– Residencia de la Dra. Herschel.
– Busco a una mujer que se llama Warshawski -era una voz de hombre, fría, distante. La última vez que la había oído me había dicho que todavía no había nacido la persona que pudiera nadar en un pantano.
– Si la veo, le daré cualquier mensaje encantada -dije con toda la serenidad que pude reunir.
– Pregúntele si conoce a Louisa Djiak -dijo la voz fría inexpresivamente.
– ¿Y si la conoce? -la voz me tembló pese a todos mis esfuerzos por controlarla.
– A Louisa Djiak no le queda mucho tiempo de vida. Podría morir en su cama sin salir de casa. O puede desaparecer en las lagunas que hay a espaldas de la fábrica Xerxes. Su amiga Warshawski puede elegir. Louisa está en Xerxes en este momento. Está totalmente sedada. Lo único que tiene que hacer -que tiene que decir a su amiga Warshawski que haga- es ir y echarle un vistazo. Si va, esta mujer se despertará mañana en su cama sin saber que salió de allí en ningún momento. Pero si aparece algún policía con Warshawski, van a tener que buscarse a algún hombre rana que quiera zambullirse en xerxina antes de poder enterrar cristianamente a la Djiak -la comunicación se interrumpió.
Perdí unos pocos minutos recriminándome inútilmente. Había estado tan centrada en mí misma, en mi íntima amistad con Lotty, que no había imaginado siquiera que Louisa pudiera estar en peligro. Pese a haberle contado a Jurshak que tenía conocimiento de su secreto. Si Louisa y yo desaparecíamos, no quedaría nadie que pudiera revelarlo y él estaría a salvo.
Me obligué a pensar serenamente; maldecirme a mí misma no sólo era una pérdida de tiempo, sino que me nublaría la capacidad de discernimiento. Lo primero que tenía que hacer era ponerme en movimiento. Podía esperar al largo trayecto hacia el sur para idear alguna estrategia brillante. Metí otro cargador en la pistola y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta, después escribí una nota a Lotty. Me asombró ver que mi letra se configuraba con los mismos trazos alargados y gruesos de siempre.
Iba a cerrar con llave la puerta de Lotty cuando recordé la artimaña que había alejado al Sr. Contreras del edificio hacía unas noches. No quería meterme en una trampa aquí. Volví a entrar para cerciorarme de que Louisa faltaba realmente de su casita de Houston. Nadie cogió el teléfono. Tras unas cuantas llamadas frenéticas -la primera a la Sra. Cleghorn para que me diera los nombres y números de alguna persona de PRECS- supe que Caroline había vuelto a la oficina hacia las cuatro. En esos momentos estaba encerrada en el centro con algunos abogados de la Agencia de Protección del Medio Ambiente en lo que tenía aspecto de ser una sesión para toda la noche.
La mujer con la que hablé tenía el número de las personas que vivían en la antigua casa de mis padres, una pareja de apellido Santiago. Caroline le había dado su teléfono a todos sus compañeros de trabajo para un caso de emergencia. Cuando llamé a la Sra. Santiago me dijo amablemente que se habían llevado a Louisa en una ambulancia hacia las ocho y media. Le di las gracias mecánicamente y colgué.
Hacía casi media hora que había recibido la llamada. Había que ponerse en movimiento. Hubiera deseado compañía para aquel viaje, pero habría sido una crueldad llevarme al Sr. Contreras: para él y para Louisa. Pensé en amigos, en la policía, en Murray, pero en nadie a quien pudiera pedir que me acompañara en una ocasión tan extremadamente peligrosa.
Miré cautelosamente por el corredor abajo cuando salí de casa de Lotty. Alguien sabía que podía llamarme aquí; podrían atajar descerrajándome un tiro al bajar por la escalera. Mantuve la espalda pegada a la pared, y bajé muy agachada. En lugar de salir por la puerta delantera, bajé al sótano. Avancé con cuidado por la planta oscura, tanteando cautamente las llaves de Lotty para encontrar la que abría el doble cerrojo de la puerta del sótano. Seguí por el callejón hasta la carretera de Irving Park.
Un autobús paró justamente cuando llegaba a la calle principal. Rebusqué en el bolsillo para sacar una ficha de debajo del cargador de recambio y al final logré sacar una sin tener que enseñar al mundo entero mis municiones. Permanecí en pie el trayecto de ocho manzanas hasta el parque Irving, sin ver nada ni de los pasajeros ni de la noche. En Ashland me bajé y fui a por mi coche.
De algún modo, el chirriante motor diesel del autobús me había procurado el ambiente que me hacía falta para tranquilizar mi cabeza del todo, para que empezaran a fluir las ideas. Si habían venido a buscar a Louisa en ambulancia, si estaba completamente sedada, tenían que haber llevado un médico. Y sólo había una opción posible sobre qué médico sería el implicado en aquel infame plan. De modo que había una persona que también tenía parte en esto y a la que no sería un crimen pedirle que compartiera mis riesgos. Por segunda vez en el día salí de la Eisenhower hacia Hinsdale.
38.- Shock tóxico
De las zanjas de drenaje que flanquean la carretera de peaje se alzaban gasas de niebla, cubriendo la carretera a retazos de modo que los restantes coches parecían tan sólo velados puntos rojos. Mantuve la aguja de la velocidad señalando al ochenta, incluso cuando la densa bruma cegó la carretera ante nosotros. El Chevy vibraba ruidosamente, impidiendo toda conversación. De vez en cuando, bajaba la ventana y sacaba la mano para tantear las cuerdas. Se habían aflojado un poco, pero la barca seguía en el techo.
Salimos en la Calle Ciento Veintisiete para seguir la vía hacia el este. Estábamos a unas ochenta millas al oeste de la fábrica Xerxes, pero no hay ninguna autovía que una los lados este y oeste de Chicago tan al sur.
Era casi media noche. El miedo y la impaciencia se habían apoderado de mí con tal fuerza que apenas si podía respirar. Toda mi voluntad se agotaba en el coche, maniobrando entre otros vehículos, saliendo con chirrido de ruedas al cambio de los semáforos, manteniendo la mirada atenta a las posibles patrullas de tráfico para hacer las cincuenta en las zonas de treinta y cinco millas por hora. Catorce minutos después de salir de la carretera de peaje estábamos girando hacia el norte por el estrecho carril en que se convierte Stony Island a esa altura del sur.
Ahora nos encontrábamos en propiedad industrial privada; pero no podía apagar las luces por aquella vía llena de baches y cristales. Me había decidido por una fábrica con aspecto de abandono con la esperanza de que no tuviera vigilancia nocturna. O perros. Paramos el coche frente a una gran barcaza de cemento. Miré hacia la Srta. Chigwell. Ella cabeceó sombría.
Abrimos las portezuelas del coche, procurando movernos sin ruido pero más preocupadas por hacerlo con premura. La Srta. Chigwell sostenía una fuerte linterna mientras yo cortaba las cuerdas. Dobló una manta sobre el capó para que pudiera bajar la barca resbalando todo lo silenciosamente posible. Después pusimos la manta en el suelo para hacer una especie de soporte para el bote. Yo tiré de él hasta la barcaza de cemento mientras la Srta. Chigwell me seguía, con la linterna en alto y llevando los remos.
La barcaza estaba amarrada junto a una serie de travesaños de hierro embutidos en la pared. Bajamos la barca por el costado. Después sujetamos la boza mientras la Srta. Chigwell bajaba por los peldaños ágilmente. Yo la seguí rápidamente.
Cada una cogimos un remo. No obstante su edad, la Srta. Chigwell remaba con golpes fuertes y seguros. Yo amoldé mi movimiento al suyo, forzándome a no pensar en los latidos incipientes que empezaba a sentir en los hombros todavía no totalmente restablecidos. Ella tenía que utilizar ambas manos para remar, por lo cual yo sostenía la linterna. Nos mantuvimos arrimadas a la margen izquierda; de vez en cuando, yo enfocaba el haz de luz para evitar barcazas y estar al tanto de los nombres de los varaderos que dejábamos detrás. Hacía ya tiempo que la orilla había sido cubierta con cemento: los nombres de las empresas aparecían pintados con grandes letras junto a las escalas de metal que llevaban a sus muelles de carga.