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En cierto modo, Alfonso se unificaba como ninguno de mis hijos a mis propios desfallecimientos. Él por sufrir las constantes amenazas que su enfermedad le causaba y yo por unificar mis propios desencantos a su constante sufrimiento. Cuando nos encontramos en el hospital, me miró fijamente tras un gran abrazo y me dijo: «Mamá, te veo distinta. Estás muy delgada».

Procuré disuadirlo.

Si el dolor de un hijo debe ser consolado por una madre, los dolores de las madres deben callarse y convertirse en cualquier pretexto para no aumentar el dolor del hijo.

¿Cómo cansar a mi pobre enfermo, tan cargado de agobios, sólo para desahogarme?

Traté de desviar mis decaimientos hacia los horrores de nuestra guerra: las muertes indiscriminadas, los sacrilegios, los expolios ilegales, las matanzas sin más pretexto que el odio.

Aquella vez Alfonso, aunque de nuevo enfermo, no estaba grave. La transfusión de sangre y su aislamiento de la cubana conseguían que mi presencia fuera un incentivo grato para él.

Comentamos el asedio del Alcázar de Toledo y la valentía del general Moscardó cuando le propusieron canjear a su hijo a cambio de entregar el Alcázar, plagado de mujeres, niños, hombres, viejos y gentes totalmente indefensas.

«Según tengo entendido, el general Valera los ha liberado pero la muerte del hijo de Moscardó ha sido inevitable. Al parecer era un reo de los rojos y Moscardó se negó a entregar el Alcázar, aun a costa de perderlo.»

Alfonso se complacía con mis relatos. Le gustaba verme tan enterada de lo que ocurría en España. Decía que en Estados Unidos todo se trastocaba. «Azaña para los americanos es un presidente legal y los militares sublevados están on the wrong side

En efecto, nadie allí sabía que la república que lideraba Azaña era un sangriento amasijo comunista. «Tal vez algún día lleguen a saberlo», le dije. De momento tanto los escritores como los políticos continúan considerando que los que admitían aquella república eran los leales.

Recuerdo que mientras yo estaba en Nueva York, la junta de Burgos eligió a Franco «Generalísimo de los Ejércitos y jefe del Gobierno del Estado Nacional».

Aquella noticia fue un soplo de esperanza para la monarquía. Nadie ignoraba que aquel joven general era monárquico. Y que, sin duda, la finalidad de su rebelión consistía en devolver el trono a mi marido.

En aquellos momentos todo parecía diáfano. Nadie sospechaba las intenciones de Franco.

Pero si Azaña cometió el error de instalarse en el Palacio Real pavoneándose de su triunfo contra la monarquía, Franco empezó a desprestigiarse cuando comenzó a circular bajo palio por las calles de la España conquistada mientras nos obligaba a creer que el Estado español era una monarquía sin rey. No obstante, han pasado ya treinta y dos años desde el inicio de la guerra, Alfonso ha muerto y mi hijo Juan ya no sabe qué ocurrirá en España cuando Franco muera.

¿Qué tendrá el poder que tanto limita la mentalidad humana? Nadie más obcecado que los que obstruyen parcelas alentadoras para desalentar. Pero el poder es fruto de una altura vertiginosa que no admite criterios sensatos. Lo esencial es mantenerse en él a costa de lo que sea. Y si ese «a costa» consiste en permanecer firme en su puesto de mando, aunque caigan rayos de fuego y lluvias de plomo, la cuestión es no moverse del puesto aunque el mundo se derrumbe en su entorno.

«Algo así como la intervención de Goliat», le dije bromeando a Alfonso. «No le importó morir derrumbado si los filisteos se derrumbaban con él. Con Franco ocurre lo mismo. Morirá pero ¿será España un país estable, sensato y dueño de una libertad serena, o volverá a las andadas y caerá en los extremos para acabar muriendo entre las libertades vergonzosas que Franco atajó?»

Era difícil saberlo. El tiempo pasa deprisa y, con él, se lleva recuerdos prestos a frenar derrumbes que, por haber sido ignorados, causan repeticiones y desfalcos parecidos a los que van quedando rezagados en el olvido.

Permanecí en Nueva York con mi hijo ya recuperado bastantes días. Si él me necesitaba, también yo lo necesitaba a él. Mi vida entonces era un continuo interrogante. Sabía que en adelante mi existencia iba a dar un cambio radical. Se acabó mi supuesta estabilización, se acabó aquel dejarme balancear sobre una hamaca de comprensiones y ayudas. La soledad se me iba introduciendo minuciosamente en un futuro demasiado cercano.

La guerra en España en aquellos momentos era casi un dolor secundario para mí. Lo que entonces primaba era aquel extraño vacío que me auguraba una nueva soledad.

En ocasiones la soledad no precisa compañía: precisa comprensión, sabernos apoyados, derramar sobre el hombro de alguien cualificado nuestros momentos oscuros envenenados de tristezas.

Estar junto a mi hijo me ayudaba a mostrarme fuerte, pero en realidad era su extrema debilidad lo que me obligaba a serlo.

Por eso, mientras estuve con él me mostré siempre equilibrada, serena y casi olvidada de que en España había guerra. Fue al despedirme de Alfonso, ya muy repuesto, cuando comencé a flaquear. No era culpa de un mal presentimiento. Llevo ya mucho tiempo sin creer en ellos.

Casi siempre «presentir» es una forma de prepararse a soportar lo que seguramente no va a ocurrir.

A decir verdad, en aquellos momentos no «presentía». Únicamente me notaba disgregada en un futuro que no sabía cómo podría encauzarlo.

Recuerdo que al llegar al puerto de Nueva York para regresar a Southampton, Alfonso me daba ánimos: «Todo acabará bien, mamá». «Todo se arreglará», me dijo. «Si la guerra la ganan los nacionales, volveremos a España», añadió sonriendo.

Parece que lo estoy viendo: se había recuperado y nadie hubiese podido imaginar que aquella vida suya, tan necesaria para mí, pendía de un hilo.

Lo abracé como siempre, procurando no dañar la fragilidad de su cuerpo.

Murió dos años después, sin más compañía que la de una persona desconocida, que siendo una prostituta era también una mujer buena: lloró por él desconsoladamente. Se llamaba Mildred y yo la quise como se quiere el halo que nos dejan los seres queridos al marcharse.

En cambio yo ni siquiera pude verlo muerto. Llegué a su lado demasiado tarde.

***

Escucho el sonido de la portezuela del avión cuando se cierra. Dentro de poco emprenderemos el regreso a Niza. El capitán nos anuncia, por el altavoz, minucias propias del viaje que vamos a emprender.

De nuevo las atenciones de los que me rodean aumentan mi necesidad de quedarme sola, de hablar conmigo misma y tratar de comprender los múltiples enigmas que fuerzan al ser humano a comportarse en una constante contradicción vivencial.

Todo en nosotros es puro humo, pura veleidad, nada es totalmente sólido y rotundo. Ni siquiera esa gran despedida de gentes anónimas lo es.

Seguramente la multitud que acaba de despedirme, al disgregarse, no será más que pequeñas parcelas de un voceo enorme sin la menor solidez.

Más de una vez he pensado que la excitación que se produce en las aglomeraciones que acabo de presenciar es porque las gentes sencillas precisan aunar su sencillez con grandes masas anónimas para decirse a sí mismas: «Yo estaba allí», «Yo era alguien». Pero ¿qué significa ser alguien? Ni siquiera los que como yo fueron considerados importantes somos seres «distintos» de los demás. El doctor Nicod conoce a fondo mis pobrezas físicas, mis tristes miserias internas y mis debilidades humanas.

La vida en la tierra, por larga que sea, siempre es corta, siempre se queda a medio realizar.

Lo único que nos llena consiste en recordar: sacar a flote pasados perdidos que fueron engullidos por futuros que también acabarán siendo pasados.

No obstante, no cabe duda de que, mientras les recordamos con detalle, les estamos dando vida. Los recuperamos. Es una forma de arrancarlos del sepulcro donde la fatalidad humana los encerró para, en cierta medida, resucitarlos.