En el norte también se habían enfrentado bajo el peso de la república vasquistas y anarquistas. Todo era un puro caos. Por fin, tras varios enfrentamientos, las tropas del general Mola lograron conquistar Irún, lo cual imposibilitaba que las fuerzas rojas vizcaínas pudiesen comunicar con la frontera. El frente del norte era prácticamente nacional.
Fue entonces cuando Jaime se decidió a hablarme claramente.
Septiembre comenzaba a envejecer. Ya no era un mes joven. Se notaba su decadencia en la sequedad de las hojas, en las ventiscas nocturnas y en la cortedad del día.
El calor ya no era ardiente; sencillamente caldeaba tibiamente cuerpos y almas.
Las noches eran mucho más noches. Y los días eran noches prenunciadas. Recuerdo que Rosario estaba con nosotros y que repentinamente lanzó una excusa para dejarnos a solas.
Comprendí por su forma de actuar que algo todavía no aclarado entre Jaime y yo se estaba imponiendo cada vez más. Llevaba ya varios días notando que aquella nueva imposición iba a regir nuestras vidas y transformarlas definitivamente. De hecho, aunque de un modo difuso, venía presintiéndolo desde que la guerra había comenzado. Era como la amenaza de una sombra dura que, a medida que pasaba el tiempo, se agrandaba.
Comprendí también que Rosario conocía ya lo que Jaime iba a plantearme cuando nos dejase a solas.
Estábamos sentados en la sala de estar frente al ventanal donde el atardecer iba adquiriendo matices nocturnos.
Súbitamente, se levantó para acercarse al carrito de las bebidas.
– ¿Te sirvo un whisky, Ena? -preguntó.
– No, gracias -dije. Presentía que lo que íbamos a abordar precisaba una gran entereza.
Aunque su oferta parecía normal, arrastraba presagios que sin duda alguna iban a destruir algo importante entre nosotros. Lo venia intuyendo desde que Rosario, pretextando excusas, nos había dejado solos.
Recuerdo ahora la expresión de Jaime mientras avanzaba hacia un sillón con el vaso en la mano. Respiró hondo, sorbió un trago y dejó el vaso en la mesita contigua. Luego apoyó sus codos en los muslos y medio incorporado me miró fijamente.
– Escucha, Ena. -Asentí en silencio. Sabía ya lo que iba a decirme-. La vida no es cómoda -empezó a explicarme-. Todos debemos purgar de algún modo los errores que cometemos. -Y como viera que yo continuaba expectante, añadió-: Con frecuencia lo que llamamos felicidad, si llegamos a alcanzarla, se escapa de nuestras manos. Es como si la felicidad fuera siempre un elemento resbaladizo que en vano tratamos de retener. -No le interrumpí, pero tras un breve silencio Jaime continuó hablando-: Desde que nos conocimos hace ya siete años, tú para mí fuiste mucho más que una reina bellísima: comprendí enseguida que tras aquella belleza radiante había una mujer extraordinaria que sufría, que sabía dominar sus desfalcos a golpes de resignación. -Jaime tragó saliva. Su voz perdía fuerza, pero pronto recuperó la suavidad que caracterizaba nuestras habituales charlas-: Tú sabes hasta qué punto me enamoré de mi reina -bromeó-. Tardé en confesarlo para no perderte. La idea de separarme de ti o de que pudiera ocurrirte algo grave fue lo que me impulsó a acompañarte cuando saliste de España. Por nada del mundo ni Rosario ni yo hubiéramos optado por lo que muchos otros eligieron. Dejarte en aquellos momentos hubiera sido para nosotros un verdadero expolio retrospectivo, un haber abusado de tu amistad siempre entrañable y, sobre todo, la pérdida más dolorosa de un valor humano irrepetible.
De nuevo el silencio. Evoco ahora las manos de Jaime mostrando sus palmas como si pretendiese abarcar un pasado muy apreciable que jamás volvería a ser presente.
– Sin embargo todo lo que entonces parecía inmutable ha dado un vuelco -continuó diciendo-. La república no sólo está cultivando la tierra española de ideales destructivos y fanatismos comunistas, sino que está introduciendo en ella la cultura del odio, de la falta de fe, de todo lo que puede ridiculizar y lastrar a las personas que siempre fueron religiosas. Se las degrada, se las humilla y por si fuera poco se las asesina. A los niños se les enseña a cantar por las calles: «No queremos catecismo. Queremos comunismo». -Y tras un silencio continuó explicando que en las vías principales de las ciudades se exhibían retratos gigantes de Stalin y de Largo Caballero, como los nuevos dioses que podían salvar al país-. España ha enloquecido, Ena: la Internacional es ya el himno nacional. La bandera republicana se coloca al lado de la bandera roja. Para colmo se han hecho fotografías de un grupo de milicianos en actitud de fusilar la imagen del Sagrado Corazón que tu marido instaló en el Cerro de los Ángeles.
Le contesté que ya lo sabía. Aquella misma mañana uno de los exiliados me lo había explicado al salir de la iglesia.
– También me han contado que han acuchillado centenares de crucifijos, que las imágenes de la Virgen han sido profanadas y que para colmo se han atrevido a desparramar por tierra las sagradas formas a fin de pisotearlas.
Jaime respiró hondo y añadió:
– Ésta no es nuestra España. Esto es una burda sucursal de Rusia.
Intentaba bromear pero no podía. La sonrisa se le iba apagando en la tristeza de los ojos. Se levantó de nuevo para servirse otro whisky. Con el vaso en la mano y mirándome fijamente, exclamó de repente:
– ¿Sabes ya hasta qué punto me noto angustiado?
Asentí. Pensé: «Lo que temía ha llegado». Estaba allí entre nosotros. Camuflado de normalidad pero desgarrando todas las normalidades del mundo.
Hubo un silencio profundo que sólo violaba la respiración de Jaime. Dejó el vaso sobre la mesa y cruzó las manos. Enseguida añadió:
– Mira, Ena, lo que voy a decirte va a dolerte. También a mí me duele decírtelo. Pero lo que hurga nuestra conciencia duele todavía más si no ponemos remedio. La estancia en Fontainebleau ha sido lo más hermoso de mi vida. Ojalá pudiera prolongar nuestro convivir para siempre. Pero cada día que pasa noto que estoy pisando en falso. Soy español y España está en guerra. Una guerra que si la ganan los nacionales seguramente permitirá tu regreso al trono. -Y tras un lapso breve añadió-: Todavía soy joven y mi deber es presentarme a la junta de Burgos para lo que pueda ser útil.
Lo sabía. Tenía la convicción de que Jaime no podía reaccionar de otro modo. Tal vez por eso su personalidad me había atraído siempre tanto.
– Estaba convencida de que no ibas a tardar en confiarme lo que me has dicho -le contesté-. Creo que de no haber reaccionado como lo has hecho, el Jaime que yo admiraba se hubiera desmoronado.
Jaime dejó de nuevo su vaso en la mesa. Se levantó del asiento, cogió mi mano y la besó con gran respeto.
– Ignoro lo que nos depara el destino -me dijo-. Pero, pase lo que pase, tú para mí seguirás siendo la mejor reina del mundo durante el resto de mi vida.
Instalados en el coche, emprendemos el camino hacia el aeropuerto, mientras se desliza sobre una autopista recién estrenada que facilita premuras y evita pérdidas de aviones.
Recuerdo que cuando nos exiliamos los aeropuertos españoles se denominaban aeródromos, y su acceso a ellos, por la escasez de tránsito vial, sólo merecía una carretera vulgar.
Qué lejos queda ya todo lo que cuando salí de España dejé atrás. Hoy Madrid es una ciudad que, aunque todavía despegada del resto de los países, no deja de ser una capital importante.
Los años han reducido su necesaria carrera hacia lo que llamamos progreso, pero es indudable que han estabilizado a un país que se estaba muriendo de retroceso, especialmente tras finalizar la guerra. Según me dijeron, la ciudad era una escalofriante metrópoli convertida mayoritariamente en un núcleo de ruinas.
Comprendo que, aunque todavía la nostalgia de vivir aislada de la que fue mi verdadera patria me atosiga y entristece, el viaje de regreso a Niza pondrá punto final a mis sueños ya archivados en la caja fuerte de lo imposible.