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El tren arrancó a las ocho y media para llegar cuarenta minutos después a la estación de Lyon. Fue en aquella estación donde nos despedimos. Ellos debían trasladarse al tren que conducía a Biarritz y yo debía dirigirme a El Havre, para embarcar en el Queen Mary rumbo a Nueva York. Recuerdo que la Gare Lyon olía a humo, a humedad y a multitudes.

La servidumbre de los Lécera se encargó de su voluminoso equipaje y mis doncellas del mío.

Los trenes de entonces circulaban con carbón y los avisos de llegada y partida pitaban desde el vagón del maquinista, echando soplos grises con sonidos agudos.

Al descender del tren, nadie reparó en nosotros. Había grupos de recién llegados que se unían nerviosos a los que se apeaban del tren. Había franceses, había españoles y había infinidad de maleteros que llevaban sobre sus espaldas maletas y bultos. Había también cargadores que transportaban baúles a precios ruinosos en carretas conducidas por ellos. Y había sonrisas, exclamaciones, entusiasmos y algún llanto; todo ello envuelto en una atmósfera plagada de instantáneas tristes y alegres.

De pronto vi que los niños correteaban entre la gente que invadía el andén y que Rosario corría tras ellos para evitar algún desaguisado. La institutriz se hallaba ocupada en agrupar y cuidar de que no faltase ningún bulto. Durante unos instantes Jaime y yo quedamos frente a frente, rodeados de una inmensa multitud.

– No sé qué decirte, Ena -murmuró-. De ahora en adelante todo va a ser un arcano. No sé ni siquiera si podré comunicarme contigo. A lo mejor me destinan al frente. A lo mejor… -Le tapé la boca con mi mano. La llevaba enguantada y él, lentamente, la fue despojando para besarme la palma-. ¿Puedo quedarme este recuerdo? -me preguntó enseñando el guante-. Huele a ti. Huele a la mujer más valiente y honesta que he conocido en toda mi vida.

No me abrazó. En aquel tiempo el abrazo público entre un hombre y una mujer sin lazos familiares podía suponer un acto de mal gusto. Además cabía la probabilidad de que entre el remolino de gentes que nos rodeaba pudiese haber alguien capaz de reconocerme.

– De cualquier forma lo que he sentido por ti y continúo sintiendo va a durarme toda la vida -prosiguió diciendo Jaime. Aunque sus frases, pronunciadas con voz muy baja, trascendían por encima de aquel ambiente cada vez más ruidoso, de pronto se dejaban vencer por el bullicio que nos rodeaba. Era difícil saber lo que me decía; pero bastaba oírlo para que lo que decía venciese cualquier rumor bullicioso.

Mis pensamientos se estancaban en aquella voz. Aunque sufría por la despedida, un goce extraño estaba presidiendo la tristeza de nuestra despedida.

Oír su voz era mucho más que ver su mirada abrillantada y la sonrisa de siempre truncada en desaliento.

– También yo te recordaré -le dije con voz entrecortada. Me llevé la mano desenguantada a la boca y le mandé un beso disimulado con algunos centímetros de distancia. Era consciente de que en adelante, con todo lo que la vida pudiese depararme, el recuerdo de Jaime jamás iba a disolverse.

– Intentaré volver a verte cuando termine la guerra. Mientras tanto haré lo posible para conectar contigo -continuó diciendo él.

Pero mientras me hablaba yo sabía que las guerras no admiten propósitos ni ofrecen promesas, y, sobre todo, que cualquier proyecto pende siempre de un hilo colgado de una imposición impensable.

– Adiós, Jaime. No quiero ver cómo subes al tren para marcharte, prefiero irme yo -le respondí, y enseguida añadí-: Cuídate, por favor. Sigue viviendo. -Y me volví de espaldas para iniciar mi camino hacia el adiós definitivo.

Mientras me alejaba vi a Rosario que llegaba seguida de los niños. Nos despedimos con un abrazo; besé a sus hijos y salí de la estación donde un coche me esperaba para trasladarme al puerto de El Havre.

Caminaba despacio. Era un andar difícil, como si algo ralentizara mis pies.

Luego.

A partir de entonces, todos los «luegos» de mi vida empezaron a convertirse en pasado.

***

En el salón de honor del aeropuerto me esperan mi familia entera con infinidad de personalidades madrileñas y autoridades enviadas por Franco para despedirse de mí.

El jefe de Estado no comparece ni comparecerá. Empeñado en no permitir que mi viaje a España sea un evento oficial, sino un hecho puramente familiar, ha convertido mi estancia en España y mi regreso a Francia en una simple visita oficiosa al enviar al ministro del Aire para representarlo.

Pero a veces los empeños más trabajados y meditados no sólo fracasan, sino que se transforman en sus propios enemigos.

Lo percibo a medida que la autopista va quedando atrás y el área del aeropuerto se convierte en la boca de un hormiguero gigante de gentes que aguardan mi llegada.

De nuevo banderitas españolas agitándose a mi paso, y los estallantes «Viva la reina» y los aplausos de desagravios que yo, cuando salí de Niza, ni siquiera pude imaginar.

Pero ahí están ahora todas las vilezas de antaño vencidas; todos los miedos de aquella madrugada de abril, esfumados, y todas las repulsiones contra la realeza transformadas en augurios y esperanzas que, por lo irreversibles, duelen más.

No debo engañarme: de nada valdrá que el pueblo me aclame. El General está convirtiendo estos clamores en un amor imposible. Su rechazo a restaurar la monarquía parece evidente.

Al bajar del coche los gritos de entusiasmo aumentan. Me vuelvo hacia la multitud y agito el brazo para saludar a la masa de gentes que continúa vitoreándome.

Mis nietos Juanito y Sofía, junto con mi hijo Juan, me desembarazan de los ramos de flores que me ofrecen.

Tras la salida del salón de honor para dirigirme al avión, de nuevo escucho el inmenso trueno de elogios que el pueblo me brinda.

Allá en lo alto de las terrazas, miles de personas apostadas siguen aclamándome.

En el avión se encuentran ya el doctor Nicod, Petra, Pilar y la señora Rich.

Antes de subir por la escalerilla le doy un abrazo a mi hijo Juan.

Los aplausos persisten. Me aclaman. Me piden que regrese para quedarme.

Ya en lo alto y desde la pequeña plataforma junto a la puerta, me vuelvo hacia la multitud y agito de nuevo el brazo entre sonrisas y lágrimas.

Trato de gritar: «Adiós, España», pero la voz se me trunca, las cuerdas vocales me fallan y el lagrimeo se desliza descaradamente por mis mejillas.

Adiós, España; adiós, juventud desgranada en tu tierra; adiós, garantías malogradas en falsas promesas de felicidad, pero también en muchos sueños realizados, en proyectos constructivos cumplidos y sobre todo en el amor precintado que yo he experimentado por ti, jamás desprecintado por tus devaneos políticos.

Aturdida, avanzo por el pasillo del avión y me instalo en la butaca. Mis compañeros de viaje me preguntan cosas que de puro emocionada no entiendo, me animan, me dicen que a lo mejor los matices actuales pueden cambiar. Pero algo muy sensato me confirma que España sólo podrá ser para mí un gran recuerdo sin futuro, un clamor lejano y una especie de enfermedad incurable.

Tan incurable como la enfermedad que constantemente apuntó sus armas contra la sangre de mis dos hijos Alfonso y Gonzalo.

Me estoy viendo ahora embarcando aquel otoño maldito en el Queen Mary rumbo a Nueva York. Alfonso se hallaba en un hospital de aquella ciudad porque precisaba una transfusión de sangre.

Me quedé con él una temporada. La guerra de España hacía escasamente tres meses que había empezado y yo acababa de despedirme de los Lécera en la estación de Lyon, en París, porque se dirigían a Biarritz para cruzar la frontera española.

Estar al lado de mi hijo en aquellas circunstancias fue para mí una especie de terapia. Si él me necesitaba, yo en aquellos momentos lo necesitaba a él.