Mercedes Salisachs
Goodbye, España
© 2009
Olvidar es más difícil que perdonar
R.GENTY
DÍA PRIMERO
Miércoles, 7 de febrero de 1968
Grace me recomienda que me abrigue. Febrero es un mes traicionero. Pero en la Costa Azul siempre amanece alboreando soles y mares encalmados. En España el clima es imprevisible. Incluso algo tan poco importante como lo atmosférico es desordenado. Allí todo se rige por lo inesperado: lo que parece ambiguo cobra importancia, y lo que siempre fue importante puede ser absorbido por el desagüe del olvido. Incluso el transcurrir del tiempo es precario.
Treinta y siete años son muchos años para que mi regreso al país donde fui reina no constituya un hecho sin relieve.
– En realidad, únicamente soy algo parecido a una pieza de ajedrez que aspira a ser la madrina de un niño acaso destinado a convertirse en rey.
Grace sonríe:
– A veces hay que ayudar al destino -me dice-. Si no lo hacemos cabe el peligro de que se desmadre.
Grace además de inteligente goza de un gran sentido del humor. Todavía recuerda, al modo de un resbalón algo grotesco, los desaires de todas las realezas europeas cuando fueron invitadas a su boda con el príncipe Rainiero:
– Sólo tú y el rey Faruk os dignasteis asistir a la ceremonia de nuestro matrimonio -señala bromeando-. Las alturas no admitían que un príncipe de sangre real se rebajara a casarse con una plebeya que para colmo de males era actriz.
De hecho fue aquella circunstancia lo que propició una amistad entrañable entre los Grimaldi y yo. Incluso me convirtieron en la madrina del príncipe Alberto.
Nuestra comunicación se refuerza año tras año cuando, al arrimo del invierno, busco en la Costa Azul el sol que se ensombreció para mí al salir de España.
Mi actual retorno al país que perdí hace ya treinta y siete años supone una incógnita. Los años errantes durante mi ausencia pueden haber acumulado infinidad de resortes imprevisibles: tal vez mi viaje sea una gozosa novedad, o quizá se limite a ser un vacío desalentador, o acaso un vergonzoso rechazo. Resulta difícil desentrañar los futuros que se gestaron en pasados huraños.
Franco acepta mi presencia en Madrid sin su apoyo oficial. Sus condiciones han sido tajantes: mi viaje a España no tendrá relieves políticos. Es decir: no es la reina Victoria Eugenia la que vuelve a su país de adopción, sino la bisabuela y futura madrina de mi bisnieto y la mujer del rey destronado, perdido ya en el jeroglífico que un dictador ha impuesto plagado de interrogantes sin respuestas.
De hecho nada es realmente concreto en el viaje que se ha planteado.
– Cuando el General lanza una opinión, resulta muy difícil saber si se trata de un simple juicio o de una orden camuflada de consulta -le digo a Grace-. Todo cuanto Franco programa relacionado con la realeza resulta vago. Pero hay que arriesgarse.
La presencia de Grace en las cámaras particulares que se me adjudican cuando me instalo en el palacio del príncipe Pierre de Montecarlo es siempre un soplo de aire fresco que aligera y ventila mis momentos adversos.
Son las diez de la mañana. Grace ha venido para despedirse de mí:
– Me hubiera gustado acompañarte hasta el aeropuerto de Niza -se excusa-. Pero la comida oficial que se celebra hoy en el palacio no me permite moverme de Mónaco.
Nuestro adiós se ciñe a un abrazo amistoso:
– Que haya suerte -me dice.
Quisiera contestarle pero la emoción me lo impide. Sólo carraspeo y estampo un beso en su mejilla. De hecho la suerte está ya echada. Es irreversible. La suerte y lo que llamamos azar no es un factor espontáneo: siempre va condicionado a un cúmulo de circunstancias que, andando el tiempo, mueven a su aire la balanza del presente. Todo depende de los aciertos o torpezas que van trazando nuestro camino hacia el futuro.
Pero el viaje que se programó para el futuro es ya un presente. Un «ahora» inquieto que sólo consigo sosegar un poco al contemplar el mar calmo y sonriente que baña la ciudad de Montecarlo.
– Dicen que en España hace frío -comenta Grace nuevamente.
– No te preocupes: iré bien abrigada.
Además, el frío invernal no me asusta. El único frío que consigue inquietarme es el que pueda causar mi llegada: la posibilidad de afrontar un regreso desvaído, un sopor ovillado en silencios.
También me preocupa que el «sí» volandero y partidista de Franco vaya ligado a la indiferencia de los españoles. Afortunadamente, el séquito que me acompaña en el viaje, aunque algo escaso, es entrañable. Para distraer mis temores se hartan de mencionar los grandes cambios que ha experimentado el país que un día ya muy lejano adopté como mío. En la época de mi boda, en Madrid los tranvías circulaban con vapor, los automóviles sólo eran propiedad de algunos privilegiados, la calefacción era una utopía y el alumbrado callejero se nutría de farolas que cubrían chorros de gas encendidos. Pese a ser la capital de España, sólo existía un hotel donde poder alojarse con cierta dignidad. Lo recuerdo muy bien. Se hallaba situado en la Puerta del Sol y se denominaba hotel París.
Mientras me explican la transformación que ha experimentado la ciudad castellana, mi mente se adentra en un revoltijo de recuerdos que se atropellan unos a otros. Vivir es eso: entrar continuamente en un tiempo que se evapora enseguida. Un lapso de pruebas que sólo pueden constantemente certificarnos la levedad del «siempre». Nada permanece donde imaginamos envuelto en estabilidad.
De repente surge lo inesperado, lo que pese al progreso se ve arrollado por la decadencia. Todo se transforma: los mosaicos anímicos se desprenden, las armonías se ensombrecen, los horizontes se estrechan y las garantías se rebelan.
Ni siquiera las amistades más sólidas alcanzan la firmeza de lo indestructible. Continúan intactas hasta que la inclemencia de los años se empeña en devorarlas. Luego es como si jamás hubieran existido. Todo se queda en recuerdos difuminados.
No cabe duda, el progreso es ciego y voluble. En cuanto uno se descuida, se convierte en pasado. Además, cuando se encabrita es capaz de arrollar lo bueno y lo malo.
Recuerdo ahora mi amistad con Bee. Nunca quise tanto a una amiga de la infancia como la quise a ella. Éramos primas: su padre y mi madre eran hermanos. No obstante, su rango era superior al mío. Yo sólo era «alteza» y ella era «alteza real». La diferencia consistía en que el matrimonio de mis padres era morganático y en cambio el de los padres de Bee no desmerecía del rango que ostentaba la severa y estricta mirada de nuestra abuela la reina Victoria.
En ocasiones, cuando éramos niñas, Bee solía bromear sobre aquella diferencia. «Tú difícilmente podrás llegar a ser reina», decía. «Los herederos y los reyes exigen igualdades soberanas».
Bee era muy lista. Dibujaba muy bien y, andando el tiempo, cuando ella ya estaba casada con Ali de Orleáns, realizó un boceto coloreado algo sarcástico que me situaba en lo alto de un trono, mientras ella me hacía la reverencia. ¿Se acordaba entonces de lo que me decía siendo niñas? El dibujo coloreado parecía una caricatura. Una especie de broma que acaso trascendiera la decepción que se llevó al comprobar que Alfonso, lejos de fijarse en ella, me eligió a mí como esposa.
Cuando años después vi aquella acuarela, tuve la impresión de que ya entonces un muro insalvable se interponía entre nosotras. Fue algo así como un apagón de luz que apenas duró un segundo. Entonces mi fe en Bee todavía podía más que cualquier brote de duda. Para mí siempre había sido una especie de hermana. Aunque algo mayor que yo, la constante comunicación que nos unió en la infancia fue solidificándose de día en día. Sin embargo, aquella acuarela me estaba diciendo algo que me dolía demasiado. Tanto como me dolían los desplantes y manejos que utilizaba en la infancia, sin que por ellos mermara nuestra amistad. Había nacido mandona y no podía superar su afán de imponer y dominar.