Nos encontramos en una explanada de cemento fuera de la planta industrial. La puerta corredera de acero que separaba la zona fabril de la entrada principal estaba cerrada, pero una puerta contigua de tamaño normal estaba entreabierta. Como una exhalación, nos colamos por ella, cerrándola sin ruido tras nosotras, y nos hallamos de inmediato en la planta.
Caminamos de puntillas, aunque los ruidos que nos rodeaban habrían ahogado cualquier sonido que hubiéramos hecho. Las tuberías despedían sus intermitentes eructos de vapor y los calderos borbollaban ominosos bajo las opacas luces verdes de seguridad. Fritz Lang había sido el inventor de esta sala. En cualquier momento llegaríamos a su final y no veríamos más que cámaras y actores risueños. Me cayó una gota de líquido y di un salto, convencida de que ya me había envenenado con una dosis tóxica de xerxina.
Miré hacia la Srta. Chigwell. Ella tenía la vista fija hacia adelante, haciendo caso omiso de las expectoraciones emitidas sobre su cabeza tan asiduamente como evitaba los graffiti obscenos garrapateados sobre enormes carteles de «No fumar». Súbitamente, ahogó un grito. Seguí su mirada hasta el fondo de la habitación. Louisa estaba allí en una camilla. El Dr. Chigwell permanecía en pie a un lado, Art Jurshak al otro. Los dos se quedaron mirándonos, boquiabiertos.
El doctor fue el primero en poder articular palabra.
– ¡Clio! ¿Qué haces aquí?
Ella avanzó hacia él ferozmente. Yo la sujeté de un brazo para evitar que se pusiera al alcance de las manos de Art Jurshak.
– He venido a buscarte, Curtís -el tono de su voz era cortante y resonaba con autoridad por encima del siseo de las tuberías-. Estás metido entre auténtica gentuza. Supongo que te has pasado la última semana con ellos. No sé qué diría nuestra madre si viviera para verte, pero creo, que ya es hora de que vuelvas a casa. Vamos a ayudar a la Srta. Warshawski a meter a esta pobre enferma en la ambulancia y después tú y yo nos volvemos a Hinsdale.
Yo tenía la pistola apuntando hacia Art. Su cara redonda se había llenado de gotas de sudor, pero dijo beligerante:
– No puedes disparar. Aquí el doctor tiene una aguja lista para inyectar a Louisa. Si disparas, es su sentencia de muerte.
– Estoy emocionada, Art, por tu ternura familiar. Si es la primera vez que ves a tu sobrina en veintisiete años más o menos, tu reacción haría llorar hasta al propio Klaus Barbie.
Art hizo un gesto violento. Quiso gritarme algo, pero los mensajes -culpabilidad por su olvidado incesto, temor a que otros se enteraran de ello, la rabia de verme viva- le impidieron pronunciar nada coherente.
– ¿Es esta mujer su sobrina? -inquirió la Srta. Chigwell.
– Desde luego que lo es -dije en voz alta-. Y ella tiene lazos contigo aún más íntimos que ése, ¿verdad, Art?
– Curtís, no tolero que mates a esta joven desafortunada. Y si es sobrina de tu amigo, es totalmente inaudito que lo toleres tú. Sería inmoral y absolutamente indigno de ti como heredero de la profesión de nuestro padre.
Chigwell miró a su hermana abatido. Se encogió ligeramente dentro del abrigo y sus brazos cayeron flojos a los lados. Si actuaba ahora, no le haría nada a Louisa.
Estaba preparándome para saltar súbitamente sobre Art cuando vi que la maldad sustituía a la rabia en su rostro: estaba viendo alguien que se acercaba a nuestra espalda.
Sin volverme, cogí a la Srta. Chigwell y me escurrí con ella detrás del caldero más cercano. Cuando levanté la vista vi a un hombre con abrigo oscuro caminar hasta la zona donde habíamos estado nosotras. Conocía su cara -la había visto en la televisión o en la prensa o en los tribunales cuando era abogada de oficio- pero no conseguía identificarla.
– Coño, Dresberg. Te lo has tomado con calma -escupió Jurshak-. ¿Por qué has dejado entrar a esa zorra Warshawski, para empezar?
Por supuesto. Era Steve Dresberg. El Rey de la Basura. Majestuoso aniquilador de las pequeñas moscas que revoloteaban en torno a su imperio de desperdicios.
Dresberg habló con su voz fría e inexpresiva, erizándome el vello del espinazo:
– Ha debido de cortar la valla y entrar cuando yo estaba hablando con los muchachos. Les diré que se ocupen de su coche cuando hayamos terminado aquí.
– No hemos terminado todavía, Dresberg -anuncié yo desde mi rincón-. El éxito se te ha subido a la cabeza, te ha hecho descuidado. Nunca debiste intentar matarme como a Nancy. Te estás reblandeciendo, Dresberg. Ahora eres tú el perdedor.
Mis provocaciones le dejaron indiferente. Después de todo, era un profesional. Levantó la mano izquierda sacándola del bolsillo y apuntó una pistola grande -quizá un Cok 358- hacia Louisa.
– Sal, guapa, o tu amiga enferma se va a morir unos meses antes de lo que le toca -ni siquiera me miró; para hacerme saber que yo era en exceso trivial para prestarme una atención directa.
– Estuve escuchándoos a ti y a Art allí delante -grité-. Los dos coincidíais en que estaba ya prácticamente muerta. Pero te conviene acabar conmigo antes porque si le disparas a ella eres carne muerta.
Giró tan rápidamente que no tuve tiempo de tirarme al suelo antes de que disparara. La bala erró el blanco mientras el tiro resonaba por toda la cavernosa sala. La Srta. Chigwell, pálida pero severa, se agachó en el suelo junto a mí. Sin que se lo pidiera, sacó las llaves del bolsillo de su jersey. Mientras se deslizaba hacia un lado del caldero que nos escudaba, yo me escurrí hacia el otro. Cuando moví la cabeza salió disparada de detrás del caldero y lanzó las llaves a la cara de Dresberg.
Él disparó en dirección al movimiento. Con el rabillo del ojo vi caer a la Srta. Chigwell. Ahora no podía acudir en su ayuda. Salí por detrás de Dresberg y disparé. El primer tiro le atravesó, pero cuando se volvió para mirarme le cogí dos veces en el pecho. Aun entonces, disparó dos descargas antes de desplomarse.
Corrí hacia él y salté sobre el brazo que sostenía la pistola con todas mis fuerzas. Sus dedos soltaron el revólver. Jurshak avanzaba hacia mí, esperando arrancarme el arma de Dresberg antes de que la alcanzara yo. Pero a mí me impulsaba la furia, dejándome sin aliento, cubriéndome los ojos con un velo de bruma. Le disparé a Jurshak en el pecho. Dio un grito rabioso y cayó a mis pies.
Chigwell había permanecido junto a la camilla de Louisa durante todo el alboroto, con las manos colgando flácidamente a los lados, la cabeza hundida en el abrigo. Fui hacia él y le abofeteé la cara. Al principio mi intención era sacarle de su estupor, pero la furia me consumía de tal modo que empecé a pegarle una vez y otra, chillándole que era un traidor a su juramento, un gusano miserable, y seguí pegándole, una vez, otra. Habría continuado hasta que su cuerpo hubiera hecho compañía a los de Jurshak y Dresberg en el suelo, pero a través de mi ceguera sentí que me tiraban del hombro.
La Srta. Chigwell se había tambaleado hasta mí, dejando un reguero de sangre sobre el cemento sucio.
– Es todas esas cosas, Srta. Warshawski. Todas esas y más. Pero déjele. Es un viejo y no tiene muchas posibilidades de cambiar a estas alturas de su vida.
Sacudí la cabeza, agotada y enferma. Enferma por el hedor de la fábrica, por la vileza de los tres hombres, por mi propio furor destructivo. Me subió el estómago; brinqué tras un caldero para vomitar. Limpiándome la cara con un Kleenex volví junto a la Srta. Chigwell. La bala le había rozado la parte superior del brazo, dejando un pliegue sanguinolento de carne chamuscada pero no una herida profunda. Sentí un poco de alivio.
– Tenemos que meternos en la oficina, en algún sitio donde estemos a cubierto, y llamar a la policía. Hay por lo menos otros tres hombres fuera y usted y yo no podemos enfrentarnos con más matones por esta noche. Tenemos que ponernos en movimiento ya, antes de que empiecen a preocuparse por Dresberg y vengan a buscarle. ¿Puede aguantar un poco más?