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Mientras contemplo el cuadro llega a mis oídos el ir y venir de Petra, Pilar y la señora Rich, deshaciendo las maletas, ordenando mi vestuario y distribuyendo los objetos que pienso regalar mañana a todos los míos. Especialmente al recién nacido.

La ceremonia del bautizo será íntima. El General no hubiera consentido que el hijo de mi nieto, aunque sus padres puedan llegar a ser reyes, sea tratado como su rango merece. «Sólo la familia», se había acordado. También los grandes de España, muchos nobles, algún personaje de Estado como Carrero Blanco y por supuesto todos los familiares, la madre de Sofía y sus parientes cercanos.

Bee hace ya dos años que se fue de este mundo. Dos años que no han conseguido, pese a las esporádicas cartas que nos escribíamos, tan adornadas de «queridísima» y de calurosos despidos, echar fuera nuestra antigua rivalidad y sus manifestaciones de amistad poco claras abocadas a separarme cada vez más del rey. Mi intención al escribirle con tantas muestras de afecto se basaba en la necesidad de olvidar, de pasar hoja y sobre todo de recordar que a nuestra edad ya no se trata de ser la primera en todo, sino de admitir que en esta tierra nada o casi nada es lo único que podemos conseguir.

Tampoco Ali, su marido, va a asistir al bautizo. La excusa de que a sus años cuesta mucho mantenerse firme ante un general no es más que una añagaza para ocultar la verdad: su negativa a codearse con Franco. Algo parecido a lo que desde que la guerra había finalizado en España venía practicando mi gran amigo el duque de Baena, conocido por todos como Pepe Mamblas.

Asimismo él, desde que la república se asentó en España, se negó a regresar a su país. Pasó la guerra en Biarritz. No obstante, cuando Guipúzcoa fue conquistada por las tropas nacionales tuvo la delicadeza de ayudar a sus compatriotas exiliados por amenazas de muerte.

Instalado allí, y aunque Pepe no vaciló en facilitar ayuda a los que la precisaban, jamás quiso congraciarse con la dictadura del General. Por eso no volvió a pisar tierra española.

Biarritz. Querido y entrañable Biarritz. Resultaba difícil olvidar lugares, ambientes, climas y situaciones que durante un lapso más o menos largo de nuestra vida nos colmaron de felicidad.

De improviso el recuerdo global se impone. Nos atosiga, nos exige dividirlo en mil evocaciones que nos llenaron de dicha.

Causa cierto estupor comprobar que aquellas convicciones de un futuro tan bien reforzado por evidencias inalterables haya podido fraccionarse en frustraciones irreversibles.

Las causas de nuestros desfalcos internos se desvían. El tiempo las va rompiendo y el dolor surge violento en busca de culpables.

Todo en nuestros fracasos impone la necesidad de «culpar». Más aún: siempre los culpables son «los otros». Nadie se inculpa a sí mismo de haber obrado mal. El mal que nos atosiga exige un dedo que siempre señala a un «tú» imaginario. Jamás a un «yo» acaso real.

Sin embargo, cuanto más analizo lo que ocurrió, más se me afianza la convicción de que ni Alfonso fue culpable, ni yo voluntariamente planté la semilla que pudo culpabilizarme.

El derrumbe surgió como surgen los aludes de nieve o los corrimientos de tierras: inesperadamente y uniendo la perplejidad a los miedos, desengaños y desorientaciones que distorsionaron todos los esquemas.

Vivir debe de ser eso: mantenerse a la espera de cualquier desequilibrio, de admitir realidades que pueden desvanecerse tras el ligero soplo de una contrariedad, y también de imaginar desde nuestra infancia que en esta tierra no se puede ser feliz eternamente. La eternidad no es cosa de este mundo. De ahí que resulte tan inútil y precario forjar proyectos que tarde o temprano pueden desplomarse. Sin embargo, el nuestro parecía que jamás iba a destruirse de puro intenso y deslumbrante.

Tras mi petición de mano, aquella noche se celebró un banquete de gala para rubricar oficialmente nuestro noviazgo. Asimismo, mi tío el rey Eduardo VII se apresuró a concederme, para nivelar mi condición de princesa, el título de Alteza Real. De hecho, aquella estancia en Biarritz fue para mí como descubrir un fragmento de cielo en la tierra.

Alfonso tardó en volver a España, pero enseguida mandó un telegrama urgente a su madre, que continuaba en Madrid, para notificarle nuestro compromiso.

Estar juntos era ya una imperiosa necesidad para ambos.

Recuerdo las excursiones que hicimos por el sur de Francia. La belleza de los paisajes de aquella comarca se aliaba a nuestras convicciones más sólidas. Nada era ya proclive al triste dudar o bordear lo indeciso.

Pisábamos firme una tierra que olía a naturaleza estable, sin tormentas ni vendavales destructores. El aire húmedo que venía del mar parecía nutrir nuestra certeza de que todo en nosotros iba a ser armonía, placidez y comprensión.

A los pocos días Alfonso volvió a España a recoger a su madre, que llegó a San Sebastián para formalizar, como se había convenido, nuestro compromiso matrimonial.

Luego regresó a Biarritz para acompañarnos a mi madre y a mí al palacio de Miramar, donde nos esperaba la reina Cristina. El viaje lo hicimos con el marqués de Villalobar.

Recuerdo que, al atravesar el puente de Irún, Alfonso me miró fijamente y me dijo: «Ena, estás pisando tierra española».

«Mi tierra», pensaba yo. Y era lo mismo que si, al decirme aquello, Alfonso me estuviera entregando lo más valioso de su vida.

Fue entonces cuando conocí al todavía jovencísimo marqués de Viana (ya gran amigo del rey). Parece que lo estoy viendo: vital, alegre, volcado en simpatía y respetuosamente amable conmigo. Qué lejos estaba yo de imaginar que, muchos años después, algunos llegarían a culparme de su inesperada muerte.

En aquel tiempo la muerte era una circunstancia apartada de nuestro entorno. Una realidad lejana que se resistía a tomar parte de nuestra felicidad. Pensar en la muerte hubiera sido absurdo y estéril.

De mi futura suegra sabía yo muy poco, pero mis intenciones afectivas hacia ella, sólo por ser la madre del hombre al que yo quería, eran ya muy sólidas.

En los ambientes donde yo me había educado, la diversidad de pareceres relacionados con la reina regente se contrastaban. Algunos aseguraban que mi futura suegra era muy austera, rígida y poco afable. En España le habían adjudicado el mote de «Doña Virtudes» y se rumoreaba que, si como reina regente había sido perfecta, como madre no había sabido inculcarle a su hijo flexibilidades y comprensiones indispensables para ser un hombre más allá de su calidad de rey. Al parecer, desde niño lo habían tratado siempre con demasiado respeto. Incluso le habían dado a entender que, por el hecho de haber nacido con la corona puesta, todo y todos debían amoldarse a sus caprichos. Y eso podía provocarle cierta soberbia involuntaria proclive a desmerecer la ecuanimidad requerida. Pero en cambio otros la admiraban por haber guiado con talento y sutileza afable el difícil timón de la regencia hasta que se decidió la emancipación de su hijo, al que trató de enseñarle los valores morales que ella siempre aplicó en sus decisiones tanto políticas como personales.

Ignoraba yo quién tenía razón. En cualquier caso, lo que hasta entonces había detectado siempre en el monarca era a todas luces positivo. Jamás descubrí en él síntomas altaneros, ni orgullos desaforados, ni empeño en imponer pareceres, como si sólo él pudiera ser infalible.

La gente humilde lo quería y su afabilidad se extendía gratamente no sólo en España, sino en el resto del mundo. También se ensalzaba su facilidad para los estudios, su inteligencia y madurez para extraer consecuencias políticas y su inclinación a adaptarse a los ambientes de cualquier clase social.

Fue muchos años después cuando descubrí que, aunque las cualidades que se le adjudicaban eran ciertas, algo muy importante se le había quedado rezagado en los recovecos de la ignorancia.

Aquel descubrimiento contribuyó a destruir poco a poco la personalidad que yo tanto había admirado.