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De rodillas y ante una Biblia, me hicieron abjurar de mi religión protestante y, tras recitar la oración, invocando al Espíritu Santo para que me ayudara, comencé a leer un credo muy ampliado para reafirmarme en las creencias que precisaba acatar.

Empecé citándome a mí misma para reforzar no sólo mi rechazo al anglicanismo, sino también para asumir lo que voluntariamente debía aceptar en adelante.

Flanqueaban al obispo Brindle dos obispos españoles. Al bautizarme me añadieron otro nombre en honor de la reina regente: Cristina.

Aquella misma tarde y tras una exhaustiva inmersión interna para hurgar en mi vida pasada y vaciarla de todos mis lastres humanos, el obispo de Nottingham me oyó en confesión.

Nunca imaginé que semejante práctica católica pudiera proporcionar tanta paz y bienestar como la que percibí tras recibir la absolución.

Tal vez fuera entonces cuando mejor comprendí hasta qué punto analizarse a uno mismo y echar fuera nuestros desaciertos, errores y sobre todo esas pequeñas falsedades que egoístamente convertimos en verdades puede sosegar las constantes inquietudes que la vida nos causa.

No sabría explicar lo que realmente experimenté; era algo más allá de toda comprensión humana, de cualquier individualismo egoísta y de todas las seguridades más rotundas y congruentes.

Recuerdo que tras mi confesión lo primero que hice fue acercarme a la madre de Alfonso para besarla. Algo muy fuerte y seguro nos estaba unificando, pese a ser completamente distintas.

La estoy viendo ahora sonriéndome como si un hilo invisible de satisfacción estuviera cosiendo mis sentimientos a los suyos.

Era hermoso notar el alma ligera, vaciada de sombras y preparada para afrontarlas sin el temor de volver a adentrarme en ellas.

María Cristina me besó con cariño. No fingía. Era un cariño nuevo que se añadía al de Alfonso y que parecía vencer cualquier retazo de desolación o futuros extravíos dolorosos.

Hasta entonces yo nunca había sabido lo que supone tener la certeza de que el alma está limpia y que esa limpieza es valedora de una estabilidad psicológica que ningún fármaco puede conceder.

Aquel mismo día mandé un telegrama al Santo Padre. Entre varias muestras de complacencia por haber abrazado la fe católica, decía: «Yo me ofrezco con todo mi corazón a Vuestra Santidad como su hija más fiel».

Al día siguiente recibí mi primera comunión. En aquella época, para comulgar había que estar en ayunas desde las doce de la noche. Por eso las comuniones solían recibirse en horas tempranas y al margen de la celebración de las misas.

Tenía yo dieciocho años. La edad de las seguridades. La edad de los que imaginan que la vida puede ser una constante e inamovible afirmación de nuestros propósitos. El engaño no cabe en los sentimientos que se experimentan.

Ni por asomo podía yo imaginar que aquella plenitud, tan llena de firmezas, podía descerrajarse y hacerse añicos. Tampoco cabía en mi mente que, algún día, cuando las nieblas se envenenan de soledad y hastío, puede surgir otro futuro inesperado que, de puro deslumbrante, también se nos antoja eterno.

Para mí en aquellos instantes el futuro era Alfonso, mi fe católica, la convicción de que la felicidad que experimentaba podía ser consecuente y dilatada. Todo resplandecía demasiado para dar cabida a suposiciones insertas en sombras.

Nada me hacía presagiar que trece años después ciertas fibras sensitivas que yo consideraba sumergidas en noches desangeladas iban a resucitar extraviadas en crepúsculos demasiado tardíos para que, lejos de liberarme de tantos y tantos vacíos, acabaran por aumentarlos.

Vivir debía de ser eso: fragmentar pasados que ya no servían y tratar de recomponer sentimientos que a fuerza de imaginarlos definitivos iban perdiendo lentamente protagonismo.

A veces la historia es implacable y con frecuencia nos obliga a cambiar rumbos sin que nuestras intenciones se presten a ello.

Cuando ahora pienso en aquella etapa de mi vida, tengo la impresión de que desde que comenzó mi exilio hasta que estalló la Guerra Civil fue sólo un sueño. Un sueño entre doloroso, feliz y un punto desesperado. Nada era posible. Sin embargo, se impuso. Renovó mis formas de vida. Se adentró en mi alma con la tenacidad de lo que, de tanto bordear lo imposible, se adueña de nuestro destino de una forma inevitable.

En ocasiones intento convencerme de que lo que yo experimenté en aquellos trece años fue un espejismo, un fuego fatuo que me permitió endilgar mi vida hacia una nueva felicidad.

Pero no puedo. Su recuerdo persiste como una insistente realidad. Sé que lo que rompe la simetría de nuestro verdadero camino nunca puede alcanzar la felicidad perdida. Sin embargo, noto como si una daga se me clavara en el pecho cuando evoco aquella especie de sueño.

Al principio no imaginaba que la amistad podía traspasar barreras distintas. Y que tener derechos implica siempre depender de unos deberes. Asimismo ignoraba que las esperanzas mal encauzadas también tienen su fecha de caducidad.

Por eso cuando Jaime, tras un prolongado silencio, me llamó por teléfono desde Madrid a Montecarlo para comunicarme que, como grande de España, había sido invitado al bautizo de mi bisnieto, le rogué que se abstuviera de asistir al acto que se iba a celebrar en Zarzuela.

Frente a mí tenía un espejo. Allí estaba yo con el auricular pegado al oído. La voz de Jaime, todavía joven, era la misma de siempre. Calculé su edad: debía de rondar los setenta y cuatro años.

Recordé su aspecto cuando, al estallar la Guerra Civil en España y yo aún instalada en Fontainebleau, nos separamos. Fue una separación impregnada de decisiones que podían ser definitivas. ¿Hasta cuándo? Era imposible saberlo. Las guerras no tienen respuestas, ni seguridades, ni pueden prometer continuidades; y las preguntas son únicamente metáforas que rellenan instantes vacíos de certezas.

Desde aquella separación que fue definitiva han transcurrido alrededor de treinta y seis años.

Tal vez él ya no sea aquel Jaime que dio estabilidad a mis inciertos caminos al salir de España. Los hombres a los setenta y cuatro años todavía conservan su capacidad de impactar, de ser hombres con un aspecto atractivo. Sin embargo, en el espejo donde me estaba mirando sólo veía a una vieja octogenaria que ya nada podía esperar como mujer, salvo respeto y, en cierto modo, como reina destronada, un punto de veneración.

Le pedí que no fuera al bautizo: «Es preferible que no volvamos a vernos», le dije.

Todavía intentó él cambiar mis puntos de vista. Pero le atajé: «Te llevo siete años, Jaime. La juventud no sabe de edades. Pero la vejez es implacable. No quiero que nuestro recuerdo se muera estrujado por las garras del tiempo».

Jaime cumplió mi deseo. No asistió al bautizo de Felipe. Fue mi forma de recuperar para siempre lo que quedó escondido en aquel espejo, acaso providencial, que me permitió observar mi propia decadencia.

DÍA TERCERO

Viernes, 9 de febrero de 1968

No es orgullo lo que estoy experimentando. Es una extraña sensación que me vindica, que permite recuperar aquellos oscuros años en que la reina Victoria Eugenia era, al decir de las altas esferas, un simple tentetieso que no tenía voz ni voto en los problemas que amenazaban a España.

Dentro de poco vendrán a buscarme para llevarme al gran hospital de la Cruz Roja situado en la avenida que lleva mi nombre.

Mientras me arreglo para que mi aspecto no defraude demasiado a los supervivientes de mi generación, no puedo evitar recordar los desprecios y la falta de atenciones que provocaron mis propuestas para mejorar los malos momentos (no sólo por la pérdida de las colonias de Cuba y Filipinas, sino por la interminable guerra de Marruecos) de los humildes y los heridos que no cesaban de regresar a España con evidentes muestras de desencanto y abulias mal encauzadas.