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Hubiera querido abrazarlo, pero no me atreví. Los instantes fluían deprisa y nuestra comunicación era cada vez más difícil.

Salí de la estancia en silencio. Comprendí que mi presencia le estaba dañando y que tenerme a su lado restringía todos los «lados» más dolorosos de su vida.

Ni siquiera me atreví a decirle que, según las últimas noticias, en España se había decretado que el año en curso debía ser calificado de «Tercer Año Triunfal». La guerra iba decayendo lentamente hacia un otoño precoz con perspectivas optimistas para los nacionales.

Por aquel tiempo comenzó la ofensiva masiva contra Cataluña. También por entonces recuerdo que, según las noticias que nos llegaban, las relaciones del PCE con las restantes fuerzas republicanas empezaban a deteriorarse. ¿Llevaba ya Azaña considerando todo lo que le impulsó, dos años después, a abominar de lo que bajo su mandato como presidente de la República había tolerado?

¿Qué clase de tormentas internas lo obligaban a mantenerse en su puesto de presidente, mientras España iba siendo cada vez más un pobre y desesperado instrumento marxista, propio de una sucursal de la terrible dictadura soviética?

Agobiado por sus propios errores y su temor a ser pillado por las tropas franquistas, se refugió en Francia.

Al verse vencido, no dudó en abandonar su presidencia en cuanto las tropas franquistas entraron en Cataluña, después de presentar su dimisión.

Pero ¿dimisión de qué? La presidencia venía siendo una circunstancia ya dimitida desde su extraña reacción cuando, tras su locuaz discurso, había finalizado pidiendo «paz, piedad y perdón».

El desconcierto de aquella frase fue disminuyendo cada vez más su autoprestigio. ¿Comenzaba ya a darse cuenta de todas las barbaridades que había tolerado durante su mandato? No deja de ser curioso que actualmente los que continúan alabando al que fue presidente de los mayores horrores ocurridos en un país azotado por fuerzas hostiles a la paz sigan obstinándose en ocultar el gran arrepentimiento de un hombre que desde su talento literario se había evadido de sus verdaderas raíces, para sentirse encumbrado más allá de sus auténticas creencias.

Incluso su calidad de masón era para él un contrapunto doloroso que tal vez retrasó de algún modo el deseo de recobrar la verdadera personalidad de un cerebro pensante y borrar de su vida los esplendores políticos a los que durante tanto tiempo se había aferrado. Seguramente aquella frase que sin duda aprendió de niño y que figura en su obra El jardín de los frailes sin dedicarle demasiada atención, al verse cercado por tanto derrumbamiento, debió de sacudir su conciencia: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?».

El hecho fue que su trato en Francia con el obispo de Montauban, monseñor Theas, certifica su gran arrepentimiento y su vergüenza por haber tolerado tantas y tantas monstruosidades que asolaron al país.

Pero su conversación desmonta demasiado a los que se aferran a las ideas republicanas y el silencio se impone. También Miguel Maura, impresionado por aquella noticia que los masones intentaban ocultar, repartió copias a los correligionarios de lo que el propio monseñor Theas le había contado. «Ha recibido, muy arrepentido, los Sacramentos sin que nadie le forzara», decía Maura en sus escritos antes de que el ex presidente cayera enfermo.

Asimismo, cuando se encontraba ya muy disminuido, pero todavía capacitado para visitar a monseñor Theas, el obispo le dio a besar el crucifijo, lo que hizo varias veces repitiendo angustiado: «Jesús, piedad, misericordia».

Al parecer, ya en el trance de morir pidió insistentemente que le administrasen el viático. Pero las personas que lo acompañaban (masones como lo había sido él), apoyándose en que el viático podía impresionar y por consiguiente empeorar al enfermo, prohibieron al obispo (que había sido reiteradamente reclamado por Azaña) que entrase en la habitación donde el pobre hombre moría.

Los que se obstinan en desmentir los indudables y probados arrepentimientos de Azaña se basan en que su entierro no fue religioso. Pero la verdad fue que como el consulado mexicano pagaba sus gastos en el hotel Montauban, el país mexicano, a la sazón todavía influido por Calles, se negó a costear un entierro propio de un cuerpo católico.

A los republicanos no les convenía que se divulgara la conversión de su «ídolo», por primera vez honesto, por primera vez clarividente y por primera vez asustado por lo que su falta de responsabilidad le había exigido a costa de traicionarse a sí mismo.

Seguramente también los republicanos de ahora consideran que analizar y plantear la verdad de aquel hombre podría contribuir a desprestigiar la república hecha a fuerza de ambiciones, desconocimientos y panoramas verdaderamente apocalípticos. Nada de lo prometido pudo cumplirse. Todo se reducía a atontar al pueblo con proclamas, imposibles promesas de bienestar y oratorias antirreligiosas, como si la Iglesia, pese a cubrir y sustentar las mayores organizaciones humanitarias, fuera el peor enemigo del hombre.

Tal vez al verse en trance de muerte, Azaña pudo recordar la violencia de su primer mitin al pedir desaforadamente trescientos hombres decididos a acabar con los culpables de supuestas tiranías, tales como los clérigos, las monjas, los monárquicos y los ricos. Especialmente cuando, ya al borde de su final definitivo, le negaron la entrada al hombre que podía borrar su propia tiranía.

***

El avión, ya en postura horizontal, se mete de lleno en alguna nube despistada que finge volar en solitario por el inmenso vacío.

De nuevo las voces de los que me rodean impregnan el recinto de extraños comentarios que, aunque pretenden ser halagadores, no dejan de resultar un poco molestos. En realidad, lo que en estos momentos preciso es recopilar serenamente todo lo que en los cinco días que he vivido en la España de hoy me ha hecho reflexionar. El tiempo fluye arrastrando fragmentos casi siempre adversos de tiempos pasados.

Por eso, cuanto más se dilata la decisión del General respecto de mi hijo Juan, más puede acrecentarse el peligro de recuperar los desmadres de un ayer cada vez más inmerso en olvidos cruciales.

La nube se disuelve cuando el avión la traspasa y el cielo vuelve a convertirse en esa masa etérea despojada de cualquier obstáculo nuboso que casi nunca envuelve el espacio español.

Mi estado de ánimo es acaso la única nube que empaña la alegría de haber recuperado durante cinco días una generosa fracción de lo que aquel doloroso 15 de abril nos hurtó.

Regresar al lugar donde comenzamos a vivir supone siempre un amargo retroceder hacia los recuerdos.

Y los recuerdos, por mucho que nos gratifiquen, cuando se llega a la edad de la impotencia, como la que ahora me domina, tienden a evocar lo que más puede doler.

A pesar de todo, mi retorno a España supera todos los desvíos dolorosos que tuvimos que afrontar. En ocasiones lo que nos duele también alivia los aniquilamientos que se experimentan en la lejanía.

Soy consciente de que mi nueva aproximación hacia Alfonso, aunque todavía muy agraz, supuso una magnífica noticia para los monárquicos.

Fue una aproximación lenta, iniciada en cuanto estalló la Guerra Civil y Jaime, junto con su familia, abandonaron Fontainebleau para integrarse en el Gobierno de Burgos. Pero a medida que la guerra avanzaba, la comunicación entre Alfonso y yo, aunque algo anacrónica, era ya más fluida. Por entonces empezaban los primeros rumores de una guerra mundial debido a las extrañas e incomprensibles agresividades del Tercer Reich.

En aquella época, yo frecuentaba la ciudad de Roma para visitar a mis hijas y a Jaime. Allí Alfonso y yo solíamos encontrarnos con frecuencia. Ya no me esquivaba, incluso me confesó que, en el caso de que él falleciese, había redactado un testamento para que mi situación económica fuera desahogada. Su forma de tratarme distaba ya mucho de la que había adoptado cuando nos separamos. Además, convencido de que, una vez terminada la guerra de España, Franco iba a restaurar la monarquía, no descartaba que tuviéramos la probabilidad de recuperar definitivamente nuestros derechos como reyes.