Cuando Caroline volvió al teléfono le pregunté si Louisa y ella tenían un folleto donde se enumeraran las prestaciones de Xerxes.
– Dios. Vic, no lo sé -dijo impaciente-. ¿Y eso qué importa?
– Mucho -respondí cortante-. Podría explicarnos por qué mataron a Nancy y un montón más de cosas desagradables.
Caroline emitió un suspiro exagerado. Dijo que preguntaría a Louisa y dejó el teléfono.
Nancy habría estado al corriente de la verdadera cantidad de accidentes de Xerxes porque ella era la encargada del seguimiento de esta cuestión como directora de Medio Ambiente y Salud de PRECS. Por eso, cuando había visto la carta al Descanso del Marino y se había enterado de la estructura de primas de la compañía, había comprendido de inmediato que Jurshak les estaba haciendo algún chanchullo. Pero ¿quién había sacado los documentos de su oficina de PRECS? O quizá los llevara consigo, preparándose para una confrontación con Jurshak, y él se hubiera ocupado de encontrarlos y destruirlos. Pero Nancy se había dejado alguna otra cosa en el coche y allí no habían buscado.
Cuando Caroline volvió al teléfono me dijo que Louisa creía haber traído a casa un volante de propaganda, pero que estaría metido entre sus papeles. ¿Quería esperar hasta que mirara? Le pedí simplemente que lo buscara y lo dejara fuera para que pudiera yo recogerlo por la mañana. Empezó a lanzar una andanada de preguntas. No fui capaz de aguantar la insistente presión de su voz.
– Dale un abrazo a Louisa de mi parte -la interrumpí fatigada, y colgué entre explosiones de indignación.
Lotty y yo salimos a tomar una cena sobria en el Dortmunder. Ambas nos sentíamos excesivamente abrumadas por la enormidad que nos habían revelado los cuadernos de Chigwell para comer con apetito o desear charlar.
Cuando volvimos a casa llamé al S. Contreras. El joven Art se había largado. El viejo había cerrado con llave la puerta delantera y trasera cuando sacó a Peppy a su paseo nocturno, pero Art había abierto una ventana y saltado fuera. El Sr. Contreras estaba muy afligido; tenía la sensación de haber fracasado la única vez que expresamente había solicitado su ayuda.
– No se preocupe -le dije con convicción-. No tenía posibilidad de vigilarle las veinticuatro horas del día. Vino en busca de protección; si no la quiere, es su pescuezo el que se juega. Usted y yo no podemos pasarnos la vida llevando tijeras en el bolsillo por si se empeña en meter la cabeza por una cuerda.
Eso le animó ligeramente. Aunque se disculpó varias veces más, consiguió hablar de otras cosas; como de lo sola que se sentía Peppy por mi ausencia.
– Ya, yo también les echo de menos a los dos -dije-. Hasta echo de menos su forma de marcarme cuando quiero estar sola.
Rió encantado por aquello y colgó mucho más alegre que yo. Aunque la verdad era que maldito lo que me importaba el joven Art, no estaba segura de cuánto sabía él de lo que estaba yo reconstruyendo. No me agradaba precisamente la idea de que fuera con alguna parte del cuento a su padre.
Mi contestador automático me dijo que Murray había estado intentando ponerse en contacto conmigo. Le localicé y le dije que no había cristalizado nada por el momento. La verdad es que no me creyó, pero no tenía manera de demostrar lo contrario.
37.- El tiburón pone carnada
Tenía el cerebro en ese estado embotado y febril en el que duermes como si estuvieras drogado: pesadamente pero sin descansar. La tragedia de la vida de Louisa se insinuaba continuamente en mis sueños; Gabriella me reprendía duramente en italiano por no haber cuidado mejor de nuestra vecina.
Desperté definitivamente a las cinco de la mañana y paseé intranquila por la cocina de Lotty, deseando tener a la perra conmigo, deseando poder hacer algo de ejercicio, deseando encontrar el modo de obligar a Gustav Humboldt a escucharme. Lotty se unió a mí en la cocina poco antes de las seis. Su rostro demacrado delataba su propia historia de noche insomne. Me puso una mano fuerte en el hombro y me lo oprimió suavemente, después procedió a preparar el café sin decir palabra.
Después que Lotty se hubo marchado a sus rondas de primera hora de la mañana en el Beth Israel, fui hacia el sur una vez más para ver a Louisa. Esta se alegró de verme, como siempre, pero parecía más agotada que en las anteriores ocasiones en que había estado allí. Le pregunté con toda la delicadeza y sutileza que pude el comienzo de su enfermedad, cuando había empezado a sentirse mal.
– ¿Recuerdas esos análisis de sangre que solían haceros… el viejo Chigwell el Chinche?
Soltó una risa cascada.
– Yo lo creo. Vi dónde quiso suicidarse el viejo chinche. Apareció en todos los canales de televisión la semana pasada. Siempre fue un hombrecillo débil; le asustaba su propia sombra. No me extrañó que no estuviera casado. No hay mujer que quiera un quisquilla como ése que no es capaz ni de defenderse.
– ¿Qué te dijo cuando te sacó sangre?
– Que era una de las prestaciones, decían, un examen físico anual como ése, con análisis de sangre y todo. No era el tipo de cosa que a mí se me habría ocurrido. No sabía que la gente quisiera esas cosas. Pero al jefe sindical le parecía bien y a los demás nos daba igual. Nos sacaba del trabajo con paga una mañana al año, ¿sabes?
– ¿Nunca os dieron los resultados? ¿O los mandaron a vuestro médico?
– Anda ya, mujer -Louisa agitó las manos y tosió fuertemente-. De todos modos, si nos hubieran dado los resultados no habríamos sabido qué significaban. El Dr. Chigwell me enseñó una vez mi gráfico y, te digo, para mí como si fuera árabe; ¿sabes esas rayas onduladas que llevan en las banderas y demás? Pues eso me parecieron más o menos los análisis médicos.
Me forcé a reír un poco y permanecí un rato de charla. Pero Louisa se agotaba pronto, y se quedó dormida a mitad de frase. Me quedé a su lado mientras dormía, obsesionada por las acusaciones de Gabriella en mis sueños.
Qué vida. Criada en aquella familia angustiante, violada por su propio tío, envenenada por su jefe, y muriendo lenta y dolorosamente. Y sin embargo, no era una persona infeliz. Cuando se había mudado a la casa de al lado estaba asustada, pero no amargada. Había criado a Caroline con júbilo y había disfrutado de la libertad de hacer su propia vida al margen de sus padres. De modo que quizá mi compasión no sólo fuera impropia sino también condescendiente.
Mientras observaba el subir y bajar del pecho de Louisa con su respiración estertórea, me preguntaba qué debía decir a Caroline sobre su padre. No decirle nada sería una especie de control, una forma de poder sobre su vida a la que no tenía derecho. Pero decírselo me parecía una crueldad sin sentido. ¿Se merecía ella un conocimiento tan opresivo?
Seguía aún rumiando el asunto mentalmente cuando entró corriendo Caroline a mediodía para prepararle la comida de Louisa, un almuerzo ligero sin sal y con viandas más bien exiguas. Caroline se alegró de verme, pero tenía mucha prisa, corriendo como iba entre reuniones.
– ¿Encontraste el volante? Lo dejé junto a la cafetera. Quisiera que me contaras qué es lo que te tiene tan excitada; si afecta a mamá tengo derecho a saberlo.
– Si supiera exactamente cómo le afecta te lo diría sin pensarlo; pero hasta ahora no he hecho más que abrirme paso entre la hojarasca.
Encontré el volante y lo estudié mientras Caroline le llevaba la comida a Louisa. Me dejó más perpleja aún de lo que había estado antes: estaban excluidas todas las prestaciones que Louisa recibía regularmente. Atención médica fuera del hospital, diálisis, oxígeno a domicilio. Cuando Caroline entró le pregunté quién pagaba aquellos servicios, por saber si ella se las estaba arreglando para juntar el dinero necesario.