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El aeropuerto de Niza es un estallido de luz. Es como si el sol que baña el recinto guiñando brillos sobre los metales y dando realce a los aviones estuviera empujándome a caminar decidida: «Adelante, Ena. No te achiques. Pese a todo lo ocurrido, tú sigues siendo la reina».

Entre las personas que me acompañan están el duque de Alba consorte, el doctor Nicod, Marino Gómez-Santos, mi dama de compañía señora viuda de Rich y mis doncellas personales Pilar y Petra.

Tras descansar unos instantes en el salón de honor, nos encaminamos hacia la pista donde el avión de Iberia nos espera. Antes de subir por la escalinata, una azafata me entrega un ramo de flores.

No cabe la marcha atrás. España está ya en ese avión que me trasladará a la tierra perdida. Aquella tierra que cuando yo era niña mi padre tanto admiraba: «Un día te llevaré a España, Ena. Te gustará», me dijo en cierta ocasión tras regresar de Sevilla, mientras me entregaba un abanico como recuerdo de aquel país todavía extranjero para mí.

Me gustó. Claro que me gustó. Fue mi patria adoptiva. La nación donde me hice mujer, donde nacieron mis hijos, donde conocí la verdad de muchas mentiras y las mentiras de algunas verdades.

También el dolor y la forma de camuflarlo para que mi tío Eduardo (el entonces rey de Inglaterra) no me echara en cara su advertencia cuando yo empezaba a estar enamorada de Alfonso: «Piénsalo bien, Ena. No sea que te arrepientas y vuelvas a tu tierra gimoteando».

Nunca gimoteé. Nunca traté de volcar mis dolores sobre los que se hubieran alegrado al observar mi desmoronamiento. Siempre oculté mis fracasos, mis desilusiones, mis desfalcos internos. «Los reyes deben saber encubrir el dolor que a veces acarrea el hecho de serlo». Fue mi madrina, Eugenia de Montijo, la que, siendo yo muy joven, me puso en guardia sobre la necesidad de mantenerse firme en los socavones de la vida. «Hay que caminar como si nuestras andaduras siempre se deslizaran sobre pistas esmeradamente alisadas.» Tenía razón. En ocasiones era muy difícil acertar. Nada se acopla a nuestra perspectiva sin la probabilidad de que lo inesperado la hiera de muerte.

Mis recuerdos se truncan cuando el capitán nos anuncia que vamos a emprender el vuelo.

***

Instalados ya en nuestros asientos, el runruneo del motor vence los suaves murmullos de los que me rodean. El arranque hacia el vacío siempre impone silencios. Es como trazar una ruta desafiando la inexorable y valiosa ley de la gravedad. Y eso requiere severidades y reflexiones.

Antes de subir al avión, mientras aguardábamos en la sala de espera, todo eran comentarios y dialécticas expuestas acaso por el afán de distraer los posibles sopores y desengaños que pueden producirse en nuestro futuro aterrizaje.

Salieron a relucir mil temas que no se correspondían con el viaje que estamos emprendiendo. Especialmente lo relacionado con el proyecto que debe tener lugar durante el año que estamos viviendo: la llegada del hombre a la Luna.

Pero al iniciarse el vuelo, los comentarios recién expuestos se desdibujan y se olvidan. Lo único que cuenta es la inexplicable realidad que supone avanzar por una ruta que carece de soportes, de indicaciones, de lados y direcciones señaladas.

Lo esencial es mantenerse estable en un pavimento inexistente y esperar que el tiempo no contradiga la hora prevista para la llegada.

Mientras tanto, las evocaciones de cosas perdidas se amontonan de nuevo en mi mente. Son como ráfagas que exigen atenciones inexplicables. Unos porqués sin relaciones razonables pero que se filtran en el cerebro como una cadena invisible que va unificando momentos y circunstancias sin comunicaciones específicas ni propias de una logística buscada y razonada.

De improviso mis recuerdos cobran fuerza: la infancia, la juventud, la madurez. Infinidad de situaciones ajenas unas de las otras se mezclan como un solo hecho: mis correrías por los castillos de Balmoral, de Windsor, de Buckingham, de todos los lugares donde la abuela Victoria se instalaba, porque siendo mi madre la menor de sus hijos, soltera o casada debía permanecer a su lado. Ésa fue la condición cuando mis padres contrajeron matrimonio.

Fue en Balmoral donde aprendí a montar. Primero cabalgaba sobre un pony. Pese a sufrir un accidente cuando cumplí seis años, mi afición por los cuadrúpedos no disminuyó. Luego fueron los caballos. Siempre me fascinaron. Tanto como los perros. En ocasiones tenía la impresión de que entre ellos y yo se producía una especie de compenetración que a medida que pasaban los años, lejos de debilitarse, se acrecentaba. Fue un entendimiento que entrañablemente me unía a sus reacciones al tiempo que las suyas se amoldaban a las mías.

Tal vez por eso, cuando, instalada ya en España, veía a los pobres jamelgos (en aquella época despojados de cualquier defensa) enfrentados contra las salvajes embestidas de los toros, inducidos por aguerridos picadores, se me encogía el alma. Especialmente si las astas se clavaban en los intestinos de los animales.

Nunca pude acostumbrarme a lo que los españoles denominan «fiesta nacional». Pero tampoco quería defraudar a quienes sentían pasión por las corridas. Si en alguna de ellas se esperaba mi presencia, asistía puntualmente sin mostrarme disconforme, pero siempre acompañada de unos prismáticos que utilizaba mirando a través de ellos por el lado contrario. Era mi forma de mostrarme impasible e incluso interesada, sin ver lo que en el ruedo ocurría.

Aquel sistema fue algo parecido a una amable claudicación. Fue también el inicio de una defensa. Algo que durante muchos años tuve que ejercitar, para difuminar corridas de toros sin más toro que la envidia, el engaño y el dolor.

Cuántas veces a lo largo de mi vida fue preciso utilizar prismáticos invisibles para mirar sin ver. Y tapar mis oídos con ceras inexistentes para fingir sorderas. Y morderme la lengua para no hablar.

Sólo una vez perdí el norte de mis disciplinadas composturas. Y, a decir verdad, el precio de mis desahogos fue muy alto.

Ocurrió un par de años antes de que se proclamara la república. Los ánimos iban cargados y mi vida particular soportaba ya un volumen desmesurado de oprobios y bajezas siempre adobadas con falsas sonrisas y amabilidades por parte del marqués de Viana y de sus incondicionales esbirros.

El autocontrol es siempre conveniente, pero cuando los agravios y oprobios se acumulan engrosando sufrimientos y creando día tras día y año tras año pequeños atentados anímicos, el estallido pronto o tardío se vuelve inevitable. Especialmente cuando el ambiente que soportamos, lejos de ser apacible, amenaza cambios drásticos y dolorosos.

Estoy viendo ahora a Pepe Viana mirándome sonriente, amable, dispuesto como siempre a disfrazar su diabólica mansedumbre por el rey, utilizando campechanías rastreras y amabilidades babosas para halagarme. Era su táctica. Aunque lo esencial para él consistía en satisfacer los lados oscuros de Alfonso y surtirle a mis espaldas de todo cuanto podía engrosar su ego, no dejaba de tratarme con la sumisión rastrera de un súbdito leal, mientras que, para conservar una amistad que le engrandecía, le proporcionaba películas pornográficas, mujeres de baja estirpe, relaciones adúlteras y sobre todo insinuaciones falsas y mezquinas contra mí, para, de ese modo, afianzar una amistad hecha siempre de adulaciones rentables. Especialmente cuando Bee entró a formar parte de las preferencias de mi marido.

De hecho, visto desde el momento actual, Viana era un simple lacayo de Alfonso. Pero él se consideraba una especie de segundo rey en la sombra. Algo como un consejero destinado a manejar en silencio las penumbras inconfesables del monarca.

Sin embargo, cuando yo le conocí caí también en las redes que su simpatía tendía. Me bastaba que formara parte del séquito amistoso de Alfonso para que automáticamente el apego que los unía fuera asimilado por mí sin temores ni repliegues.

Viana era simpático, alegre, vital. Tardé mucho en comprender que las simpatías excesivas son siempre prenuncios de posibles hecatombes. Nadie se esfuerza en ser simpático sin esperar algo a cambio. Y lo que Viana esperaba de mí era que yo lo aceptara sin el menor esfuerzo, como un amigo fiel e indispensable del hombre que pronto iba a ser mi esposo.