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Soy consciente de que muchos actos míos tampoco fueron favorables para mí. Por ejemplo, mi ausencia en las bodas de mis hijos Beatriz, Jaime y Juan, pero no me parecía oportuno, dada la situación que se había creado entre Alfonso y yo cuando nos separamos y yo me fui a vivir con los Lécera, enfrentarme con mi marido, a la sazón todavía reticente. Hubiera resultado incoherente y casi ofensivo para él.

No obstante, en cuanto Jaime Lécera se fue a la guerra, no vacilé en reanudar mis contactos con Alfonso. No era cómodo, pero sí lícito y obligado.

Sin embargo mi estancia en Roma era itinerante. Tanto Alfonso como yo vivíamos allí aunque en distintos lugares. Era evidente que su empeño en mantenerse distanciado de mí no cedía. Pero mis viajes a Italia para visitar a mis hijas eran frecuentes.

Lo grave ocurrió cuando, al estallar la guerra mundial mientras yo continuaba en Roma, Italia recién convertida en aliada de Hitler consideró que yo, como inglesa, estaba siendo una espía de los aliados.

El resultado fue desastroso: aunque oficialmente yo continuaba siendo una reina española, el Gobierno italiano consideró que podía ser una especie de Mata Hari y decidió expulsarme.

Para entonces mi marido y yo habíamos recuperado con cierta asiduidad nuestras relaciones más o menos amistosas. Sabía que Alfonso estaba muy enfermo y aquello facilitaba la comunicación entre nosotros sin que mediaran quiebros gélidos y ensombrecidos.

La guerra de España había finalizado y aunque el país por entonces era un convaleciente extremadamente debilitado, cabía la esperanza de que Franco diera un golpe de timón y, tras aligerar las lóbregas ruinas y deficiencias causadas por las bombas, el hambre y sobre todo por las constantes pesadumbres y desfalcos que el pueblo había sufrido, decidiese restaurar la monarquía y Alfonso pudiese recobrar su trono.

Mi expulsión de Italia indignó drásticamente a mi hijo Juan, quien inmediatamente transmitió una queja oficial al Gobierno italiano, por entonces ya decididamente favorable al nazismo alemán.

En aquella época lo que predominaba era una gran confusión. Cabía el peligro de que España, arrastrada por las ayudas que Italia y Alemania habían prestado a Franco durante la contienda, se viera obligada (ya finalizada la Guerra Civil), a introducirse de lleno en la conflagración mundial. De hecho aquella guerra era la continuación de unos conflictos que la Primera Guerra Mundial había dejado sin resolver.

Todavía hoy me pregunto cómo fue posible que España no hubiese formado parte de aquel amasijo de muertes y desolaciones. Lo cierto es que fuera por Franco o fuera por la ensombrecida y lastimosa sangría que el pueblo español había padecido, se evitó que el derrumbamiento español que entonces sufrimos participara de aquel otro desmadre mortal.

Tras mi expulsión de Italia, me refugié en Lausana. Recuerdo que poco antes Anthony Eden me visitó en mi casa en Londres, Porchester Terrace (que después del trastorno internacional acabó convertida en un manojo ruinoso por los bombardeos alemanes), para advertirme que en caso de que la guerra mundial estallara el Gobierno inglés no podía garantizar mi seguridad.

Por eso, tras la muerte de mi madre, me trasladé a Lausana, para vivir en la villa Ouchy, muy próxima al lago Leman, con mi amiga Mary, marquesa de Creymayel.

Así fue mi vida desde que los Lécera y yo nos separamos. Un continuo deambular de un lado a otro, sin más estabilidad que la que propicia el aire.

Llevaba casi tres años alejada de la persona que, durante los albores del exilio, fue mi interlocutor más idóneo en los años anteriores a nuestra guerra. Lo echaba de menos. Me dolía no poder comentar con él tantos y tantos barruntos que surgieron más allá de nuestra despedida.

Las noticias, cuando me llegaban a mí, se estancaban. ¿Con quién comentarlas? Alfonso por aquel tiempo todavía me ninguneaba, y aunque no hubiera adoptado la actitud que adoptó hasta finalizar la guerra de España, su forma de analizar lo que yo le exponía era muy distinta de la que Jaime utilizaba.

Mil veces intenté intercambiar ideas y hechos que a mi entender eran cruciales. No se negaba a escucharme; los recogía, pero no los desmenuzaba; los aislaba; los desasistía de una probabilidad analítica. A su modo, sentenciaba y los dejaba desfallecer en vaguedades que se resistía a afrontar. Aunque desde que se notara enfermo ya no utilizaba aquellos «prontos desapacibles» que durante los últimos años habían configurado su carácter, una extraña gelidez desviaba mis propuestas hacia el silencio.

Lo único que todavía le interesaba era lo que estaba ocurriendo en la España perdida en desconciertos incomprensibles.

Día a día iba colocando banderitas en un mapa coloreado que pendía de la habitación del hotel Royal donde residía. Le complacía saber que los lugares que ocupaban las tropas de Franco eran ya verdaderamente españoles y no rusos. También estaba al corriente de los actos que la zona blanca realizaba a medida que la tierra conquistada se desembarazaba del poder comunista. Por ejemplo, la disolución del divorcio o la reinstalación de los jesuitas en los lugares insertos en los territorios conquistados por los nacionales.

Tenía la convicción de que una vez la Guerra Civil terminara, Franco no iba a tardar en llamarlo. Para él, aquella esperanza era el punto neurálgico de sus ilusiones. Nada podía dolerle más que haber perdido el amor de su pueblo. Todavía confiaba en recuperarlo. Se agarraba a aquella posibilidad como un náufrago al salvavidas: ansiosamente, desesperadamente, desoyendo los clamores de sus achaques cardíacos que, a medida que el tiempo fluía, lejos de mejorar, empeoraban.

En ocasiones, cuando yo iba a verlo, incluso se mostraba locuaz y amistoso conmigo. «¿Te has enterado, Ena? Lisboa acaba de reconocer oficialmente el Gobierno de Burgos.»

Para él, aquella noticia era casi como si la guerra hubiera finalizado. Pero el tiempo pasaba inmisericorde y la guerra no finalizaba.

Recuerdo que hacia mediados del mes de julio de 1938, Franco volvió a restaurar la pena de muerte que la república había descartado.

Fue en aquella época cuando Azaña, viendo que su montaje republicano estaba en trance de desmoronarse, en sus discursos hablaba ya de paz, piedad y perdón.

Pero Franco no cedía. Su meta era llegar a una total victoria militar.

Ya entrados en el mes de agosto, Holanda también reconoció a Franco. Aquello suponía un refuerzo moral para las fuerzas franquistas. Al menos cuatro fracciones de Europa eran ya suyas.

Dos meses después Alfonso dejó de poner banderitas en su mapa. Por aquellos días yo regresaba de Nueva York donde me había trasladado por la gravedad de nuestro hijo mayor. Cuando nos encontramos en Roma, descubrí en mi marido un hombre destrozado. No preguntó. Por primera vez me miró como si mi dolor se estuviera uniendo al suyo. En cierto modo parecía que una extraña compenetración metafísica nos estuviera uniendo. Creo que nunca estuvimos tan cerca el uno del otro como en aquellos instantes.

– Estarás cansada -me dijo.

– Ahora ya no sufre -le respondí.

Asintió con la cabeza.

– Su vida era lastimosa. Estaba muy solo. -Quería convencerse de que su hijo hubiera preferido morir antes de continuar soportando aquel horrible estigma que, por mi causa, adquirió-. La vida es muy dura -le oí decir bajito-. Hagamos lo que hagamos, siempre corremos el riesgo de equivocarnos.

Ignoro a qué se estaba refiriendo. Tal vez a nuestra boda. O quizá a la vida aislada de nuestro hijo.

– Quería llevar una existencia normal. No se conformaba con ser un enfermo crónico -le dije.

Alfonso se volvió de espaldas y se acercó al ventanal de la salita contigua a su dormitorio. Tal vez mirase el inmenso jardín del hotel o quizá estuviera enjugando con el pañuelo sus ojos.

En aquella época un hombre llorando era un hombre débil. Sin embargo fue aquella probable debilidad lo que estaba aniquilando en mí todos los reproches que al separarnos nos dedicamos el uno al otro.