Pensar es unificar presente con pasado. Y también tratar de extraer consecuencias para programar el futuro, aunque a veces el futuro nos entierre antes de lo que suponemos.
El motor de los aviones ruge ya mientras se desliza por la pista a punto de arrancar el vuelo. Me pregunto cómo hubiera reaccionado la abuela Victoria si en su época las grandes distancias se hubieran acortado hasta el punto de trasladarse de un continente a otro durante un escaso puñado de horas. Lo hubiera considerado diabólico.
Recuerdo que aquel año, tras despedirme de mi hijo en el puerto marítimo de Nueva York para regresar a Europa, ni por asomo pude imaginar que ya no volvería a verlo.
Las noticias de España continuaban siendo desastrosas, pero no por ello evité con desánimo mi empeño en continuar siendo útil a España.
Aunque Alfonso todavía me esquivaba y me demostraba abiertamente su desgana de toparse conmigo, yo no me olvidaba de los españoles que, ante los horrores que invadían al país, se veían obligados a refugiarse en embajadas o consulados de otros países para salvar la vida.
Muchas fueron las gestiones que durante mi estancia en Roma realicé para tratar de canjear a través de la Cruz Roja infinidad de compatriotas españoles que se habían refugiado en diversas embajadas.
Por mi condición de inglesa, estaba en continuo contacto con el ministro plenipotenciario John Hurleston Leche, a la sazón un alto representante de la Embajada inglesa en Valencia.
Fueron muchos los españoles que se salvaron gracias a las acogidas de consulados y embajadas de mi país natal.
Pero Alfonso continuaba encerrado en su distanciamiento hacia mí. Bastaba que coincidiéramos en alguna reunión social para que él inmediatamente buscara una excusa y decidiera marcharse. En aquella época yo continuaba siendo un ente poco grato, que no merecía su atención.
Aunque comprendía su modo de proceder, me dolía que su rechazo se estuviera convirtiendo en algo crónico. Especialmente me noté desalentada cuando coincidimos, dos años después, en el bautizo de nuestro nieto Juanito, del que yo fui madrina.
Era el año 1938. El mismo año en que mi hijo Alfonso perdió la vida.
Cuántas veces he pensado que aquel niño rubio de ojos azules fue, en cierto modo, una compensación por el vacío que mi hijo mayor me produjo cuando, siete meses después de nacer mi nieto, él dejó de existir.
En efecto, se parecían. También Alfonso al nacer era rubio y sus ojos eran claros como los de mi nieto.
Habían transcurrido casi dos años de guerra en España. En aquella época, yo vivía en Roma, prácticamente con mi familia. Desde allí era fácil obtener noticias de la contienda. Italia no era hostil al alzamiento militar y el ambiente que nos rodeaba nos parecía grato, especialmente desde que en el mes de noviembre del año 1936, tras la anulación de la Junta de Burgos, Italia y Alemania reconocieron oficialmente a Franco como jefe de Estado en España.
La triste noticia de aquel año fue el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera en la cárcel de Alicante.
De nuevo el recuerdo de aquel muchacho acompañándonos todavía esperanzado y en cierto modo optimista aquella noche funesta que determinó nuestro exilio.
Y me veo a mí misma agotada, descentrada y desengañada, pero serena: «Será una revolución breve», decían. Entonces era imposible imaginar que aquel desbarajuste sangriento iba a durar tanto tiempo.
Corría el mes de enero del año 1937 cuando nos enteramos de que la España republicana había abierto las puertas al aborto. El caos en la zona roja aumentaba. Azaña, asustado y atado de pies y manos por las fuerzas anarquistas y comunistas, trasladó su puesto de mando a Valencia para evitar los bombardeos constantes en Madrid.
La guerra pintaba mal para los republicanos y Azaña se notaba totalmente desprotegido por su gente. Todo era un puro caos. Francia, consciente del peligro que corría España de caer vencida por el comunismo, comenzó a poner obstáculos a los voluntarios interbrigadistas para cruzar la frontera española.
Pero la guerra continuaba. De nada valía que Pío XII, en su encíclica Divinis Redemptoris, condenara taxativamente la república de España. Azaña se hacía el sordo y, convencido del triunfo que le esperaba, seguía aferrado a su presidencia cada vez más débil y disparatada.
Por aquellos días se inició la batalla de Brunete para descongestionar la ofensiva nacional del norte.
Casi un año después de estallar la guerra, las tropas nacionales conquistaron Bilbao. El norte de España era ya prácticamente franquista. Pocos meses después Gijón y Avilés confirmaron la total conquista norteña.
Pero la guerra continuaba aunque los auspicios favorables para los rojos fueran cada vez más débiles.
Por otro lado, la remodelación del gobierno de Companys duró prácticamente hasta el final de la guerra.
De improviso nos enteramos de que el marqués de Quintanar había propuesto a Franco como regente hasta que mi marido pudiera regresar a España.
En ocasiones la imaginación más prestigiosa puede ser pasto de extrañas proposiciones. Era evidente que los republicanos perdían, pero ¿ganaba la España triunfante? Todo dependía de la actitud de Franco cuando la guerra finalizara.
Aunque los auspicios parecían favorables, las dudas no faltaban: nada era susceptible de una total seguridad futura. De nuevo, hacia finales de octubre del año 1937 Azaña (acaso por estar más cercano a la frontera francesa) decidió trasladarse a Barcelona.
La gran batalla de aquel final de año se produjo en las frías y desoladoras montañas de Teruel. Las condiciones para los dos bandos fueron aterradoras: faltaba comida, faltaban mantas, faltaban medicinas.
Y sobraba agotamiento, fríos implacables y nidos de piojos en los uniformes de los jefes y de los soldados. Las tropas disminuían, no tanto por los impactos o los bombardeos, como por enfermedades, por deshidratación y por falta de alimentos.
Fue en aquella época cuando nació Juanito.
Dolía ver aquel recién nacido sonriendo y llorando con gemidos pequeños que exigían vida tan rodeado de muertes desoladoras en su lejano país.
Nacer en Roma no excluía su condición de español. Condición de la que tan fiero se sentía su abuelo.
Todavía recuerdo, no sin cierta prevención, el discurso que mi marido pronunció aproximadamente un año después delante del papa. En él, proclamaba que Mussolini (todavía desligado de los métodos e ideologías nazis) era digno de una gran admiración.
En cuanto a él, no dudó en definirse como un rey católico, reiterando su empeño de defender la Iglesia en España y estar dispuesto a realizar una nueva cruzada en el caso de que fuera necesario.
Aquel discurso no me pareció oportuno. Todo el mundo conocía las veleidades adúlteras de mi marido y sus proclamaciones (sin duda muy sentidas) resultaban incoherentes.
Fue a partir de entonces cuando los liberales comenzaron a divulgar falsedades contra él. Todo contribuía a desacreditarlo: el vulgo no vaciló en echar leña a la hoguera de los descréditos. Surgieron calumnias, corrupciones personales y participaciones en ciertos negocios sucios de los que jamás tuvo él noticia, ni tan siquiera conoció. Comprendo que las desavenencias familiares y el entorno de calamidades internas contribuyeron a echar por tierra su buen nombre. Pero incluso entonces, cuando todavía entre nosotros vencía la distancia, aquellos golpes bajos me dolían.
Ignoro si Alfonso fue un buen rey: tal vez le faltó un antecesor directo que supiera encarrilar y atajar sus brotes de ímpetus repentinos que hubieran precisado correcciones y consejos acertados. Pero incluso desde mis ya lejanos sufrimientos causados por aquella extraña forma que tuvo Alfonso de endilgar nuestro matrimonio, debo reconocer que a pesar de todo fue un «rey bueno». Y la bondad podrá ser causa de desacertados desvíos, pero también garantiza honestidades inamovibles y rectas.