La noche estaba en silencio salvo por el suave golpeteo de los remos al abrir el agua. Pero la densa neblina que llevaba las miasmas del río era un acre recordatorio del laberinto industrial por el que flotábamos. De cuando en cuando un foco penetraba en la niebla, iluminando un gigantesco tubo de acero, una barcaza, una jácena. Éramos los únicos seres humanos que había en el río, Eva y su madre en una grotesca farsa del Edén.
Remamos hacia el norte, pasando ante el desembarcadero de Glow-Rite, dejando atrás compañías de aceros y alambres, plantas industriales de imprenta, de fabricación de herramientas u hojas de sierra, deslizándonos al lado de pesadas barcazas amarradas junto a una fábrica. Al fin, la pequeña y penetrante linterna de la Srta. Chigwell iluminó la doble X y la enorme corona que relucían oscuramente entre la bruma.
Alzamos los remos. Yo miré el reloj. Doce minutos para cubrir una media milla aproximadamente. Me había parecido mucho más tiempo. Así uno de los peldaños de hierro al deslizamos junto a ellos y acercamos la barca con cuidado. La Srta. Chigwell amarró la boza con manos experimentadas. El corazón me latía con fuerza bastante para ahogarme, pero ella parecía totalmente serena.
Nos cubrimos las cabezas hasta la frente con capuchas oscuras. Unimos las manos un instante; su compulsivo apretón demostró lo que su impasible rostro ocultaba. Yo señalé al reloj de mi muñeca con un movimiento exagerado y ella asintió tranquila con la cabeza.
Sacando la pistola y quitándole el seguro, ascendí por los travesaños, con la mano derecha libre para poder sentir el gatillo de la Smith & Wesson. Al llegar arriba aminoré el movimiento, levantando cautelosamente la cabeza encapuchada hasta que la orilla me quedó a la altura de los ojos. Si daba un grito, la Srta. Chigwell volvería remando lo más rápidamente posible al lugar del coche y daría la voz de alarma.
Estaba en la trasera de la fábrica, en la plataforma de cemento donde había estado atada la barcaza la última vez que estuve en este lugar. Esta noche las puertas de acero que rodeaban el muelle de carga habían sido bajadas y sujetas con candados al suelo. Dos focos en los extremos del edificio recortaban la bruma a mi alrededor. En lo que mi vista alcanzaba no parecía que nadie hubiera anticipado la aproximación por el río.
Deslicé la mano de la pistola sobre la orilla y coloqué la Smith & Wesson ante mi vista mientras me impulsaba para subir a tierra. Rodé por el suelo y permanecí inmóvil hasta contar sesenta. Aquélla era la señal para que la Srta. Chigwell empezara a trepar. Apenas pude apreciar el cambio de luz cuando su cabeza apareció por el borde del muelle; una persona que estuviera más alejada no habría podido verla. Esperó otra vez hasta contar veinte y luego se unió a mí en la plataforma de carga.
Las puertas de acero quedaban bajo la sombra que proyectaba el tejado. Nos aproximamos a ellas, procurando no tocarlas; el sonido de un brazo o una pistola al rozar con el metal habría vibrado como una banda de reggae en el silencio de la noche.
Delante de nosotras, los focos hacían pesados cortinajes con la niebla. Sirviéndonos sus pliegues para protegernos, avanzamos lentamente hacia el extremo norte de la planta donde se encontraban las ensenadas de orillas arcillosas. La Srta. Chigwell se movía con la quietud experimentada de una mujer que ha pasado su vida entera obligada al sigilo.
Tan pronto como rodeamos la esquina penetramos en niebla más espesa y olores más hediondos. Ninguna luz iluminaba las ensenadas. Percibíamos su corrosiva presencia a nuestra derecha pero no nos atrevimos a utilizar la linterna. La Srta. Chigwell se mantenía muy cerca de mí, cogida a mi bufanda, tanteando el terreno con paso felino a mi espalda en la oscuridad de la noche. Tras una eternidad de pasos cautelosos, avanzando lentamente entre surcos, evitando desechos metálicos, alcanzamos el extremo delantero de la fábrica.
Allí la neblina era más tenue. Nos agachamos tras unos bidones de acero y recorrimos detenidamente con la vista sus alrededores. Una sola luz brillaba en la puerta que conducía al patio. Después de mirar un largo rato pude distinguir un hombre de pie junto a la entrada. Un centinela o vigilante. En medio del acceso para coches había una ambulancia. Hubiera querido saber si Louisa se encontraba aún en su interior.
– ¿Se va a presentar o no?
La inesperada voz cerca de mí me sobresaltó de tal modo que a punto estuve de caer contra el bidón. Me recuperé, temblando, intentando controlar la respiración. A mi lado, la Srta. Chigwell permaneció tan impasible como siempre.
– Sólo han pasado poco más de dos horas. Le damos hasta la una. Entonces decidiremos qué hacer con esa mujer Djiak -la segunda voz era la de mis anónimas llamadas telefónicas
– Va a tener que ir a la laguna. No nos podemos permitir dejar más rastros.
Ahora que mi corazón había vuelto a un ritmo menos tumultuoso, reconocí al primero en hablar. Art Jurshak, mostrando un fuerte afecto familiar por su sobrina.
– No se puede -el segundo hombre habló con su habitual frialdad desinteresada-. Esa mujer va a morirse pronto de todos modos. Le diremos al médico que le ponga una inyección y la llevamos a su cama. Su hija creerá que se ha muerto durante la noche.
Ante la mención del médico le tocó temblar ligeramente a la Srta. Chigwell.
– Tú desvarías -dijo Art colérico-. ¿Cómo vamos a meterla otra vez en la casa sin que te vea su hija? Además, ya sabrá que su madre ha desaparecido: probablemente a estas horas ha despertado a toda la vecindad. Es mejor deshacerse de Louisa aquí y tenderle la trampa a Warshawski en otro sitio. Lo mejor sería que desaparecieran las dos.
– Eso te lo hago yo -dijo la voz fría sin emoción-. Yo las mando al otro barrio a las dos y a la hija también, si quieres. Pero no puedo hacerlo sin saber por qué estás tan desesperado por perderlas de vista. No sería ético -empleó esta última palabra sin asomo alguno de ironía.
– Maldita sea, ya me ocuparé yo de todo personalmente -farfulló Art furioso.
– De acuerdo -contestó la voz irritablemente-. De un modo u otro de acuerdo. Me dices lo que saben y adelante, o las matas tú y adelante. A mí me es totalmente indiferente.
Jurshak quedó en silencio un minuto.
– Voy a ver cómo se las arregla el doctor.
Sus pasos resonaron y desaparecieron. Había entrado en el interior. De modo que Louisa no estaba en la ambulancia. Presumiblemente uno de los compinches del hombre de voz inexpresiva esperaba en su interior en lugar de Louisa: habían dejado la ambulancia bien a la vista en medio del patio para que me dirigiera directamente allí.
Cómo pasar ante el hombre de voz fría de la entrada era una cuestión más ardua. Si mandaba a la Srta. Chigwell para distraerles, sería una distracción muerta. Me preguntaba si podríamos apalancar una de las puertas o ventanas del costado, cuando el hombre nos solucionó la cuestión. Caminó hasta el centro del patio, allí se detuvo para llamar con los nudillos en la puerta trasera de la ambulancia. Ésta se abrió una rendija. Habló con alguien por la abertura.
Yo toqué a la Srta. Chigwell en el hombro. Se puso en pie conmigo y nos apretamos cautamente a la sombra de la pared. Mientras vigilábamos, la puerta de la ambulancia volvió a cerrarse y el hombre de voz fría deambuló hacia la verja de entrada. Tan pronto como estuvo en el extremo más alejado del vehículo yo me agaché todo lo que pude y giré rápidamente la esquina hacia la entrada de la fábrica. Los pasos de la Srta. Chigwell resonaron suavemente detrás de mí. La ambulancia nos protegía de la vista del centinela de la puerta y conseguimos meternos sin oír ni una exclamación.