Le cogí una mano y la apreté.
– Yo también he estado furiosa a rabiar contigo; probablemente te he echado más maldiciones que tú a mí. Y no llevo precisamente una aureola. Si hubiera abandonado cuando me lo dijiste nunca me habrían dejado por muerta en el pantano y Louisa no habría sido secuestrada.
– Pero la policía nunca habría averiguado la verdad -protestó-. Nunca habrían encontrado al asesino de Nancy, y Jurshak y Dresberg seguirían reinando en Chicago Sur. No tendría que haber sido tan cobardica. Debí contarte las amenazas a Louisa para empezar, para que no hubieras ido dando palos de ciego.
Comprendí que necesitaba decirle que había descubierto quién había dejado a Louisa embarazada, pero no parecía encontrar las palabras para hacerlo. O era el valor lo que no encontraba. Mientras me empeñaba en buscarlo Caroline dijo súbitamente:
– Le he comprado cigarrillos a mamá. Recordé lo que dijiste la primera noche que viniste, que no le iban a poner peor de lo que estaba y era posible que la animaran. Y he comprendido que lo que pretendía era tenerla bajo mi poder, quitándole una cosa que podía producirle algún placer.
Sus últimas palabras me trajeron a la cabeza los consejos de Lotty con gran claridad.
Tomé aliento y dije:
– Caroline, tengo que decirte algo; sí he descubierto quién es tu padre.
Sus ojos azules se oscurecieron.
– No es Joey Pankowski, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
– Me temo que no. No hay modo fácil de decir esto, ni de oírlo, pero estaría muy mal de mi parte no hacerlo; sería una forma repugnante de controlar tu vida.
Me miró gravemente.
– Adelante, Vic. Creo que… que soy más madura que antes. Puedo soportarlo.
La cogí por ambas manos y le dije suavemente:
– Fue Art Jurshak. Es tu…
– ¡Art Jurshak! -estañó-. No te creo. ¡Mamá no hubiera coincidido con él jamás! Te lo estás inventando, ¿no es cierto?
Moví la cabeza.
– Ojalá fuera así. Art… es… esto… tu abuela Djiak es su hermana. Él pasaba mucho tiempo con Connie y Louisa cuando eran pequeñas, y los Djiak pretendieron no darse cuenta de que estaba abusando de ellas. A tus abuelos les aterra todo lo que tenga que ver con el sexo, y tu abuelo en especial tiene horror a las mujeres, o sea que contaron una historieta nefanda de que había sido culpa de tu madre cuando se quedó embarazada. Aunque cortaron las relaciones con Art, fue a Louisa a la que castigaron. Son una pareja realmente detestable, Ed y Martha Djiak.
Sus pecas se destacaban como lunares sobre la palidez de su rostro.
– Art Jurshak. ¿Ése es mi padre? ¿Estoy emparentada con él?
– Te ha dado algunos cromosomas, chiquilla, pero no estás emparentada con él, de ningún modo ni manera. Tú eres tu propia persona, lo sabes, no la suya. Ni de los Djiak. Tienes agallas, tienes integridad y, sobre todo, tienes valor. Nada de eso tiene ninguna relación con Art Jurshak.
– Yo… Art Jurshak… -soltó una especie de ladrido de risa histérica-. Todos estos años he creído que había sido tu padre el que preñó a mamá. Que por esto tu madre se había portado tan bien con nosotras. Creía que en realidad tú y yo éramos hermanas. Ahora veo que no tengo absolutamente a nadie.
Se levantó y corrió hacia la puerta. Yo corrí tras ella y la cogí del brazo, pero se libró de mí y abrió la puerta con fuerza.
– ¡Caroline! -me lancé escaleras abajo tras ella-. ¡Esto no cambia nada! ¡Siempre serás mi hermana, Caroline!
Permanecí en la acera en mangas de camisa, contemplándola con impotencia mientras arrancaba el coche precipitadamente calle abajo hacia Belmont.
42.- Obsequio de Humboldt
Creo que la última vez que me sentí así de mal fue el día después del funeral de mi madre, cuando su muerte se me hizo súbitamente real. Quise llamar a Caroline, a su casa y a PRECS. Tanto Louisa como una secretaria accedieron a transmitirle un mensaje, pero donde quiera que se encontrara Caroline no deseaba hablar conmigo. Unas mil veces pensé en llamar a McGonnigal, y pedir a la policía que estuvieran al tanto; pero ¿qué podían hacer ellos por un ciudadano atormentado?
Hacia las cuatro pedí a Peppy al Sr. Contreras y me la llevé al lago en coche. No tenía ánimos para correr, aunque la perra los tenía en abundancia, pero me hacía falta su afecto silencioso y la anchura del cielo y el agua para aliviar mi espíritu. No era impensable que Humboldt, un mal perdedor a todas luces, tuviera algún sustituto de Dresberg, de modo que mantuve una mano sobre la Smith & Wesson en el bolsillo de la chaqueta.
Tiré palos a la perra con la mano izquierda. A ésta no le pareció gran cosa la distancia a la que cayeron, pero fue a buscarlos de todos modos para demostrarme su falta de resentimiento por ello. Cuando hubo agotado una parte de sus excedentes de energía, nos sentamos mirando al agua mientras yo sostenía la pistola con la mano derecha.
En algún punto remoto de mi mente sabía que debía idear el modo de tomar la iniciativa con Humboldt, para evitarme tener que ir por ahí con la mano en el bolsillo el resto de mis días. Podía acudir a Ron Kappelman y obligarle a hablar, para saber cuánto había estado revelándole a Jurshak sobre mi investigación. Tal vez incluso supiera el modo de llegar hasta Humboldt.
La perspectiva de entrar en acción me parecía tan imposible que sólo con pensarlo se me cargaron los párpados y se me nubló el cerebro. Incluso la idea de ponerme en pie y caminar hasta el coche me iba a exigir mayor esfuerzo del que podía realizar. Me habría quedado allí mirando a las olas hasta la primavera si Peppy no se hubiera hartado y hubiera empezado a darme empujoncitos con el hocico.
– ¿No lo entiendes, verdad? -le dije-. A las perras retreiver no les crean mala conciencia los cachorros de sus vecinos. No se sienten obligadas a cuidarlos hasta la muerte.
La perra convino conmigo alegremente, con la lengua fuera. Paseamos hasta el coche; o, mejor dicho, yo paseé y Peppy danzó en espiral a mi alrededor para asegurarse de que no me perdía ni volvía a caer en estado catatónico.
Cuando llegamos a casa el Sr. Contreras salió apresuradamente con las sábanas y las toallas de Lotty ya limpias. Le di las gracias como mejor supe, pero le comuniqué que deseaba estar sola.
– Y quedarme un rato con la perra. ¿De acuerdo?
– Claro, claro, niña, desde luego. Lo que quieras. Echa de menos tus carreras, eso sin duda, o sea que probablemente se quedará contigo encantada, para cerciorarse de que no la has olvidado.
De vuelta en mi piso, volví a intentar hablar con Caroline, pero o no estaba o se negaba a hablar conmigo. Descorazonada, me senté al piano y empecé a trabajar en Ch'io scordi di te. Era el aria predilecta de Gabriella y convenía a mi ánimo de melancólica autocompasión el tocar la pieza entera, y después aplicar mi empeño en cantarla. Sentí en los párpados el escozor de mis lágrimas de lástima sentimentaloide y volví a la parte central, donde es más melódica la frase de la soprano.
Cuando sonó el teléfono salté hacia él anhelante, segura de que sería Caroline dispuesta a hablar conmigo al fin.
– ¿Srta. Warshawski? -era la voz temblona del mayordomo de Humboldt.
– ¿Sí, Anton? -mi tono era sereno, pero una descarga de adrenalina despejó mi estado letárgico como los rayos del sol la niebla.
– El Sr. Humboldt desea hablar con usted. Por favor, no se retire -la voz denotaba una gélida desaprobación. Tal vez creyera que Humboldt tenía intención de convertirme en su querida y temiera que yo fuera de clase demasiado baja para el estilo del Roanoke.
Pasó alrededor de un minuto. Intenté hacer que Peppy viniera al teléfono y me hiciera de secretaria pero no mostró el más mínimo interés. Al fin, el pastoso barítono de Humboldt vibró en el auricular.