Era su sueño. Nadie concebía entonces que, una vez finalizada la terrible ráfaga de odios que había auspiciado tantas y tantas desgracias, Franco prolongase la lógica restauración monárquica.
Al principio, cuando Madrid fue conquistada, Alfonso todavía confiaba en que su regreso pudiera cimentarse en bases sólidas que la destrucción de la guerra había imposibilitado: «Habrá que regular las relaciones del proletariado con la patronal, asentar bien firme la educación de los colegios, fomentar y potenciar la sanidad pública».
Soñaba. Se aferraba a los proyectos de su regreso, como un niño se aferra a su juguete preferido.
Le parecía que imaginar futuros inmediatos era una forma de adelantarse a la reconstrucción de unas ruinas que antaño fueron gloriosos edificios de paz.
No acababa de admitir que precisamente aquel desmoronamiento se debía en parte a la desidia de unos gobernantes que, antes de pensar en España, habían ido adentrándose en las fortalezas del egoísmo, de los partidismos y, sobre todo, del afán de imponer sus criterios personales para trepar ambición arriba, a fin de alcanzar el poder. «Lo esencial», me decía, «consiste en restaurar una monarquía parlamentaria para devolver al pueblo la soberanía que le corresponde y que tenga el valor suficiente de establecer una justicia profunda, sólida y lejana de partidismos egoístas y discriminatorios».
Y añadía que lo principal consistía en reconstruir una España donde tuviera cabida todo lo que careciera de una probable corrupción: «Lo fundamental es que los españoles cumplan sin desviaciones las reglas constitucionales y no las desvirtúen».
Insisto: Alfonso soñaba. Cuando el amor se impone, no lo vivimos, lo soñamos. Y Alfonso todavía imaginaba que, después de los desastres que habían asolado a su querido país, la gente reaccionaría. Pero supongo que tal como Franco está enfocando el futuro, los aniquilamientos pasados volverán a estar vigentes en cuanto el General muera.
De nuevo surgirán las mudanzas y debilidades en los ideales más firmes, las inteligencias volverán a ser víctimas de venenos cainitas, las verdades se verán arrastradas por las libertades salidas de cauce, y las mentes, como se indica en el Apocalipsis, darán un quiebro rotundo y disparatado hacia lo que el Estado decida y sancione para no sentirse relegados.
Cuando ahora expongo mis puntos de vista a las personas que se esfuerzan por soportar esa tregua absurda que Franco implanta en España, me llaman agorera.
Inútil me resulta darles a entender que España es una tierra extremista en todos los sentidos. Que no sabe convivir; sólo tiende a malvivir entre prioridades que, si son mayoritarias, apabullan y marginan a las minoritarias; que la impuesta libertad podría llegar a ser un desafuero de libertades disparatadas, y que sólo una mano firme, aunque siempre tendida a quien quiera estrecharla, puede mantener al país en paz. Es decir: la mano de un rey.
Esa mano tendida es la de mi hijo Juan, pero Franco desconfía de él. Es precisamente esa desconfianza lo que puede convertirse en un lastre peligroso para el país cuando Franco se despoje del poder.
Cuanto más tiempo pase, más se acrecentará el riesgo de instalarnos en los graves pantanos que España soportaba el año en que la Guerra Civil estalló. Seguramente los afanes comunistas volverán a disfrazarse de república, como antaño la república se disfrazó de comunismo.
Nada peor que unas dictaduras largas como la que el General está imponiendo. Aunque aparentemente el país parezca vivir en paz, los cimientos de esa paz se van descomponiendo desde las profundidades del odio, y el día que se instale la democracia se recuperarán las funestas ataduras que, fingiendo liberar, impondrán libertades con grilletes, esposas y cepos.
Afortunadamente, Alfonso no tuvo tiempo de comprender lo que yo, desde mi vejez, estoy barruntando. Pese a sus ansias de regresar a su país, confiaba en que una vez la Guerra Civil finalizase Franco restauraría la monarquía parlamentaria con directrices sanas y sin ataduras contraproducentes.
Se equivocó. Seguramente, yo nunca podré formar parte de su error: los años pesan y fluyen deprisa. Pero después de mi muerte ¿qué ocurrirá?
A veces me enfado con el tiempo; lo increpo, le ruego que alcance el ritmo que utilizaba en mi infancia y en mi juventud, pero no me escucha. El tiempo es sordo y un poco cruel. Y, a medida que avanza, se reviste de prisas.
En efecto: el tiempo es cruel. Tiene la crueldad de hacer que lo que se anhela tarde en llegar, mientras precipita lo que siempre tememos que llegue.
Recuerdo que Polonia había sido ya invadida por el pacto entre las fuerzas de Hitler y de Molotov cuando nuestra hija Cristina decidió casarse.
De nuevo era junio: un junio lleno de tristes auspicios bélicos que la luz del sol se empeñaba en desmentir. Y la alegría de nuestra hija pequeña se dejaba traslucir en aquel sol.
Mi futuro yerno era viudo y tenía tres hijos. Aunque pertenecía a una de las familias más ricas de Italia, no era noble. Circunstancia que el rey de Italia se apresuró a remediar en atención a la sangre real de Cristina ennobleciéndolo con el título de conde.
Aunque los ánimos de aquellos tiempos eran bastante descorazonadores, debido a los inevitables temores de una guerra mundial, aquella boda fue un acontecimiento acertado.
También el matrimonio de mi hija ha sido un acierto. No se equivocó cuando dio el sí.
En efecto, Cristina era feliz. Y hasta el momento actual, continúa siéndolo.
Parece que la estoy viendo entrando en la iglesia del brazo de su padre, radiante y bella, avanzando sonriente hacia el altar al son de la Marcha nupcial que engrandecía el templo. Fue una boda alegre que armonizó con la luz estallante de aquel mes de junio.
Aquella boda propició que los lazos todavía algo deslavazados entre mi marido y yo comenzaran a reforzarse. Por entonces yo me había instalado en una villa situada en las afueras de Roma. Y Alfonso llevaba bastante tiempo alojado en el Gran Hotel.
En aquel encuentro me contó que, dado su estado de salud, había decidido traspasar sus derechos reales a nuestro hijo Juan.
«Juan es un hombre fuerte, inteligente y muy bien preparado para reinar», me dijo.
Parecía contento. Incluso trató de bromear conmigo: «Así que ya lo sabes, Ena. En cuanto se haga pública mi decisión, tú deberás considerarte "reina madre"».
Y para que yo estuviera totalmente informada de aquella oportuna decisión, extrajo de su bolsillo una copia del documento que iba a oficializar. Decía así: «No por mi voluntad, sino por ley inexorable de las circunstancias históricas, podría tal vez ser mi persona un obstáculo. Por ello transmito mis derechos a mi hijo Juan, que será el día de mañana, cuando España lo juzgue oportuno, el rey de todos los españoles».
Aquella forma de bromear conmigo y hacerme partícipe de su proyecto privadamente fue para mí como un punto y aparte que nos permitía reanudar, ya sin lastres ni torpezas aplastantes, una nueva y grata comunicación.
Yo ignoraba que Alfonso estuviese tan grave. ¿Fue su gravedad lo que le obligó a decantarse nuevamente hacia mí? No lo sé. Tampoco preciso saberlo. El hecho es que desde entonces nuestro trato fue ya constante.
El lejano pasado volvía. Era como si aquellas horas sagradas de nuestros principios, cuando nos reuníamos los dos para intercambiar opiniones en el saloncito del Palacio Real, volvieran a unificar nuestras vidas.
Ni él ni yo cometimos la torpeza de mencionar los errores y discrepancias perdidas en el pasado.
Únicamente el presente prevalecía. Un presente nuevo, despojado de lastres agresivos y limpio de sueños torpes o desengaños peligrosos. Todo en torno a nosotros era pacífico, grato y alejado de vanos idealismos que pudieran desbaratar esa paz que a veces las rutas humanas nos regalan. Adiós resentimientos. Adiós hechos consumados. Adiós alborotos de enfados por tantos y tantos desprecios y engaños. Lo esencial entonces era unirnos en los bocetos de lo venidero, inventar posteridades juntos y callar problemas propios para atender las vicisitudes de nuestro destino común.