– Srta. Warhsawski. Le quedaría muy agradecido si me hiciera una visita esta noche. Hay alguien conmigo que se arrepentiría mucho de no conocer.
– Vamos a ver -respondí-. Dresberg y Jurshak están en el hospital. Troy está detenido. Ron Kappelman ya no me interesa demasiado. ¿Quién le queda?
Soltó su risa espontánea para demostrarme que los pequeños contratiempos del lunes no eran ya más que un recuerdo lamentable.
– Es usted siempre muy directa, Srta. Warshawski, Le aseguro que no habrá tiroteos si es tan amable de hacerme la visita.
– ¿Cuchillos? ¿Jeringuillas? ¿Calderos de productos químicos?
Volvió a reír.
– Digamos simplemente que se arrepentiría usted toda la vida si no se entrevistara con mi visitante. Le enviaré un coche a las seis.
– Es usted muy amable -dije oficiosa-, pero prefiero conducir yo. Y voy a llevar un amigo.
El corazón me latía cuando colgué, y por la cabeza me pasaron toda clase de conjeturas desmelenadas. Tenía a Caroline de rehén, o a Lotty. No podía verificar lo de Caroline, pero sí llamé a Lotty a la clínica. Cuando vino al teléfono, sorprendida por mi premura, le expliqué dónde iba.
– Si a las siete no has tenido noticias mías, llama a la policía -le di los números de casa y de la oficina de Bobby.
– ¿No irás sola, verdad? -me preguntó Lotty con ansiedad.
– No, no, me llevo un amigo.
– ¡Vic! ¿No será el viejo entrometido? Va a ser más traba que ayuda.
Reí levemente.
– No, estoy totalmente de acuerdo. Me llevo a uno que es callado y fiable.
Sólo después de prometerle que la llamaría tan pronto como saliera del Roanoke accedió a que fuera sin escolta policial. Cuando colgamos me volví hacia Peppy.
– Venga, chica. Vas a conocer las guaridas de los ricos y poderosos.
La perra se mostró interesada como siempre en cualquier expedición. Me observó, con la cabeza ladeada, mientras comprobaba la Smith & Wesson una última vez para cerciorarme de que hubiera una bala en la recámara, después saltó escaleras abajo delante de mí. Conseguimos salir sin dar el parte al Sr. Contreras; estaría en la cocina preparando la cena.
Miré a mi alrededor cautelosamente para asegurarme de no estar metiéndome en una trampa, pero nadie acechaba. Peppy saltó al asiento trasero del Chevy y nos pusimos en marcha hacia el sur.
El portero del Roanoke me saludó con la misma cortesía paternal que en mi primera visita. Al parecer, Anton no le había informado de que yo era un peligro para la sociedad. O quizá el recuerdo de mi propina de cinco dólares dominara sobre cualquier mensaje desagradable del piso doce.
– ¿El perro viene con usted, señora?
– Sonreí.
– El Sr. Humboldt nos está esperando.
– Desde luego, señora -nos dejó en manos de Fred en el ascensor.
Yo avancé con gracia experimentada hacia el banco del fondo. Peppy se sentó en mis pies, con la lengua colgando, jadeando ligeramente. No estaba acostumbrada a los ascensores, pero encajó su suelo trepidante con la serena apostura de un campeón. Cuando fuimos depositados olisqueó el suelo de mármol del vestíbulo de Humboldt, pero se irguió a mi lado cuando Anton abrió la ornamentada puerta de madera.
Anton contempló a Peppy fríamente.
– Preferimos que no suban perros, dado que sus hábitos son poco previsibles y controlables. Pediré a Marcus que lo mantenga en el vestíbulo hasta que se vaya usted.
Yo sonreí un poco brutalmente.
– Me parece que los hábitos incontrolables van a combinar a la perfección con el estilo de su jefe. No entro sin ella, de modo que considere si Humboldt tiene mucho interés en verme.
– Muy bien, madame -el hielo de su voz había alcanzado la gradación Kelvin-. ¿Quiere seguirme?
Humboldt estaba sentado frente a la chimenea de la biblioteca. Bebía de un vaso pesado de cristal tallado -whisky con soda, me pareció-. El estómago se me revolvió cuando le vi, volviendo a invadirme la ira, sacudiéndome todo el cuerpo.
Humboldt miró severamente a Anton cuando Peppy entró pegada a mi talón izquierdo, pero el mayordomo dijo con voz distante que yo rehusaba entrar sin ella. Humboldt cambió inmediatamente de personaje, preguntando amablemente el nombre de la perra y procurando hacer aspavientos sobre su estupendo aspecto. Ésta, sin embargo, había percibido su hostilidad y no respondió. Yo caminé ostentosamente por la habitación con ella, invitándola a husmear en los rincones. Corrí las pesadas cortinas de brocado, pero daban al lago; no había lugar alguno donde pudiera esconderse un tirador emboscado.
Solté la cortina.
– Me esperaba a medias una descarga de fuego de metralleta. No me diga que mi vida va a caer en la monotonía.
Humboldt soltó su risita honda.
– Nada le afecta, Srta. Warshawski, ¿no es así? Es usted realmente una mujer extraordinaria.
Me senté en la butaca frente a Humboldt; Peppy se puso delante de mí, mirando de él a mí con preocupación, la cola baja. Le acaricié la cabeza y se sentó sobre las patas traseras, tensa.
– ¿Su misterioso invitado no ha llegado aún?
– Mi invitado no va a moverse -rió suavemente para sí-. He pensado que usted y yo charlemos un ratito antes. Quizá no sea necesario traer al invitado. ¿Whisky?
Sacudí la cabeza.
– Sus refinadas bodegas me están despertando ideas que sobrepasan mis ingresos; no puedo permitirme acostumbrarme a ellas.
– Sí que podría, Srta. Warshawski. Podría, insisto, si dejara de ir por ahí con esa desmedida propensión a buscar camorra.
Me recosté en el asiento y crucé las piernas.
– Eso sí que es realmente indigno de usted. Yo me esperaba que me abordara usted de forma mucho más espléndida, o al menos más sutil.
– Venga, venga, Srta. Warshawski. Reacciona usted con excesiva rapidez la mayoría de las veces. Podría hacer cosas peores que escucharme.
– Pues sí, supongo que podría seguir una gira de los Cubs. Pero será mejor que hable de una vez para que sepa si voy a tener que estar sorteando las balas de sus secuaces toda la vida.
Humboldt se resistía a alterarse.
– Ha estado prestando mucha atención a mis asuntos recientemente, Srta. Warshawski. De modo que le he devuelto el cumplido interesándome mucho por los suyos.
– Apuesto a que mis pesquisas han sido mucho más apasionantes que las suyas -mantuve la mano sobre la cabeza de Peppy.
– Es posible que tengamos ideas distintas de lo que puede ser apasionante. Por ejemplo, me intrigó sobremanera saber que debe usted un total de quince mil dólares de su piso y que no le resulta fácil pagar las mensualidades de la hipoteca.
– Por Dios, Gustav. ¿No va usted a someterme a la monserga de que va a hacer que el banco me anule la hipoteca, verdad? Ya empieza a aburrirme.
Él prosiguió como si no hubiera hablado.
– Sus padres han muerto los dos, tengo entendido. Pero tiene una buena amiga que es para usted como una especie de madre, creo… una tal Dra. Charlotte Herschel. ¿Sí?
Cerré los dedos con tal fuerza en el pelo de Peppy que ésta dejó oír un pequeño gemido.
– Si algo le ocurre a la Dra. Herschel… cualquier cosa… desde un pinchazo de rueda hasta que sangre por la nariz… usted estará muerto en las siguientes veinticuatro horas. Es una profecía de hierro forjado.
Volvió a soltar su risa espontánea.
– Es usted tan activa, Srta. Warshawski, que se imagina que los demás somos todos igualmente dispuestos. No, estaba pensando más en la vida profesional de la Dra. Herschel. Si podrá conservar la licencia.
Esperó a que volviera a producirse mi reacción, pero logré recobrar la suficiente presencia de ánimo para permanecer en silencio. Cogí el New York Times de la mesita que nos separaba y empecé a hojear la sección de deportes. Los Islanders iban viento en popa; qué decepcionante.