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Pero lo que deseo realmente es que me dejen pensar, que no interrumpan esa retahíla deshilvanada que se empeña en destapar mi pasado y darle a todo lo que se impone en mis recuerdos ese latir pausado que en la juventud nunca alcancé.

Solamente en la vejez cabe analizar los hechos con la serenidad que requieren para que sean verídicos. Repentinamente, vuelvo a los ambientes que marcaron mi infancia y mi adolescencia.

Pese al carácter rígido de la abuela Victoria, todo era grato en torno a nosotros, salvo los frecuentes brotes de decaimientos enfermizos que padecían mis hermanos pequeños, Leopoldo y Maurice.

En aquella época nadie conocía las graves consecuencias de la maldita enfermedad que muchos descendientes de la abuela Victoria padecían.

Los médicos andaban desorientados, lo achacaban al clima, a los alimentos, a debilidades producidas por causas desconocidas, pero nadie imaginaba que semejante enferme dad podía ser hereditaria hasta pocos años después de mi boda.

Cuando estaba ya casada, tuve noticias de que la reina Cristina de España había sido advertida de la probable tendencia de la familia de mi abuela a caer en postraciones físicas algo preocupantes, pero cuando trasladó a su hijo aquella advertencia Alfonso se limitó a sonreír y a tranquilizar a su madre: «Siempre hay agoreros dispuestos a destruir la felicidad».

Alfonso no podía concebir que aquella muchacha de ojos claros y cabello rubio que rebosaba salud y que tanto le había impactado pudiera estar enferma.

Se enteró de la verdad cuatro años después del nacimiento de nuestro primer hijo. La enfermedad se denominaba hemofilia y afectaba a los varones. Por eso yo, aunque como mujer podía transmitir esa enfermedad, no la padecía.

También el zarevich, nacido dos años antes de nuestra boda, por ser nieto de la reina Victoria tuvo la desgracia de ser contagiado de esa horrible dolencia que nadie sabía explicar en qué consistía.

Se supone que la palabra «hemofilia» significa «amor a la sangre»; sin embargo, el sentimiento que Alfonso y yo experimentamos y que tan sólido parecía fue vencido muy pronto por aquel maldito amor que tanto sangraba.

Muchas veces me he preguntado qué hubiera sido de nosotros sin la terrible amenaza de aquella enfermedad. En ocasiones las cosas que se empeñan en imponer actitudes drásticas y que se nos antojan inviolables acaban por esfumarse como un sueño desoñado y perdido en olvidos.

Ver y sentirnos impactados por lo que vemos no supone caer en aciertos. La vida me ha enseñado que la realidad no suele verse ni intuirse, ni nos alerta sobre la «nada» de las cosas que «son». La realidad casi nunca se ciñe a lo que imaginamos incombustible y visual. Tampoco es tajante. Suele llegar a nosotros a pequeñas dosis subrepticiamente, a escondidas y envuelta en silencios, y, lo que es peor, está dotada de herramientas capacitadas para horadar lo que consideramos fortalezas y causar derrumbes jamás esperados.

Nunca nos paramos a pensar que las rutas trazadas, guiadas por nuestros instintos y que lógicamente consideramos acertadas, puedan ser reversibles.

Me estoy viendo ahora en la plácida (aunque un tanto rígida) vida que la abuela Victoria nos imponía a mis padres, a mis tres hermanos y a mí.

No se me escapaba que, entre sus innumerables nietos, yo fui siempre para ella la preferida; no obstante, sus preferencias jamás llegaron a vencer la solemnidad y el empaque que la sombra de la abuela se empeñaba en proyectar en nuestra familia.

Todo era calculado para que la educación que nos daban se apoyara no sólo en el afecto que nos unía, sino también en las exigencias que requería nuestra manera de expresarnos. Las normas protocolarias podían más que nuestras espontaneidades.

Insistentemente, se revisaba con minuciosidad la forma de movernos, de hablar, de reaccionar. Nada escapaba a nuestras conductas cotidianas, por muy privadas que fueran.

Además, en la impuesta sobriedad de nuestro entorno se añadía constantemente la penumbra que, a modo de recuerdo, planeaba siempre por los castillos donde nos alojábamos, causada por la tristeza que arrastraba la abuela desde que el abuelo había muerto.

Nunca lo mencionaba sin que sus ojos se abrillantaran y el pañuelo recogiera las lágrimas de sus encogidos párpados, antes de que sus mejillas se humedecieran.

De vez en cuando, un suspiro nos daba a entender que la vida sin su marido era una losa demasiado pesada. Mi madre siempre decía que el matrimonio de sus padres había sido perfecto: «Se querían. Eran muy felices».

También el de mis padres lo era. Jamás presencié una discusión o un gesto ceñudo entre ellos. Antes al contrario, su compenetración se nutría de suavidades, atenciones, apoyos y cariño.

Tal vez por aquellos dos ejemplos, nunca disocié la felicidad de un enlace matrimonial. Siempre imaginé que la unión entre un hombre y una mujer que se querían era la soldadura más perfecta para garantizar un proseguir dichoso.

No obstante, su felicidad les duró poco. Yo tenía ocho años cuando mi padre murió.

Fue una muerte lejana, producida por fiebres malignas adquiridas en uno de sus viajes a Ghana.

De pronto, en nuestro entorno irrumpió la tristeza y el desencanto. Nada tenía sentido. Todo se volvía luto; hasta el aire que respirábamos era oscuro.

Lo que me rodeaba se volvía siempre acongojante y neblinoso. Nada prometía alegrías. Daba lo mismo que el día amaneciera radiante; enseguida alcanzaba categorías dolientes y sombrías.

Algo dentro de mí se rebelaba: no me resignaba a imaginar que la vida tuviera que ser siempre un reguero de desgracias.

Mi rebeldía se fue acrecentando cuando me hice mujer.

A veces me refugiaba en los libros. Me gustaba leer. En ellos descubría que, más allá de las desgracias, podía existir alguna brizna de felicidad; pequeñas alegrías que permitieran desvelar a su vez sentimientos desconocidos y apasionados que la vida me negaba.

Aunque las enseñanzas de la abuela y sobre todo su ejemplo de mujer recta excitaban la admiración que yo sentía por ella, no me dejaba llevar por el conformismo. Yo quería vivir lo que los libros que leía me hacían intuir; sueños y realidades que en el coto cerrado de la reina Victoria era imposible desarrollar. Sólo cabían en la imaginación.

Tal vez por eso, cuando yo era una adolescente (creo que aún no había cumplido los quince años), estuve a punto de enamorarme de mi primo segundo Boris, cuando nos conocimos en la isla de Wight. Algo me decía que yo le gustaba, pero mi corta edad le impedía demostrarme sus probables sentimientos hacia mi persona.

Al parecer, su intención era dármelos a conocer cuando yo entrara en sociedad. Entonces ni él ni yo podíamos sospechar que nuestros sentimientos, nunca expresados, pudieran ser destruidos y olvidados antes de nacer, debido a la llegada de un rey que, al cumplir yo diecisiete años, convirtió mi entrada en sociedad en una salida inevitable hacia una lejanía jamás sospechada.

Ignoro si lo que yo llegué a sentir por Boris fue realmente un amor verdadero o solamente un simulacro de ilusiones que la vida junto a la abuela había ido anulando poco a poco. Cuando nos vimos en Niza, hacía aproximadamente un año que la abuela Victoria había fallecido. Su muerte fue un luto más en las cavernas de los protocolos.

Era mucha mujer para no echarla de menos. Con ella se fueron infinidad de ritos, costumbres y sensaciones que en cierto modo abrían fosas inmensas en nuestro convivir cotidiano.

Pese al vacío de su triste deambular en una sillita de ruedas, debido al reuma que tanto la aquejaba, la reina Victoria ya no encajaba en nuestra nueva forma de vivir. Su ausencia permitió que pronto surgieran probabilidades inesperadas que ya no podían verse avasalladas ni influidas por el recuerdo de sus rigores.

¿Por qué negarlo? Varias fueron las fantasías que gracias a aquel primo mío nutrieron mis horas vacías pero también liberadas de muchas rigideces enterradas con la abuela.