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– ¿Dices realmente en serio lo de estar en peligro?

Contemplé a Murray mientras apuraba su cerveza y gesticulaba para pedir otra. Pesa entre doscientas cuarenta y doscientas cincuenta libras; él puede asimilarla. Yo seguí con mis cafés: quería tener la cabeza todo lo despejada posible para mi entrevista con Jurshak.

– Más en serio de lo que quisiera. Alguien me dejó por muerta hace cinco días. Dos de los mismos matones me estaban esperando a la puerta de mi casa el viernes. Y hoy Gustav Humboldt recordaba extrañamente a Peter O'Toole queriendo convencer a sus nobles de que liquidaran a Becket. Es muy real.

Murray quiso saber, claro está, qué triunfo me reservaba para Jurshak, pero yo estaba totalmente decidida a no permitir que aquello se hiciera público. Forcejeamos hasta aproximadamente la una y cuarto, cuando me levanté depositando un billete de cinco en la mesa y avancé hacia la salida. Murray vociferó a mi espalda, pero yo esperaba encontrarme en un autobús hacia el sur antes de que él pudiera salir de allí para seguirme.

El autobús 147 estaba cerrando las puertas cuando llegué al último peldaño. El conductor, un raro humanitario, las volvió a abrir cuando me vio corriendo hacia la calzada. Art había dicho a las dos y media en lugar de las dos; quería cerciorarme de que no se presentaba antes de la hora con compañía armada. Apenas conocía al joven Art y desde luego no me fiaba de éclass="underline" podía haberme mentido sobre haber engañado a su padre. O quizá el viejo Art no confiara en su propio hijo y no se hubiera tragado la historia. Por si acaso, quería adelantarme a una posible trampa.

El autobús me llevó hasta Jackson y desde allí caminé tres manzanas en sentido este hacia la fuente. En verano, la fuente de Buckingham es la pieza de resistencia de la panorámica del lago. En esa época está umbría de árboles y atestada de turistas. En invierno, caído el follaje y cerrados los chorros de agua, es un buen punto para charlar. Son pocos los que la visitan, y los que van pueden ser detectados a considerable distancia.

Hoy, el Parque Grant estaba desolado bajo el plomizo cielo invernal. Las bolsas vacías de patatas fritas y las botellas de whisky que se entremezclaban con las hojas secas proporcionaban el único indicio de presencia humana del lugar. Retrocedí a la rosaleda que hay en el lado sur de la fuente y me pertreché en la base de una de las estatuas de sus esquinas. Me metí la Smith & Wesson en el bolsillo de la chaqueta con el pulgar sobre el seguro.

Una suave llovizna caía intermitentemente por la tarde. Pese a que el aire invernal era relativamente templado, estaba totalmente aterida por haber permanecido quieta en medio de la humedad. No me había puesto guantes para poder manejar la pistola más fácilmente, pero cuando Jurshak apareció tenía los dedos tan entumecidos, que no estoy segura de haber podido disparar.

Hacia las tres menos cuarto una limousine se detuvo en el Paseo del Lago para depositar al concejal y su acompañante. El coche subió por Monroe, donde dio media vuelta y vino a pararse a un cuarto de milla aproximado de la fuente. Cuando estuve segura de que nadie salía de él para hacer puntería, bajé de mi posición y volví hacia el parque.

Jurshak miraba a su alrededor, intentando ver a su hijo. A mí no me prestó demasiada atención hasta que comprendió que tenía intención de hablarle.

– Art no va a poder venir, Sr. Jurshak; me ha mandando en su lugar. Soy V. I. Warshawski. Creo que su mujer le ha mencionado mi nombre. O Gustav Humboldt.

Jurshak llevaba un abrigo negro de cachemir que se abrochaba hasta el mentón. Con el rostro resaltado por el cuello negro, percibí su extraordinario parecido con Caroline: los mismos pómulos altos y redondeados, nariz breve, labio superior largo. Incluso sus ojos tenían el mismo color de genciana, algo desvaído por la edad, pero de ese azul intenso que es tan poco frecuente. En realidad, el parecido con Caroline era más evidente que con el joven Art.

– ¿Qué le ha hecho a mi hijo? ¿Dónde le tiene retenido? -demandó con voz enérgica y ronca.

Yo sacudí la cabeza.

– Vino a mi casa el sábado temiendo por su vida; dijo que le había dicho usted a su madre que podía darse por muerto por darme acceso al informe que había usted tramitado para Xerxes con el Descanso del Marino. Está en lugar seguro. No quiero hablarle de su hijo, sino de su hija. Quizá quiera decirle a su amigo que se retire mientras hablamos.

– ¿De qué me está hablando? ¡Art es mi único hijo! Exijo que me lleve con él de inmediato, o traigo a la policía antes de que pueda pestañear -su boca se apretó formando esa línea iracunda y obstinada que yo había visto en Caroline mil veces.

Art había sido uno de los poderes de Chicago desde antes que yo empezara la universidad. Aun sí su camarilla no controlaba el Ayuntamiento, había policías en abundancia que debían favores a Jurshak y estarían más que dispuestos a empapelarme si él se lo pidiera.

– Remóntese un cuarto de siglo atrás -dije con sosiego, procurando que la indignación no diera un tono desgarrado a mi voz-. Las niñas de su hermana. Esas tardes fastuosas en que su sobrina bailaba para usted mientras su cuñado estaba trabajando. No puede haber olvidado lo importante que fue usted en las vidas de esas muchachas.

Su expresión, tan mudable como la de Caroline, pasó de la furia al temor. El viento había dado algo de color a sus mejillas, pero por debajo del rojo tenía el rostro gris.

– Ve a dar un paseo, Manny -dijo al tipo corpulento que tenía a su lado-. Espera en el coche. Volveré en un par de minutos.

– Si te está amenazando, Art, debería quedarme.

Jurshak movió la cabeza.

– Son antiguos problemas de familia. Creí que la cosa era seria cuando te dije a ti y a los muchachos que me acompañarais. Anda ve; por lo menos que uno de nosotros no se hiele de frío.

El hombre corpulento me miró con ojos entornados. Al parecer decidió que el bulto de mi bolsillo debían ser guantes o un cuaderno y se fue hacia el coche.

– Muy bien, Warshawski, ¿qué quieres? -silbó Jurshak.

– Un montón de respuestas. A cambio de las respuestas no filtraré a la prensa el hecho de que es culpable de abusos deshonestos con menores y que tiene una hija que es además sobrina-nieta suya.

– No puede demostrar nada -su tono era malévolo, pero no hizo por marcharse.

– Y una mierda -dije impaciente-. Ed y Martha me han contado todo el asunto la otra noche. Y su hija se parece tanto a usted que sería un paseo. Murray Ryerson del Herald-Star se lanzaría en un instante si se lo pidiera, o Edie Gibson del Tribunal.

Me trasladé a los bancos metálicos que bordean la zona pavimentada en torno a la fuente.

– Tenemos mucho que decirnos. O sea que será mejor que se ponga cómodo.

Le vi dirigir la mirada hacia la limousine.

– Ni se le ocurra. Tengo una pistola, y sé utilizarla, e incluso si sus chicos me remataran, Murray Ryerson sabe de mi entrevista con usted. Venga a sentarse y acabemos de una vez.

Se acercó, con la cabeza inclinada, las manos metidas en los bolsillos.

– No pienso admitir nada. Lo que yo creo es que está marcándose un farol, pero una vez que la prensa le hubiera hincado el diente a una historia como ésa, me arruinarían sólo a base de insinuaciones.

Le ofrecí lo que pretendía ser una sonrisa atractiva.

– Todo lo que tendría que hacer es decir que estoy haciéndole chantaje. Claro está que yo pasaría la foto de Caroline, y entrevistarían a su madre y esas cosas, pero podría arriesgarse. Bueno, vamos a ver… tenemos tantos asuntos de familia que tratar, no sé siquiera dónde empezar. Con la hipoteca de Louisa Djiak, o conmigo en el cieno de la Laguna del Palo Muerto, o con Nancy Cleghorn.