Incluso el dirigente socialista Indalecio Prieto, siempre tan antidictatorial, el día primero de aquel mes hizo una clarísima condena del clima de violencia general que se vivía en España. Inesperadamente, se mostró partidario de formar un gobierno nacional moderado para zanjar tantas y tantas tropelías que se derramaban constantemente en la vida ciudadana.
Fue aquella proposición tan insólita lo que impulsó a José Antonio Primo de Rivera a proclamar que Prieto, al fin, se acercaba al falangismo que él lideraba.
También entonces, según me informaron, empezó a cocerse, en el anonimato, un alzamiento nacional para defender a España de tantos desastres internos.
En medio de aquel desbarajuste, el día 10 de aquel mes, fue nombrado Azaña presidente de la República. Eso sí, con la abstención de la CEDA.
Estoy viendo a Jaime llevándose las manos a la cabeza: «Ese hombre va a acabar con España», recuerdo que me dijo. Estábamos ambos en el jardín de su villa, junto a Rosario y los niños. Ya no eran pequeños. Eran adolescentes. En ellos no cabía aún el temor que entre los mayores constituía una constante pesadilla llena de interrogantes. Ni siquiera entendían lo que significaba una guerra. Ni sabían de intervenciones militares, ni de los vacíos brumosos que su país experimentaba. Lo único que comprendían era que su amiga Ena ya no era reina. Y que, gracias a ello, yo podía tratarlos como había tratado a mis hijos cuando eran pequeños. Por aquella época el azañista Santiago Casares Quiroga fue nombrado jefe de Gobierno sin perder su cartera de Guerra.
Todo se arremolinaba en extrañas maniobras letales. Nada parecía normal. Los días transcurrían insertos en desánimos. Lentamente, aquello que Alfonso había querido evitar iba aflorando sin que cupiera la probabilidad de frenar el alud de insensateces que España estaba padeciendo.
De pronto nos enteramos de que José Antonio Primo había ingresado en la cárcel. ¿Por qué? Nadie lo sabía. Probablemente por ser hijo de su padre.
Cuando me comunicaron aquella noticia, experimenté una especie de escalofrío. No podía olvidar el rostro amable de aquel hombre que tuvo la gentileza de acompañarnos, hacía ya cinco años, durante la noche del día 14 al 15 de abril, camino de un exilio que nunca fue un retorno oficial. El de ahora sólo ha durado cinco días. El General se ha dignado facilitar mi regreso a modo de un permiso particular, pero a condición de que fuera breve.
Y recuerdo a su padre, perdido ya en los reproches que poco después contribuyeron a derrumbar el trono de mi marido. Y me noto arrastrada por sensaciones autónomas que lentamente me iban introduciendo a la rebeldía.
Nada en aquellos momentos me parecía justo: de nuevo los disturbios, de nuevo los enfrentamientos contra la Guardia Civil y los campesinos revolucionarios. De improviso, la ley de desahucios rústicos: los ricos al infierno; los proletarios al saqueo.
Asustado por todo lo que ocurría, Largo Caballero propuso una dictadura del proletariado y, ya en los límites de los desafueros, Miguel Maura inició una campaña de prensa pidiendo desesperadamente una dictadura republicana. Así era España: un enfermo crónico que sólo podía curarse decantándose hacia los extremos.
De nuevo las huelgas, los terrorismos, las amenazas. De nuevo el horror de salir a la calle y de nuevo la Generalidad conspirando y reorganizando el separatismo con un Companys recuperado, reforzado con bríos nuevos y llevando una corona de flores a la tumba de Maciá.
Y la gente ociosa amparando aquellos estropicios.
«Las multitudes precisan carnaza para sentirse "algo"», recuerdo que Jaime me dijo. «Es muy triste pensar que en España el centro se convierte siempre en una entelequia.»
El ambiente se iba llenando de presagios que, por lo solapados, mantenían a los españoles en constantes vigilias henchidas de probabilidades adversas. Los bancos se iban despojando de cuentas corrientes, de alhajas en las cajas fuertes y de peticiones de créditos. En cambio la solicitud de pasaportes aumentaba.
Algo que no llegaba a definirse vaciaba las mentes de seguridades. Todo en cualquier momento podía constituir una hecatombe. La gente hablaba de salir del país. La densidad propia de unas hostilidades desaforadas lo estaba exigiendo. No obstante, el desbarajuste que flotaba en el ambiente todavía no se denominaba guerra. Lo que se temía era una revolución: algo que podía resultar brumoso y molesto, pero no definitivamente agresivo; y por supuesto fácilmente atajable.
En cuanto a mi estado de ánimo, debo confesar que no sólo me abrumaba y me dolía lo que estaba ocurriendo en aquella tierra ya perdida para mí (aunque eso sí: clavada en el dolor de lo que se ha perdido), sino que se abría una brecha grande en algo que podía afectar la suave cotidianidad en Fontainebleau.
También allí comenzaba a formarse una nube que mermaba mi plácida convivencia con los Lécera.
Era difícil definir la causa. Aparentemente todo seguía igual. Era como si los sentidos se fueran paralizando sin saber exactamente cuál era el motivo de aquel tullimiento, todavía inserto en extraños presentimientos que dolían sin saber por qué. Me notaba confusa. ¿En qué consistía aquella nueva desazón?
Lo supe dos meses después, cuando julio se hallaba ya asentado en los calores veraniegos y la patria perdida decidió suicidarse partiendo en dos las causas de su inmolación.
Instalada junto a mi hijo Juan y mi nuera María, emprendemos el recorrido hacia el aeropuerto de Barajas. Los duques de Alba nos siguen en otro coche.
El día ha amanecido sin nubes. Dicen que mi vuelo a Niza será arropado por un sol que el retorno a España me negó. A veces los soles fingen ser cicateros, pero no engañan. Pese a todo, mi llegada a España, aunque llovía, fue el día más soleado de mi existencia.
Recuerdo hasta qué punto las multitudes cercaban el aeropuerto con gritos alentadores que desde las terrazas del edificio llegaban a modo de oleadas a mis oídos, alterando las cuerdas más sensibles de las emociones que no se esperan.
«Está lloviendo en España, Señora», me dijeron antes de que el avión aterrizara. Pero cuando llegué sólo fue un lagrimeo muy emotivo que el cielo me dedicaba. Las emociones de las multitudes también pueden ser reflejos estallantes de una gran luz. Y Madrid fue, desde mi llegada, un constante rebrote de iluminaciones añejas que se empeñaban en recobrar el esplendor perdido.
Cinco días. Sólo cinco días han bastado para comprender que las noches únicamente oscurecen totalmente cuando el recuerdo adverso las empaña. Y el mío ha sido un constante clarear oscuridades que ya duelen sin herir. Los años son los grandes sedantes que aplacan y adormecen las inesperadas hecatombes de la vida.
Dentro de poco saldré de España seguramente para no volver. No obstante, comprendo claramente que, pese a todo lo que pueda ocurrir más allá de mi adiós definitivo, el país que voy a dejar será siempre mi patria.
Aquí me casé enamorada, aquí nacieron mis hijos, aquí sufrí desengaños, experimenté alegrías y me abrí a nuevas esperanzas. Aquí traté de conseguir mejoras para los más necesitados; organicé infinidad de instituciones para atender a los que sufrieron la guerra de Marruecos; aquí le pedí a Alfonso que aboliera la pena de muerte (desgraciadamente sin resultado); aquí supe de traiciones y mentiras, pero también conocí goces y placeres que me permitieron seguir adelante.
De hecho vivir es eso: convertir las noches en días soleados y los días en amaneceres. Ignoro lo que me espera después de mi adiós a esta tierra.
Tal vez me introduzca en la tarde. Dicen que «En el atardecer de nuestras vidas seremos examinados en el amor». Seguramente ese amor que el ser humano se desvive por conocer cuando en realidad sólo podremos conocerlo en su totalidad cuando lleguemos al declive, es decir, al «atardecer».
Cinco días. Sólo cinco días es un lapso suficiente para reconstruir lo esencial de la vida. ¿Cuántos se necesitarán para reconstruir la muerte?