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Yo hablaba en tono meditativo, observándole con el rabillo del ojo. Me pareció que se ponía algo más nervioso con el nombre de Nancy que con el de Louisa.

– ¡Ya sé! Con ese informe que mandó al Descanso del Marino relativo a Xerxes. Está usted sacando tajada de ese seguro, ¿no es cierto? ¿Qué hacen, pagar una prima más alta de la que les cobran para que pueda embolsarse usted la diferencia? Eso no tiene por qué arruinarle precisamente en el barrio. Le han acusado cosas peores y ha sido reelegido.

Súbitamente, el recuerdo que me había eludido desde que hablara con Caroline el sábado subió a la superficie. La Sra. Pankowski a la puerta de su casa, diciendo que Joey no le había dejado seguro alguno. Quizá no se hubiera incorporado al plan general. Pero, pensé, aquella era una de las prestaciones de Xerxes, un seguro de vida sin pagar cuota. Sólo que quizá hubiera vencido; puesto que él no estaba en la compañía cuando murió, no estaría cubierto. En fin, nada se perdía por preguntar.

– ¿Cuando murió Joey Pankowski, por qué no le quedó seguro de vida?

– No sé de qué demonios me habla.

– De Joey Pankowski. Trabajó en Xerxes. Usted es garante de sus planes de cobertura, por tanto debe saber por qué uno de los empleados no cobraría seguro de vida al morir.

De pronto, pareció como si Jurshak fuera a desplomarse al suelo. Yo me devanaba la cabeza frenéticamente, intentando conservar la ventaja con preguntas capciosas. Pero él era veterano en encajar golpes y percibía que yo realmente no tenía nada tangible. Recuperó la suficiente presencia de ánimo para sostener un frente de obstinada negativa.

– Muy bien. Lo dejaremos de momento. Puedo enterarme de lo que se trata en un minuto hablando con el afectado. O con cualquier otro empleado. Volvamos a Nancy Cleghorn. Ella le vio a usted con Dresberg en su oficina, y usted sabe tan bien como yo que no hay inspector de seguros que le permita conservar la licencia si tiene relaciones con la mafia.

– Venga, Warshawski, corte ya. No sé quién es esa chica Cleghorn, aparte de leer en los periódicos que la mataron. Puede que de vez en cuando hable con Dresberg… tiene muchos asuntos en mi distrito y yo soy concejal de todo el distrito. No puedo permitirme ser una señorita remilgada que se tape la nariz cuando huele a basura. El inspector de seguros no se lo va ni a plantear, no digamos ya a actuar.

– ¿Entonces no le molestaría que se supiera que usted y Dresberg se reunieron en su despacho a última hora de la noche?

– Demuéstrelo.

Bostecé.

– ¿Cómo cree que me he enterado, para empezar? Hubo un testigo, desde luego.

Ni siquiera aquello le sacudió lo bastante para poder sonsacarle nada más. Cuando la conversación finalizó no sólo me invadía un sentimiento de frustración, sino también de ser demasiado joven para aquel trabajo. Sencillamente, la experiencia de Art era muy superior a la mía. Ganas tuve de rechinar los dientes y decir: «ya verás, perro, al final te cogeré». En vez de eso le dije que estaríamos en contacto.

Me alejé de él en dirección a la Carretera del Lago. Cruzándola metida entre el tráfico, le observé desde lejos. Permaneció un rato largo mirando al vacío, después se sacudió y volvió hacia su coche.

36.- Mala sangre

Recuperé mi coche y volví hacia casa de Lotty. En realidad, lo único que había logrado de mi entrevista con Jurshak era el dato de que había estado cometiendo alguna clase de fraude con el seguro de Xerxes. Y algo gordo, a juzgar por su expresión. Pero no sabía qué era. Y me hacía falta enterarme en seguida, antes de que todas las personas a las que estaba sacando de sus casillas convergieran de una vez por todas y me enviaran al eterno descanso. La urgencia me apretaba el estómago y me coagulaba el cerebro.

El tráfico de hora punta empezaba ya a espesarse en las arterias principales del centro. El tono amenazante que la voz de Humboldt había tenido aquella mañana me resonaba aún en los oídos. Conduje con cautela bajo la luz crepuscular de febrero, cerciorándome de que no me seguían. Hice todo el recorrido hasta Montrose y salí por el parque, girando dos veces sucesivamente antes de comprobar que no llevaba escolta y dirigirme hacia casa de Lotty.

No me extrañó en absoluto llegar antes que ella: para conveniencia de las madres trabajadoras, Lotty mantiene abierta la clínica hasta las seis la mayoría de las tardes. Salí a comprar algo de comida; lo menos que podía hacer para agradecerle su hospitalidad era tener la cena dispuesta. Empecé otra vez con el pollo con ajo y aceitunas que estaba guisando la noche anterior a mi agresión, con la esperanza de que mantenerme ocupada me evitara la fructificación de ideas en el fondo de la cabeza. Esta vez preparé todo el plato sin interrupciones y lo puse a cocer a fuego lento.

Por entonces eran ya casi las siete y media y Lotty seguía sin volver. Empecé a preocuparme, preguntándome si debía llamar a la clínica o a Max. Podría haberse retrasado por una urgencia de última hora, en la clínica o en el hospital. Pero también sería un blanco fácil para cualquier decidido a vengarse de mí.

A las ocho y media, cuando había probado en la clínica y en el hospital sin resultado, salí a buscarla Su coche se detuvo frente al edificio en el momento en que yo cerraba la puerta del portal.

– ¡Lotty! Estaba empezando a preocuparme -exclamé, corriendo a recibirla.

Me siguió al interior del edificio, con paso rezagado, muy distinto a su habitual trote ligero.

– ¿Dónde has estado, cariño? -preguntó fatigada-. Tendría que haber recordado lo nerviosa que has estado en los últimos días. Tú no eres de las que te inquietas por unas pocas horas.

Tenía razón. Otra señal de que había dejado atrás el último ápice de racionalidad en mi enfrentamiento con las cuestiones presentes. Entró lentamente al piso, quitándose el abrigo con movimientos pausados y guardándolo metódicamente en un armario de nogal tallado que había en el recibidor. La llevé hacia una butaca del salón. Me dejó que le sirviera un poco de coñac; es el único alcohol que bebe, y solamente cuando se encuentra bajo una tensión extrema.

– Gracias, cariño. Me vendrá muy bien -se quitó los zapatos; encontré sus zapatillas ordenadamente colocadas junto a su cama y se las traje.

– He pasado las dos últimas horas con la doctora Christophersen. Es la nefróloga a la que te dije que iba a mostrar los cuadernos de la compañía química.

Se terminó la copa pero movió la cabeza cuando le ofrecí la botella.

– Algo sospeché cuando revisé las anotaciones, pero quería que un especialista me hiciera una interpretación exhaustiva -abrió su portafolios y sacó unas cuartillas de fotocopias-. Dejé los cuadernos bajo llave en la caja fuerte de Max del Beth Israel. Son demasiado… demasiado alarmantes para dejarlos circular libremente por las calles de la ciudad a disposición de cualquiera. Este es el resumen de las notas de Ann, de la Dra. Christophersen. Dice que puede llevar a cabo un análisis detallado si fuera preciso.

Me entregó las cuartillas y observé la letra diminuta y cuadrada de la Dra. Christophersen. Eran comentarios sobre los análisis de sangre anotados en las páginas de los cuadernos de Chigwell, utilizando los datos de Louisa Djiak y Steve Ferraro como ejemplo. Los pormenores de la química sanguínea no tenían significado alguno para mí, pero el resumen a pie de la página estaba en lenguaje sencillo y era espantosamente claro:

Los documentos muestran el historial sanguíneo de la Srta. Louisa Djiak (mujer blanca soltera, un parto) desde 1963 a 1982, último año en que se recogieron datos; y del Sr. Steve Ferraro (hombre blanco soltero) desde 1957 a 1982. Existen también datos sobre aproximadamente quinientos empleados de la fábrica Xerxes de la compañía Químicas Humboldt para el período de 1955 a 1982. Dichos datos muestran alteraciones en los valores de creatina, nitrógeno de la urea sanguínea, bilirrubina, hematocritos y hemoglobina, y un recuento de leucocitos consistente con el desarrollo de disfunciones renales, hepáticas y de la médula ósea. Una conversación con el Dr. Daniel Peters, actual médico de la Srta. Djiak, confirma que la paciente le visitó primeramente en 1984, ante la insistencia de su hija. En aquel momento, el médico diagnosticó insuficiencia renal crónica, que ha progresado desde entonces hasta una fase aguda. Otra clase de complicaciones no permitieron que la Srta. Djiak pudiera optar a un trasplante.