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Había olvidado que el Sr. Contreras había forzado la puerta de mi oficina el viernes por la noche. Se había empleado a fondo. Primero había destrozado el cristal con la esperanza de poder alcanzar la cerradura de dentro. Cuando comprobó que era un cerrojo de seguridad que se abría con llave, había roto metódicamente toda la madera de alrededor y lo había arrancado de la puerta. Rechiné los dientes ante aquel panorama, pero no creí que tuviera ningún sentido mencionarlo cuando hablara con el viejo. Sería más fácil buscar a alguien que lo reparara en lugar de tener que someterse a su retahíla de remordimiento; y mucho más fácil contratar a un profesional que pasar por la agonía de observar al Sr. Contreras mientras lo arreglaba.

Art se puso al teléfono inquieto. Había hablado con su padre, pero quería decirme que, desde luego, aquella se la debía. Había sido un auténtico infierno tener que negociar con Art el Viejo. Sí, sí, había conseguido que el hombre accediera a venir a la fuente, aunque había dicho que no podría llegar antes de las dos y media. Habían hecho falta grandes dosis de incienso; su padre le había presionado increíblemente para enterarse de dónde estaba alojado. Si me hacía idea de lo difícil que era resistirse al viejo Art, podría al menos tratarle con algo más de respeto.

– ¿Y no se te ocurre ningún sitio mejor para mí que éste? Este señor no me deja en paz. Se comporta como si yo fuera un crío.

Yo respondí en tono más tranquilizador de lo que sentía:

– Y si quieres realmente marcharte a otro sitio, no tengo nada que objetar. Veré si puedo arreglar algo con Murray Ryerson en el Herald-Star cuando hable con él esta tarde. Claro que querrá alguna historia a cambio.

Colgué el teléfono cuando empezaba a chillar que tenía que prometerle no decir nada a la prensa sobre él, pero me abstuve en efecto de mencionar su nombre a Murray cuando le llamé.

– Sabes una cosa, Warshawski, eres un jodido grano en el culo -fue su saludo-. ¿Es que nunca escuchas tu contestador automático? Te he dejado unos diez mensajes durante el fin de semana. ¿Qué le has hecho a la mujer Chigwell? ¿Hipnotizarla? No quiere hablar con la prensa; dice que tú puedes responder a cualquier interrogante sobre su hermano.

– Fue un curso que hice por correspondencia -dije, sorprendida y complacida-. Mandas un montón de cajas de cerillas y te envían un juego de lecciones para hacerte invisible, meterte en la cabeza de los demás… esas cosas. Es que antes no había tenido ocasión de ponerlo en práctica.

– De acuerdo, lista -dijo con resignación-. ¿Estás dispuesta ya a revelárselo todo al pueblo de Chicago?

– Tú dijiste que no te hacía ninguna falta; que tenías toda la información que querías directamente de Xerxes. Quiero hablarte de algo mucho más emocionante: de mi vida. O su posible terminación.

– Esa es una noticia rancia. Ya la publicamos la semana pasada. Esta vez vas a tener que llegar hasta el final para que nos emocionemos.

– Pues no pierdas onda; es posible que se cumplan tus deseos. Tengo a unos matones detrás de mi cuello -contemplé a un puñado de palomas que se disputaban el espacio del poyete de mi ventana. Pájaros urbanos, duros, sucios; mejor decoración para mi oficina que dibujos originales de Nast o Daumier.

– ¿Por qué me cuentas eso ahora? -inquirió receloso.

Por el paso elevado de Wabash matraqueó el metro. Las palomas aletearon momentáneamente cuando las vibraciones sacudieron los cristales, y después volvieron a posarse en el alféizar.

– En caso de que no llegue a mañana quiero que alguien que me haya estado siguiendo los pasos sepa hacia dónde me han encaminado. Quiero que esa persona seas tú, porque tienes más capacidad para pensar mal de las vacas sagradas que la policía, pero la dificultad está en que tengo que hablar contigo antes de la una y media.

– ¿Qué pasa a la una y media?

– Que me sujeto la pistolera y avanzo sola por la Calle Mayor.

Después de fisgar algo más, para cerciorarse de que el asunto era tan apremiante como yo decía, Murray accedió a reunirse conmigo cerca del periódico a mediodía para comer algo. Antes de salir del Pulteney revisé el correo, tiré todo salvo el cheque de un cliente al que le había hecho una investigación financiera, y luego llamé a un amigo para que me cambiara la puerta de la oficina. Me dijo que lo intentaría para el miércoles por la tarde.

Puesto que eran ya casi las doce, me dirigí hacia el río en sentido norte. El aire se había espesado en una llovizna suave. Pese a las negras palabras de Lotty, tenía los hombros bastante bien. Un par de días más -si seguía llevándole la delantera a Humboldt- y podría volver a correr otra vez.

El Herald-Star está frente al Sun-Times viniendo desde el lado sur del río de Chicago. Gran parte de esa zona está empezando a ponerse de moda, y han surgido pistas de tenis y restaurancitos coquetones, pero Carl's sigue sirviendo sándwiches como es debido a la gente de la prensa. Sus compartimentos llenos de arañazos y sus mesas de pino se aprietan en un deslustrado edificio de piedra de la calle Wacker, donde ésta corre bajo la vía principal junto al río.

Murray entró precipitadamente en la taberna unos minutos después que yo, con destellos de gotas de lluvia en el cabello pelirrojo bajo las débiles luces. A Lucy Moynihan, hija de Cari, que se había hecho cargo del local a la muerte de éste, le cae bien Murray. Nos dejó saltarnos la cola de espera para ocupar un compartimento del fondo, y permaneció unos minutos con nosotros para bromear con Murray sobre el dinero que ella le había ganado la semana pasada en las apuestas de baloncesto.

Mientras comía una hamburguesa le conté gran parte de lo que había hecho en las últimas tres semanas. Pese a toda su ostentación y su engreimiento, Murray sabe escuchar con atención, absorbiendo la información por todos sus poros. Dicen que no se recuerda más del treinta por ciento de lo que te cuentan, pero yo nunca le he tenido que repetir una historia a Murray.

Cuando terminé dijo:

– Muy bien. Estás en un lío. Tienes a esa mocosa de tu infancia que te pide que busques al que liquidó a tu compañera de equipo, a un infumable joven Jurshak, y a una compañía química que actúa de modo extraño. Y quizá al Rey de la Basura. Si Steve Dresberg está realmente implicado, ve con cuidado. Ese mozo no se anda con chiquitas. Comprendo que pueda tener algo que ver con Jurshak, pero, ¿qué pinta Humboldt en todo esto?

– Eso quisiera yo saber. Jurshak se hace cargo de sus seguros, que no es un crimen, más bien un delito menor, pero no puedo evitar preguntarme qué está haciendo Jurshak a cambio por Humboldt.

El recuerdo huidizo que había estado intentando hacer salir desde el sábado volvió a flotar por la superficie de mi cabeza y desapareció.

– ¿Qué hay? -preguntó Murray con suspicacia.

– Nada. Creí que había recordado algo pero no consigo echarle mano. Lo que me gustaría saber es por qué miente Humboldt sobre Joey Pankowski y Steve Ferraro. Tiene que ser algo muy importante, porque cuando hoy fui a su oficina para preguntárselo me despidieron unos gorilas de seguridad monumentales.

– Quizá simplemente no le apetezca que andes zumbando a su alrededor -dijo Murray maliciosamente-. Hay veces en que también a mí me gustaría tener gorilas de seguridad para darte una buena patada.

Hice como si fuera a lanzarle un puñetazo pero me agarró por la mano y la sostuvo un minuto.

– Venga Warshawski. Todavía no me has dado una historia. Sólo especulaciones que no puedo poner en letra de imprenta. ¿Por qué estamos comiendo juntos?

Retiré la mano.

– Estoy haciendo unas indagaciones. Cuando tenga algún resultado puede que me haga una idea más clara de por qué miente Humboldt, pero ahora mismo tengo que irme para reunirme con Art Jurshak. Tengo guardado un buen triunfo para él, de modo que espero que escupa lo que sabe. Eso es lo que quiero de ti. Si muriera de alguna manera, habla con Lotty, con Caroline Djiak y con Jurshak. Estos tres son la clave.