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Recuerdo que mi tío Eduardo me puso en guardia: «No te fíes de ese incondicional compañero del rey», me dijo. «Es demasiado simpático».

Aquella frase fue la que, andando el tiempo, lentamente me iría situando en la verdad de aquel hombre.

En realidad, todo lo desmesurado suele acarrear peligros. No obstante, en los albores de aquel encuentro yo era excesivamente joven para dejarme llevar por las verdades ocultas que el transcurrir de la vida va dejando al descubierto.

Madurar es eso: comprender que muchos sentimientos son sólo sensaciones; que lo elemental de la vida no consiste en presagiar primaveras, sino en prepararse para los inviernos, que las apariencias suelen ser precarias y que lo precario puede dar un giro de ciento ochenta grados cuando menos se espera.

El mío aconteció cuando la España herida y bamboleante prenunciaba cambios demasiado evidentes para ser obviados. El ritmo de nuestro entorno político perdía el compás, la sociedad cerraba los ojos ante nuevas perspectivas cuando, para colmo de males, los manejos de Viana traspasaron los límites de mi aguante.

A mis oídos llegaban noticias que me dolían demasiado. Comentarios hirientes que Alfonso, inducido por su gran amigo, iba esparciendo a mis espaldas. Especialmente, destaca la frase que le contestó mi marido al profesor Castillejo cuando le comunicó que también él estaba casado con una inglesa. «Caramba. Buena te ha caído», le contestó el rey.

Pronto me enteré de aquella respuesta. Las noticias que duelen suelen volar hacia nosotros con alas de murciélago. Fue una época mala, muy mala. Existía una amenaza política, todo era precario. Pero todavía en la alta sociedad ser favorecido por la atención de un rey era parecido a conseguir un galardón.

Yo, como la mayoría de las mujeres engañadas, hacía la vista gorda. Al fin y al cabo se trataba de «engaños» esporádicos, medio elegantes y medio obligados por la frivolidad de un ambiente machista que todavía dominaba los quehaceres de los machos españoles.

El problema se inició cuando Alfonso, lejos de fijarse en una fémina de la nobleza, dio en enamorarse de Carmen Moragas, una actriz con talento y que según se decía era mi vivo retrato pero en moreno. No. Aquello no fue una aventura. Fue un montaje familiar. Una especie de planificación casi legal que nadie desconocía y todos aceptaban.

Me pregunto si lo que me sacó de quicio fueron los celos. Es posible, pero lo dudo. Lo que me dolió profundamente era saber que con ella mi marido había engendrado niños sanos. Incluso corría la voz de que el Santo Padre podía anular nuestro matrimonio para que Alfonso pudiese contraer otro con la famosa actriz, madre ya de dos hijos suyos. Todo muy bien apañado por el «simpático» e incondicional Pepe Viana.

Despojada por completo de lo que se entiende por flema inglesa, mandé recado al detestable marqués para que inmediatamente se presentara en mi cámara.

Llegó jadeante, sonriente, y como siempre echando fuera ráfagas de simpatía.

Se acabó. «Basta ya de comedias desaforadas», le dije.

Fue un recibimiento severo. Ni siquiera le permití que me besara la mano. Tampoco le oculté mi desprecio. Se lo demostré en forma de pregunta: «¿Has leído algo de Mirabeau?». Y antes de que me respondiera continué: «Lo siento, se me olvidaba tu falta de cultura. Tu ignorancia sólo es comparable a la gran sabiduría que despliegas para manipular los devaneos sucios de Su Majestad el Rey».

Hubo unos instantes de silencio. Pepe Viana me miraba como se contempla un cataclismo. Incapaz de reaccionar, trataba de entender cuál era la causa de mi conducta tan irascible.

Comprendí que mi actitud le asustaba. «Algo le pasa a la reina», sin duda pensaría. «Su forma de abordarme no es normal.» Al mirarme, todo en él se achicaba. Trataba de sonreír pero mi ceño desmontaba su sonrisa y la convertía en mueca.

Quiso hablar. Se lo impedí: «No he terminado, marqués. Mirabeau escribió una frase que se ciñe perfectamente a tu modo de ser. Dice así: "Si queréis triunfar en este mundo, matad vuestra conciencia". ¿Comprendes lo que pretendo explicarte? Eso es lo que tú has hecho con la tuya. La has matado para permanecer en las alturas y presumir de una amistad que ni es amistad ni es nada. Sólo es un globo que puede volar pero que al deshincharse emana efluvios pestilentes de aire podrido».

No recuerdo exactamente el resto del discurso que le lancé. Sé que terminé mi repulsa con una frase que nunca he olvidado: «No está en mi poder castigarte como mereces. Sólo Dios puede hacerlo. Tu castigo tendrá que esperar hasta que estés en el otro mundo».

Luego le abrí la puerta y le ordené que se fuera.

Durante unos instantes dio la impresión de que intentaba defenderse. Pero la voz se le iba en balbuceos que no acertaban a ser palabras. Su cuerpo, hasta entonces erguido, empezó a encogerse. Se llevó la mano a la frente y comenzó a bambolearse como si perdiese el equilibrio.

Imaginé que aquella actitud era otra de sus nauseabundas comedias. Manejos para llamar la atención y sacar ventaja de sus propósitos.

Asqueada, solicité la ayuda de los criados para que lo sacaran de mi cámara.

Se lo llevaron casi a rastras: la espalda vencida y su arrogancia hecha un guiñapo.

Pepe Viana murió aquella misma noche.

No pude alegrarme. Me sentí culpable.

Nunca imaginé que defender mis derechos contra un ser que durante años venía triturándolos fingiendo amabilidades y falsos aprecios podría originar un resultado tan grave. Mi única intención era poner los puntos sobre las íes, darle a entender que sus artimañas ya no eran para mí hechos desconocidos y que, en adelante, yo, la reina, dejaba de ser su amiga.

Eso era lo que yo había pretendido: acusar recibo de sus desafueros y darme por enterada de todo el daño que me había hecho. Nada más. Nunca pensé que podía herirlo de muerte al reprocharle mis propias heridas vitales.

De haber sabido que su corazón estaba enfermo, jamás hubiera adoptado con él una actitud tan drástica. Lo cierto es que aquella muerte fue sin duda alguna su mayor ataque a mi persona. A veces el destino se disfraza de ciertas actitudes que desvirtúan su condición de destino para convertirse en venganza. El hecho es que Viana continuó dañándome más allá de su vida.

En ocasiones los muertos pueden también vengarse de los vivos que se atrevieron a humillarlos por mucho que merecieran ser humillados.

A pesar de todo, lloré por él. Era como si su muerte me reprochase no haber sabido mantenerme a raya. Y dejar de ser reina, para ser únicamente una mujer dolorida y destrozada. No obstante, me escondí para llorar. Nadie supo que mi peor enemigo consiguió que mis ojos se llenaran de lágrimas al saberlo muerto. Fue un llanto parecido al de los sauces, cuando el relente nocturno les obliga a gotear. La oscuridad los protege de miradas insidiosas.

***

En ocasiones los motores del avión son como arrullos que invitan a cerrar los ojos y aislarnos de lo que nos rodea. Recuerdo ahora que en aquella época volar era una especie de heroicidad que sólo el primo de Alfonso, Ali de Orleáns, vaticinaba como un adelanto que andando el tiempo iba a servir para convertir el globo terráqueo en un mundo sin distancias.

No se equivocaba. Actualmente viajar en avión es vencer espacios, ganar horas y etapas rápidamente.

Pocos son los que ahora atraviesan el canal de la Mancha en barco. Volar suele ser una prioridad frecuente. Incluso se rumorea que pronto se construirá un túnel en el fondo del mar para que los coches puedan circular tranquilamente por tierra firme bajo el agua.

Madrid ya no tardará en ser la etapa de destino.

Solícita, la señora Rich me pregunta si deseo algo. Niego con la cabeza y le doy a entender que un cálido sueño me está invadiendo.