Era agradable imaginarme querida por un hombre como él. En la primera juventud nunca se analiza lo que nos impacta. La ilusión se impone al modo de un relámpago que nos abstrae y nos deslumbra. No importa la brevedad de su impacto. Lo esencial consiste en comprender que algo desconocido ha llenado nuestras entelequias plenamente. Su fugacidad no es dañina. Al contrario: es precisamente esa fugacidad lo que nos permite creer que nuestra integridad es inmune al extravío. Y que, gracias a ella, difícilmente nos equivocamos en los asuntos esenciales.
Pese a todo, cuando regresé a Londres, lo que yo denomino «la cultura de la ignorancia», es decir, ese «saber que únicamente admite desconocimientos», logró que el primo Boris se borrara pronto de mi mente. El hecho fue que la corte inglesa, al recibir al rey de España, abrió muchas puertas a mis olvidos. Boris se iba desvaneciendo en cada festejo que se organizaba en honor de Alfonso, en los nuevos ojos que me miraban y sobre todo en cada descubrimiento que la vida adulta me ofrecía.
Creo que mi desvío de Boris comenzó cuando después de la muerte de la abuela, y aproximadamente dos años antes de conocer a Alfonso, mi tío Eduardo organizó una gran fiesta para celebrar mi entrada en sociedad en Buckingham Palace.
Recuerdo que, por ser yo la homenajeada, quiso que mi asiento estuviera junto al suyo y al de la reina. Todo en aquel acontecimiento adquiría una nueva dimensión para mí. En cierto modo, aquel honor era como una especie de ensayo general para un porvenir que entonces no podía sospechar.
Debo admitir que aquel festejo fue una suerte de acumulaciones mágicas que durante algún tiempo me obligaron a imaginar que la vida era algo radiante, amable y desprovista de vacíos. No podía suponer que lo que viví aquella noche era sólo un soporte que amenazaba ruina.
Incluso ahora lo estoy viendo ya como un pequeño relámpago sin tormenta. Es decir, sin la parafernalia grandilocuente de un acontecimiento glorioso.
Por si fuera poco, mi entrada en sociedad se prolongó ampliamente cuando mi madre organizó un baile en la isla de Wight para reafirmar lo que su hermano, el rey, había iniciado en Londres.
Pienso ahora en la inutilidad de aquellos boatos, tan lejanos de lo que supone ahondar en las realidades de la vida. Nunca se experimenta de verdad lo que las costumbres grandilocuentes se empeñan en demostrarnos como algo sólido y detenido en un tiempo sin evolución. Pero la vida evoluciona y en ocasiones causa graves hecatombes, siempre sorpresivas.
No. El tiempo no perdona. El tiempo jamás detiene felicidades o placeres. En cualquier caso los encarcela. Es decir, los transforma en esperanzas que nunca se cumplen en su continuo vagar hacia lo venidero.
Ser joven es eso: desconocer que nada permanece igual en las imposiciones que nos ofrece el mañana. Ignorar que los riesgos futuros siempre andan al acecho. Y que desconocer esa realidad o cerrar los ojos para no verla es caer en trampas inesperadas.
Todo cambia. Nada es exactamente lo que en algún momento dado consideramos eterno.
Recuerdo ahora las clases que recibía durante mi adolescencia.
Por ejemplo: cuando se abordaba nuestra religión anglicana, nunca se especificaba con exactitud que sus orígenes habían sido católicos. Y, por supuesto, el breve reinado de María Tudor casi siempre se mencionaba como un hecho fortuito que nada bueno y constructivo podía aportar a nuestro país.
La reina importante era, en la historia que nos contaban, Isabel I, hija de Enrique VIII y de Ana Bolena, su segunda esposa. Pese a haber violado la decisión del papa de no anular su matrimonio con Catalina de Aragón, Enrique decidió que, si el pontífice no disolvía su matrimonio con la española, él, siendo rey, tenía la facultad de divorciarse para casarse con la mujer que amaba.
Lo que yo no entendía era por qué motivo, entre nosotros, el divorcio era una institución tan mal vista y desaprobada, siendo esa ley la raíz directa de nuestra religión inglesa tradicional.
Tampoco me cabía en la cabeza que repentinamente todos los papistas fueran reos abominables, acreedores de castigos y torturas y merecedores de ser desposeídos de todos sus bienes cuando Enrique VIII rompió con el papa y se nombró a sí mismo jefe de la Iglesia en su propio país.
¿Por qué? Las respuestas siempre eran ambiguas, desrazonadas y poco convincentes.
Para los historiadores de entonces Tomás Moro fue un traidor, y María Tudor (la superviviente de los cinco hijos de la reina española Catalina), una reina ilegítima porque su madre se había casado con el rey después de enviudar de su hermano. Condición suficiente para anular la boda. La dispensa del papa no contaba para Enrique VIII, la desobediencia tampoco. Lo legal era considerar a Enrique jefe absoluto de la Iglesia recién amoldada a sus propias conveniencias y, como consecuencia, el verdadero reinado pertenecía a la hija de Su Majestad y Ana Bolena, la extraña soberana Isabel I.
Nada importaba que su madre (la causante de tanto estropicio) hubiera acabado su vida decapitada y odiada por su marido. El partidismo era ya una institución. Y los católicos sólo merecían desprecio y lejanía. Por si fuera poco, surgió el escándalo del sacerdote John Henry Newman, que no sólo se convirtió al catolicismo, sino que llegó a cardenal. Hombre santo y muy influyente durante el siglo XIX.
Fueron tal vez esos amagos de dudas lo que, al cambiar yo de religión, contribuyeron a consolidar mi cristianismo, y, lejos de considerar que con mi boda traicionaba una fe tradicional en mi familia, tuve la impresión de reafirmarme en el acierto de aceptar una verdad que ignoraba. Fin de suspicacias y de recelos. Todo fue ampliamente especificado en la realidad de la historia.
Aquello fomentó en gran parte las largas charlas que había sostenido con mi madrina de bautismo, Eugenia de Montijo. Ella era católica convencida y, ya antes de conocer a Alfonso, en nuestras disquisiciones siempre quedaba pendiente un interrogante que, acaso para no lastimar mis sentimientos, jamás intentó aclarar. Nunca se mostró sectaria y opuesta a las propuestas anglicanas. Su única demostración de lejanía con nuestra religión consistió en no asistir a mi bautizo a pesar de ser mi madrina.
Lo cierto es que conocer las nuevas normas religiosas no avasalló mi fe. Al contrario, la reforzó. De ahí que cuando me propusieron casarme con un rey católico y me plantearon la condición sine qua non de convertirme al catolicismo no me sentí obligada, ya que aquella condición fue siempre para mí una verdadera «convicción».
Fue esa convicción la que me llevó a conocer la verdad sobre mis ascendientes Isabel I y María Estuardo de Escocia.
Ambas eran primas como Bee y yo. No obstante, la historia que tuve ocasión de conocer, cuando la recordaba, siempre me dejaba un regusto amargo.
Desde la distancia, ambas reinas se mostraban muy afectuosas, amables, deseosas de ayudarse mutuamente. Sus cartas rezumaban cariño, apoyo y un gran deseo de conocerse personalmente.
Nunca se vieron. Ni siquiera cuando María Estuardo tuvo que refugiarse en Inglaterra convencida de que su prima iba a ayudarla.
Pero la decapitó.
Lo hizo como si el hecho de matar a su «querida» prima fuera un acto legal, justiciero y doloroso para ella.
Por si fuera poco, Isabel lloró su muerte como si la sangre que las unía se encabritara en su propio cuerpo.
Tal vez en el fondo de sí misma, al verse al fin liberada de una mujer que podía hacerle sombra y reclamar posibles derechos, no supo frenar sus instintos, ni maliciar dobleces.
Quizá incluso llorara como yo lloré por Bee cuando murió. Y como todas las mujeres en las que (pese a haber sido traicionadas) ciertos repliegues que se niegan a desaparecer de la mente producen cosquilleos en los ojos prenunciando lagrimeos acaso reales, o tal vez ambiguos. Nunca se sabe la profunda veracidad que entrañan nuestras reacciones.
Los altavoces del avión Caravelle anuncian que acabamos de entrar en España y que estamos a punto de sobrevolar Barcelona.