.

– Comprendo. ¿Me dice su nombre, por favor?

Le entregué una tarjeta y se volvió con ella hacia los teléfonos. Cuando terminó sonrió con expresión disculpatoria.

– No la encuentro en el calendario de citas, Srta. Warshawski. ¿La espera el Sr. Humboldt?

– Sí. Me ha dejado mensajes por todas partes. Ésta es la primera ocasión que he tenido para contestarlos.

Regresó a los teléfonos. Esta vez, cuando terminó me pidió que me sentara. Me acomodé en un sillón con relleno excesivo y empecé a hojear un número del informe anual convenientemente depositado a su lado. Las operaciones brasileñas de Humboldt mostraban un asombroso crecimiento en el año anterior, constituyendo un sesenta por ciento de los beneficios del exterior. La inversión de un capital de 500 millones de dólares en el Plan del Río Amazonas rendía ya suculentos dividendos. No pude evitar preguntarme cuánto desarrollo haría falta para que el Amazonas adquiriera el aspecto del Calumet.

Estaba estudiando la descomposición de los beneficios por productos, y sintiendo un algo de satisfacción de propietario ante el buen comportamiento de la xerxina, cuando la pulida recepcionista me llamó: el Sr. Redwick iba a recibirme. La seguí hasta la tercera de una fila de puertas en un pasillito a espaldas de su mesa. Tocó con la mano y abrió, después regresó a su puesto.

El Sr. Redwick se levantó detrás de su mesa para alargarme la mano. Era un hombre alto y bien acicalado aproximadamente de mi edad, con ojos grises y distantes. Me estudió sin sonreír mientras nos estrechábamos las manos y pronunciábamos los saludos de rigor, después señaló hacia un pequeño tresillo junto a una pared.

– Tengo entendido que usted cree que el Sr. Humboldt quiere verla.

– que el Sr. Humboldt quiere verme -le corregí-. No estaría usted hablando conmigo si no fuera así.

– ¿Con qué motivo cree que quiere verla? -apretó las yemas de los dedos entre sí.

– Me ha dejado un par de mensajes. Uno en la agencia de seguros de Art Jurshak, el otro en el Banco Metalúrgico de Chicago Sur. Ambos mensajes eran muy urgentes. Por eso he venido en persona.

– ¿Por qué no me dice lo que decían, y entonces podré juzgar si es o no necesario que hable con usted personalmente o si puedo yo ocuparme del asunto.

Sonreí.

– O goza usted de la absoluta confianza del Sr. Humboldt, en cuyo caso ya sabrá lo que decían, o no; en cuyo caso él preferirá con seguridad que no se entere usted.

La mirada distante se volvió aún más fría.

– Puede creer sin lugar a dudas que cuento con la confianza del Sr. Humboldt; soy su auxiliar ejecutivo.

Bostecé y me levanté para examinar un cuadro de la pared frente al sofá. Era un dibujo satírico del Trust Petrolero realizado por Nast, y en la medida en que mi mirada inexperta podía discernirlo, parecía un original.

– Si no está dispuesta a hablar conmigo, va a tener que marcharse -dijo Redwick secamente.

No me volví.

– ¿Por qué no pregunta primero al hombre fuerte; infórmele de que estoy aquí y poniéndome nerviosa.

– Ya sabe que está aquí y me pidió que la recibiera yo.

– Qué difícil es cuando las personas de carácter discrepan tan violentamente -dije pesarosa, y salí de la habitación.

Caminé deprisa, probando todas las puertas con que topaba, sorprendiendo a una serie de atareados asistentes. La puerta del fondo abría la cueva del hombre fuerte. Una secretaria, presumiblemente la Srta. Hollingsworth, levantó la cabeza extrañada de mi presencia. Antes de que pudiera formular una sola protesta, me había introducido en la cámara interior. Redwick me pisaba los talones, intentando agarrarme por los brazos.

Al otro lado de la puerta de caoba, en medio de toda una colección de muebles de oficina antiguos, estaba Gustav Humboldt, sentado con un documento sin abrir sobre las rodillas. Dirigió la mirada detrás de mí, hacia su auxiliar ejecutivo.

– Redwick. Creí haber dejado muy claro que no permitieran a esta mujer molestarme. ¿Es que ha llegado a la conclusión de que mis decisiones no tienen ya autoridad?

Con considerable disminución de su distante postura, Redwick intentó explicarle lo ocurrido.

– Realmente hizo todo lo que pudo -intervine yo compasiva-. Pero yo sabía que en el fondo se arrepentiría usted eternamente si no hablaba conmigo. Verá, acabo de venir del Banco Metalúrgico de Ahorro y Crédito, de modo que ya sé que fue usted quien presionó a Caroline Djiak para que me despidiera. Y además está el asunto del seguro médico y de vida que Art Jurshak ha estado gestionándole. No me parece el garante más apropiado, un hombre que se entiende con tipos como Steve Dresberg, y el inspector de seguros del Estado de Illinois probablemente coincidiría conmigo.

Estaba pisando terreno muy resbaladizo, porque no estaba segura de lo que el informe significaba. Era evidente que para Nancy era un bombazo, pero tan sólo podía conjeturar la razón. Continué trenzando posibilidades, dejando caer referencias a Pankowski y Ferraro, pero Humboldt se negó a morder el anzuelo. Caminó hacia su mesa y cogió el teléfono.

– ¿Por qué me mintió sobre el pleito? -proseguí en tono conversador cuando hubo colgado-. Comprendo que tener un gran ego es un sine qua non para alcanzar el éxito en la escala suya, pero tiene que ser muy miope para creer que iba a aceptar su palabra no contrastada sobre el asunto. Habían estado pasando demasiadas cosas en Chicago Sur para que yo no recelara de un jefazo de alto voltaje que…

Fui interrumpida por nuevas presencias: tres guardias de seguridad. No pude evitar sentirme halagada porque Humboldt creyera que hacían falta tantos hombres para sacarme de su edificio; uno sólo de aquel tamaño y aparente musculatura habría bastado dado el estado en que me encontraba. No tenía ánimos para hacer una exhibición de arrestos y me fui sin protestar.

Cuando me hicieron salir de la habitación -con más fuerza de la que realmente era necesaria- grité por encima del hombro:

– Vas a tener que buscarte ayuda más competente, Gustav. Los tipos que me tiraron a la Laguna del Palo Muerto están detenidos y es sólo cuestión de tiempo que se busquen una defensa diciendo a la policía quién les contrató.

No me respondió. Cuando Redwick cerró la puerta tras nosotros, sin embargo, oí a Humboldt decir:

– Alguien va a tener que hacerme el favor de callar a esa zorra metomentodo.

En fin, aquello parecía anular mi idea de volver a beber su excelente coñac nunca más.

35.- Intercambios verbales en la fuente de Buckingham

Eran algo más de las once cuando los gorilas terminaron su labor de hacerme salir del zoológico, hora de ponerme al habla con el joven Art. Estaba a poca distancia de mi oficina, pero quería perder de vista el Edificio Humboldt cuanto antes. Pagué los ocho dólares que me costó el privilegio de aparcar junto a él durante una hora y trasladé el coche a un garaje subterráneo.