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Negó con la cabeza.

– Xerxes se ha portado muy bien con mamá. Pagan todas las facturas sin preguntar. Si no puedes decirme lo que está pasando con mi propia madre, me vuelvo a la oficina. Quizá haya alguien allí que me informe. O quizá contrate a mi propio investigador -me sacó la lengua.

– Inténtalo, mocosa… todos los investigadores privados de la ciudad han sido informados de que eres un riesgo grave.

Caroline rió y se fue. Yo me quedé hasta que Louisa hubo terminado su magro almuerzo y se durmió nuevamente. Dejando la televisión encendida como ruido de fondo, salí de puntillas y devolví la llave al saliente del porche trasero.

Hubiera querido entender por qué se habían llevado a cabo todos esos análisis de sangre muchos años antes de que nadie tuviera interés en demandar a la compañía. Presumiblemente guardaba relación con el chanchullo del seguro, pero no veía la conexión exacta. No conocía a nadie en Xerxes dispuesto a hablar conmigo. Quizá lo estuviera la Srta. Chigwell, pero sus vínculos habían sido tenues y no precisamente favorables. Ella era mi única posibilidad, no obstante, de modo que hice el largo recorrido hasta Hindsdale.

La Srta. Chigwell estaba en el garaje pintando el bote de remo. Me saludó con su habitual aspereza brusca, pero dado que me invitó a tomar el té en su casa supuse que se alegraba de verme.

No tenía ni idea de por qué habían empezado a hacer análisis de sangre en la fábrica Xerxes.

– Lo único que recuerdo es que a Curtís le trastornó mucho porque había que mandar aquellas muestras al laboratorio y llevar un registro aparte de todas ellas, adjudicando números a los empleados y demás. Por eso tenía sus propios cuadernos, para poder seguirlos por el nombre y no tener que preocuparse por el sistema de números.

Estuve sentada en la butaca de chintz durante más de una hora, comiendo un buen montón de galletas mientras ella hablaba de lo que haría si no encontraba a su hermano.

– Siempre quise ir a Florencia -dijo-. Pero ahora soy ya demasiado vieja, supongo. Nunca he conseguido que Curtis aceptara viajar fuera del país. Siempre se teme contraer alguna enfermedad horrible por la comida o el agua, o que los extranjeros le engañen.

– Yo también he querido ir a Florencia; mi madre era de un pueblecito del sudeste de Toscana. Mi excusa es que nunca he tenido dinero suficiente para pagar el billete de avión -me incliné hacia adelante y añadí persuasivamente-. Usted le ha dado a su hermano la mayor parte de su vida. No tiene que pasar lo que le queda esperando en la ventana con una vela encendida. Si yo tuviera setenta y nueve años y estuviera bien de salud y con algún dinero, estaría en el aeropuerto de O'Hare con una maleta y un pasaporte a tiempo para el vuelo de esta noche.

– Usted probablemente sí -asintió-. Es una mujer valiente.

Me fui poco después de aquello y volví hacia Chicago, otra vez con dolor de hombros. La charla con la Srta. Chigwell había sido una apuesta con pocas posibilidades. Podría haberla llevado a cabo por teléfono si no me apeteciera verla, pero aquella infructuosa diligencia al final de una semana difícil me había dejado agotada. Quizá había llegado el momento de entregar a la policía lo que tenía. Empecé a imaginar cómo iba a contarle a Bobby la historia:

«Verás, hicieron toda una serie de análisis de sangre a sus empleados y ahora temen que alguien se entere y les ponga una demanda por ocultar evidencia en cuanto al calibre de la toxicidad de la xerxina.»

Y Bobby sonriendo indulgente y diciendo: «Comprendo que te ha caído bien la buena señora, pero es evidente que le ha guardado rencor a su hermano todos estos años. Yo no aceptaría sus palabras así por las buenas. ¿Cómo sabemos siquiera que esos cuadernos son del doctor? Ella tiene alguna formación médica; podría haberlos falsificado simplemente para buscarle un lío. Entonces él desaparece y ella busca el modo de deshacerse de ellos. Qué puñetas» -no, Bobby no emplearía palabras malsonantes delante de mí-. «Qué demonios, Vicki, quién te dice que no tuvieron la pelea que colmó el vaso, le aporreó en la cabeza y después se asustó y enterró el cuerpo en Arroyo Salado. Entonces la Srta. Chigwell te llama para decirte que su hermano ha desaparecido. Tú estás entusiasmada con la señora; te vas a tragar el cuento como ella quiera contártelo.»

¿Y quién me aseguraba que no hubiera sido así? En todo caso estaba bastante segura de que sería así como Bobby vería el asunto antes de actuar contra una persona tan importante en Chicago como Gustav Humboldt. Podía contarle toda la historia a Murray, pero lejos de compartir la renuencia de Bobby a perseguir a Humboldt, Murray arrasaría como el caballo de Atila sobre las vidas de todos los implicados. No quería darle nada que le impulsara a ir en busca de Louisa.

Pasé por mi casa para animar al Sr. Contreras por la pérdida del joven Art y ver a la perra. Estaba demasiado oscuro para sentirme cómoda llevándola a dar un paseo, pero era evidente que estaba desarrollando el nerviosismo que siente el animal vigoroso que no hace bastante ejercicio. Un motivo más para desentenderme de Humboldt: poder salir a correr con la perra.

Una vez más inspeccioné las calles de alrededor, pero mis perseguidores no parecían estar por ninguna parte. En cierto sentido eso me alegró menos en lugar de más. Acaso mis amigos estuvieran simplemente esperando a que Troy y Wally salieran bajo fianza. Pero podrían haber decidido que un golpe corriente y vulgar no serviría y planeaban algo más decisivamente espectacular, como una bomba en mi coche o en casa de Lotty. Por si acaso, dejé el coche a cierta distancia de su edificio y cogí el autobús de vuelta a través de Irving Park.

Hice frittata para cenar, con más éxito que el pollo, dado que no se chamuscó, pero no podría haber dicho a qué sabía. Le hablé a Lotty de mis diversos dilemas: cómo dar a entender claramente la situación a Jurshak y Humboldt, y si informar a Caroline de que había encontrado a su padre.

Frunció los labios.

– No puedo aconsejarte sobre el Sr. Humboldt. Vas a tener que pensar algún plan. Pero sobre el padre de Caroline tengo que decirte que, en mi experiencia, siempre es mejor que la gente sepa las cosas. Dices que es una noticia horrible y lo es. Pero no es una débil mental. Y no puedes decidir por ella lo que puede saber y lo que es preferible que no sepa. Para empezar, cabe la posibilidad de que lo descubra de modo mucho más horrendo a través de otra persona. Y para seguir, puede imaginarse sin dificultad cosas mucho más espantosas para ella. De modo que de estar en tu lugar yo se lo diría.

Era una forma de expresar más exactamente mis propios pensamientos. Cabeceé.

– Gracias, Lotty.

Pasamos el resto de la velada en silencio. Lotty repasaba los periódicos de la mañana, mientras la luz dibujaba pequeños prismas en las medias gafas que llevaba para leer. Yo no hice nada. Sentía como si tuviera la cabeza encajonada en una cobertura de acero: un revestimiento protector para evitar que entraran ideas de ninguna clase. Los residuos de mi temor. Yo lanzaba tarascadas al gran tiburón pero me daba miedo buscar un arpón y atacarle directamente. Detestaba saber que había logrado intimidarme, pero la conciencia de ello no me producía un flujo desbordado de ideas.

El teléfono me sobresaltó sacándome de mis sombrías meditaciones hacia las nueve. Uno del personal de plantilla del Beth Israel no estaba seguro sobre qué hacer con una de las pacientes de Lotty. Esta habló con él unos minutos, y después pensó que sería preferible que se ocupara ella del parto personalmente y se fue.

Yo había comprado una botella de whisky ayer junto a los alimentos. Cuando Lotty llevaba fuera alrededor de media hora, me serví un vaso y procuré interesarme en las proezas televisadas de John Wayne. Cuando el teléfono volvió a sonar hacia las diez apagué el aparato, pensando que podía ser algún paciente de Lotty.