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Siendo todavía muy pequeñas pasábamos temporadas juntas en Osborne Cottage, situado en la isla de Wight, junto a nuestra abuela, la reina Victoria, y la armonía entre ambas, pese a las exigentes imposiciones de Bee, fue siempre perfecta.

Sólo se desnivelaba un poco cuando, sin venir a cuento, la indudable compenetración que nos unía se envaraba repentinamente. Eran instantes fugaces pero que, sin proponérmelo, dejaban en mí ciertos recelos que no llegaba a comprender.

Por ejemplo, en todos los juegos Bee debía llevar la voz cantante: no toleraba ser la segundona. Siempre debía ser la primera. Si jugábamos a cocinar, ella era la cocinera y yo la pinche. Si montábamos en ponys, el suyo debía ser el mejor. Si nos disfrazábamos, el traje más ostentoso se lo adjudicaba ella. En ocasiones yo me rebelaba. No comprendía sus constantes exigencias. Entonces Bee me desafiaba. Casi siempre obviaba yo sus desafíos. Sin embargo, en alguna ocasión la agredí. Lo hacía suavemente, empujando su hombro o dando un manotazo a su frente. Entonces ella me sacudía con violencia. Al defenderme caíamos las dos al suelo. Allí los ataques se multiplicaban. Comenzaban las embestidas, los asaltos.

Pero enseguida rompíamos a reír. Y nuestros asaltos se solventaban con carcajadas. Sólo en una ocasión me propuse vengarme de aquel modo de ser tan dominante.

Cierto día, al tiempo que Bee comentaba con otras niñas los puntos cruciales de nuestros juegos, decidí desaparecer. No sé exactamente lo que me indujo a esfumarme mientras Bee departía con alguien que ya no recuerdo. ¿Pretendía asustarla? ¿Buscaba eclipsar su constante protagonismo llamando una atención que siempre me usurpaba? No lo sé. El hecho es que, harta ya de su forma de tratarme, planeé darle un susto. En aquellos momentos nos hallábamos en el camino que conducía a la vivienda. A los lados se alzaban bosques espesos que jamás atravesábamos acaso por el temor de enfrentarnos con algún bicho amenazante, o a sentirnos dominados por trasgos y seres que protagonizaban siempre los cuentos e historias que nos leían las nannies. Además, en la isla de Wight proliferaban serpientes crueles que se escondían para atacar y matar a los que, como el perrito de la abuela, se atrevían a invadir sus dominios.

Pero aquella vez no me detuve a pensar en los probables peligros que podían acecharme.

Aprovechando el descuido de mi prima, me alcé la faldilla, trepé por el montículo de la izquierda y me introduje en el bosque. Sin miedo. Sin pensar en que aquellos parajes podían ser peligrosos. Lo único que se imponía en aquellos momentos era esconderme, saber que cuando Bee se volviera hacia mí, yo iba a ser para ella únicamente un vacío. Que la costumbre de achicarme y pegarme a su rastro se había acabado. Que por una vez en la vida yo estaba llevando la iniciativa.

La espesura del bosque no me asustaba. Al contrario: la consideraba un aliado en mi empeño de camuflarme. Emancipada de las imposiciones de mi prima, zigzagueaba por entre los árboles y matorrales sin freno, sin miedos, sin barruntar peligros. Mi único empeño era llegar a la vivienda atajando por la diagonal de un paraje desconocido que me permitía acortar la distancia que el camino normal exigía. Quería que al llegar a la casa antes que ella se notara desorientada e incapacitada para imaginar cómo había conseguido yo desaparecer sin que nadie hubiera podido percatarse de mi maniobra.

Atravesar el bosque ni siquiera cabía en sus retorcidas sospechas. Los bosques de los lugares donde se alzaba la vivienda de la abuela en la isla de Wight eran lugares prohibidos para las niñas.

Todo allí era sombrío, amasado en humedades y envuelto en efluvios que siempre se habían considerado dañinos. Pero yo avanzaba con paso rápido, sin sentirme arrollada por temores, ni amenazada por peligros difusos que desde que tenía uso de razón los mayores nos iban planteando.

Mi meta era llegar a la vivienda antes que Bee y darle a entender que, si ella pretendía superarme con imposiciones, yo poseía poderes ocultos muy superiores a los suyos.

Nadie me vio llegar. Salté a la explanada desde el bosque circundante y, camuflada tras la espesura de las buganvillas, conseguí entrar en la casa sin que nadie me viera.

Escondida tras un sillón del vestíbulo, escuché los comentarios alarmados de las nannies y el resto de las niñas que iban llegando a la explanada.

– ¿Habéis visto a la princesa Ena? De pronto ha desaparecido. La hemos buscado a lo largo del camino pero no hemos dado con ella.

Recuerdo ahora la voz temblorosa de Bee repitiendo asustada:

– Se ha esfumado. Estaba con nosotras y repentinamente hemos dejado de verla.

El revuelo fue grande. Los sirvientes indios de la abuela se desvivían por improvisar estrategias propias de una búsqueda sin supuestos lógicos ni pistas explicables. Imaginarme perdida en la espesura del bosque era una utopía. Nadie concebía que yo hubiera corrido un riesgo tan grande.

La alarma crecía. Mi madre comenzaba a angustiarse y mi padre argumentaba que seguramente mi desaparición era un simple juego: «Ena suele gastar bromas para divertirse».

Aguardé a que todos despejaran la explanada para salir de mi peligroso escondrijo y dirigirme a mi cuarto. Una vez allí bajé lentamente por la escalera y entré en el vestíbulo. La primera en verme fue Bee.

– ¡Por fin! -exclamó, como si estuviera contemplando al superviviente de un naufragio-. ¿Dónde te habías metido? ¿Cómo has llegado hasta aquí sin que te hayamos visto? -Yo la miraba en silencio. A decir verdad me divertía observarla tan alterada-. ¿Dónde estabas? -seguía preguntando-. ¿Cómo pudiste esfumarte de un modo tan repentino?

Me encogí de hombros y le dije que no lo sabía.

Bee me miraba entre enfurecida y admirada. Por primera vez desplazada de su constante afán de protagonismo. Por primera vez dispuesta a admirarme sin saber exactamente cuál era la razón de su admiración.

– ¿De modo que no lo sabes? -preguntó.

Y yo para desconcertarla aún más me atreví a decirle:

– A lo mejor estoy dotada de poderes que tú no tienes.

Volvió a mirarme con aire dubitativo.

– ¿Lo dices en serio?

Me di cuenta de que mi respuesta la había impactado. Aunque algo mayor que yo, Bee seguía siendo una niña pequeña. Y la palabra «poderes» la impresionaba.

No obstante, el susto que mi desaparición causó se disipó pronto. «Cosas de niños», decían. Ni siquiera dio lugar a una regañina por parte de la abuela y de mis padres.

Pero Bee siempre recordó la palabra «poderes» como un peligro para ella.

Nunca le dije la verdad. Jamás le expliqué que había cruzado el bosque prohibido sorteando peligros que sólo existían en la imaginación del hacedor de historias para niños temerosos. Me limité a darle a entender que no lo sabía, que fui trasladada a la vivienda sin enterarme y que todo se debía a un vigor interno que ella no poseía. A Bee aquella explicación no debió de gustarle. Siempre pretendía ser la primera en todo.

No sé por qué motivo recuerdo ahora aquel episodio de nuestra infancia. Acaso porque mientras iniciamos el vuelo rumbo a España experimento algo parecido a lo que percibí cuando, andando el tiempo, descubrí que Bee, mi entrañable Bee, era algo así como un expediente lleno de incógnitas nunca aclaradas y carentes de razón pero que apremiaban y causaban malestares inexplicables.

También ahora los apremios que me atosigan me angustian. No es fácil volver a un país donde fui reina, sin ostentar más título que el de una simple madrina de un niño que va a llamarse Felipe.

No obstante, las destrucciones que debimos soportar parecen achicarse cuando los acontecimientos cobran relieves inesperados y las congojas pasadas se van diluyendo en probabilidades venideras.