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Comprendí también que, sin pérdida de tiempo, debía aprender el idioma español. Al principio pensé que podía valerme por mí misma, pero me equivoqué. Nuestro idioma y el suyo eran antagónicos. Mi madre me proporcionó un profesor: Eduardo Peña. A pesar de todo, aquel idioma se me antojaba muy difícil.

Sin embargo, no claudiqué. Recuerdo que en una de mis postales le decía a Alfonso que, para mí, estudiar el español era un martirio. La gramática se me resistía; ni siquiera los signos de puntuación se aplicaban igual que en los textos escritos en inglés.

Pero no me di por vencida. Mi madrina había preparado nuestro encuentro en la vivienda que su íntima amiga la princesa de Hannover poseía en Biarritz, donde debía tener lugar nuestra entrevista definitiva en el próximo mes de enero, y yo quería sorprenderlo con mi incipiente español, pronunciando alguna frase para demostrarle que mi supuesto martirio había sido superado.

Desgraciadamente, por entonces los periódicos ingleses apuntaron de nuevo mi inclinación hacia el catolicismo como una especie de traición. La noticia no fue bien comentada entre los míos. Los antiguos prejuicios (aunque sin la virulencia de antaño) brotaron medio escondidos en las opiniones de la nobleza inglesa con mal disimulado desprecio.

No voy a negarlo. Aquella circunstancia tuvo repercusiones negativas. Pero fueron superadas. Al menos en lo que se refería a mi familia.

Recuerdo que en mis cartas le mencioné a Alfonso los escritos descalificativos que me atacaban por mi probable cambio de religión: «Esos comentarios me han hecho sufrir, pero no van a modificar mi forma de pensar». Y le añadía que había que actuar con prudencia para no crear mal ambiente.

Afortunadamente, mis tres hermanos apoyaron en todo momento aquel noviazgo, todavía escondido en los huecos del secreto, pese a empezar ya su camino hacia una irreversible realidad.

Nuestro primer encuentro tras aquella vaga y algo desconcertante despedida en Londres, cuando yo todavía desconocía las profundidades psicológicas y mentales de aquel muchacho, tuvo lugar en Biarritz, tal como mi madrina había planeado.

La villa donde mi madre y yo debíamos hospedarnos tenía un nombre atractivo: Mouriscot. Enero estaba ya en sus postrimerías y el frío húmedo del mar se plasmaba en los cristales de los ventanales, en los vahos de los que circulaban por las calles y en los jadeos de los que arrastraban resfriados mal cuidados.

Pero en aquellos momentos para mí todo era radiante: Alfonso no iba a tardar en llegar y los caprichos climáticos carecían de importancia.

Era imposible que en mis avatares de entonces las minucias de la vida fueran capaces de influir en las certezas que desde que se concertó aquel encuentro estaban ya impresas en nuestros proyectos.

Todo se volvía afán de ver de nuevo a aquel muchacho que, lentamente, había ido conquistando para mí un mundo de realidades felices, de esperanzas a punto de cumplirse y de convicciones que, desde mis sentimientos ya irreversibles y rotundos, pronto iban a dar un vuelco importante en mi vida. Me cuesta ahora imaginar el cambio brusco que aquel lugar francés rayano con España ha experimentado.

Entonces en Biarritz ni siquiera la noche era oscura. Algo muy especial envolvía la pequeña ciudad en fulgores de realidades bellas y prometedoras. Todo allí era fascinante, tanto en sus edificios como en las playas, en las calles y en las tiendas.

Pese al roce de un febrero cada vez más cercano, el mar era de un azul intenso, y el cielo claro y el ambiente desvirtuaban las probables previsiones de tormentas.

Alfonso llegó de Madrid a San Sebastián en tren y desde allí condujo su coche en compañía del marqués de Villalobar y del conde de Grover hasta Biarritz.

Mi hermano mayor fue el primero en recibirlo cuando llegó a la villa Mouriscot. Como jefe de familia, era él quien debía atender al rey.

Al saludarlo se excusó, algo preocupado por la presencia del nutrido número de periodistas que rodeaba la entrada de la villa. En principio se trataba de un viaje de incógnito. Pero hubo rumores imposibles de acallar.

Alfonso, radiante, palmeó a su futuro cuñado con aquella sonrisa de medio lado que tanto fascinaba a los que lo trataban y, diligente, saludó a los periodistas y a los fotógrafos haciendo gala de su irresistible encanto como rey y como hombre.

Una vez dentro de la villa, mi madre y yo nos instalamos con él en el gran salón.

No hubo protocolos ni envaramientos innecesarios. Alfonso se limitó a pedirle a mi madre la mano de su hija haciendo hincapié en que la reina Cristina estaba totalmente de acuerdo con aquel enlace.

Enseguida me entregó la sortija: un rubí en forma de corazón rodeado de diamantes azules.

Públicamente, desde aquellos instantes, yo era ya la novia oficial del rey. El único requisito que faltaba era la autorización de las Cortes en España.

Tras el almuerzo, por primera vez desde que nos habíamos conocido, paseamos a solas por las alamedas de la villa Mouriscot.

No recuerdo lo que hablamos. Recuerdo únicamente su voz, su trato delicado y respetuoso, el halo de su cuerpo junto al mío y aquel decorado hecho de arbolados, plantas y flores. Todo en torno a nosotros rebosaba emoción. Nada era ya pasado o futuro. Sólo contaba un presente que, en aquellos momentos, se nos antojaba eterno.

Fiel a las costumbres algo sensibleras de entonces, Alfonso se empeñó en grabar nuestros nombres en la corteza de un álamo. Y yo, según una usanza escocesa, le propuse enterrar dos plantones de pino en un lugar de la finca.

Recuerdo también que la sortija recién colocada en mi dedo pesaba. Era una sensación extraña, como si la felicidad de aquel día se acumulara íntegramente en mi mano.

Debo reconocer que aquella alhaja me fascinaba. Siempre me gustaron las joyas. No era su valor lo que me atraía de ellas. Tampoco la vanidad contaba en mis apreciaciones. Lo que me fascinaba era la belleza de sus estructuras, la originalidad de su diseño y especialmente la respuesta emocional que se producía en mí al contemplar unas piezas montadas con tanto arte y esmero.

Fueron muchas las joyas que a lo largo de mi reinado acumulé en España. Las perdí casi todas durante el exilio. Sin embargo, pese a los desafueros que surgieron cuando se instauró la república, todas me fueron devueltas. No podía creerlo; estaban allí, en mis manos. A veces ocurren hechos que exceden toda previsión. Algo muy apreciado regresaba para amortiguar tanto dolor y tantos desmanes. Lo que nunca volvió fue el maravilloso paseo que Alfonso y yo dimos en la inmensa alameda de la villa Mouriscot aquella tarde de un enero que se volcaba ya sobre un febrero plagado de nieblas. Fue precisamente en un lejano febrero cuando Alfonso se fue hacia un adiós definitivo.

Me estoy viendo ahora caminando junto a él por los senderos de un paraje que rebosaba manojos inmensos de flores bellísimas. Nos detuvimos ante uno de ellos con intención de arrancar algún tallo para adornar mi habitación.

De pronto, Alfonso detuvo mi mano: «No lo hagas, Ena, esas flores son venenosas».

Lo miré extrañada. No concebía que una planta tan bella pudiera dañar. Alfonso se apresuró a aclararme que la savia de aquellas flores mataba. Y que en la India, cuando nacía una niña no deseada, le daban un biberón con la savia de aquella flor para que muriese.

«En la India suelen denominar esa costumbre "el beso de la muerte".»

Aquella aclaración me produjo escalofríos. ¿Cómo era posible matar a un recién nacido? Y ¿por qué elegían una flor tan bella para matar?

Le pregunté a Alfonso cuál era el nombre de esa flor: «En España la llamamos adelfa».

***

Acaban de anunciarme que estamos a punto de llegar al aeropuerto de Barajas. Algo en mí se está desestabilizando. No es un sobresalto. Es algo parecido a una especie de aguacero interno que sin llegar a mojarme me repite la frase desalentadora que hace unos momentos el capitán ha pronunciado: «En Madrid está lloviendo».