Cuántas veces he pensado que buscar amor sin apoyos generosos conduce a engaños, y que la forma de encontrar el verdadero amor consiste en el hecho de entregar sin exigir.
Por eso creo que en la última etapa de su vida Alfonso y yo fuimos felices.
Teníamos la felicidad que desconoce las exigencias, la misma felicidad que se niega a aceptar lo imprevisible: siempre hay algo perverso en lo que de improviso irrumpe en nuestras vidas. Se acabaron las susceptibilidades, los reproches, los precarios valores humanos de los que, en el fondo, viven hundidos en los lastrados sentimientos de los «sin valor». Teníamos la felicidad de la placidez, esa placidez que descarta rencores y olvida miserias metafísicas.
Me pregunto ahora si el ser humano es siempre igual. No. Nadie es igual siempre. Nacemos insatisfechos. Queremos lo imposible. Luchamos para conseguirlo y nos defraudamos si lo conseguimos.
Sólo cabe una igualdad cuando las pasiones se aplacan y las luchas se debilitan.
Recuerdo que durante nuestros coloquios a veces Alfonso se quedaba absorto mirándome, como si estuviera descubriendo algo muy importante para éclass="underline" «¿Sabes, Ena? Continúas tan bella como entonces».
Seguramente mentía. Pero qué bella puede ser la mentira cuando remienda verdades agujereadas de dolor.
Eran precisamente aquellos pequeños brotes de mentiras, siempre gratas, lo que borraba prácticamente añejos despropósitos y destemplanzas dañinas.
Fin de los marqueses de Viana. Fin de doñas Soles y duquesas de Durcal. Ninguna estaba ya capacitada para separarme de éclass="underline" ni siquiera la malograda Bee, ni la última adquisición llamada Carmen Ruiz, con ideas republicanas, desgraciadamente perdida en los arcanos de la muerte.
Quedábamos él y yo. De nuevo unidos por algo mucho más fuerte que lo que denominamos pasión.
Aunque renovada, yo volvía a ser para él la muchacha rubia que intercambiaba con el rey postales inocentes. Y él de nuevo era aquel hombre que supo despertar en mí un cariño que, de puro profundo, no pudo salir a flote.
¿Por qué será que en ocasiones la cercanía de la muerte nos inyecta tantas bonanzas de vida?
El jefe de Relaciones Públicas de la compañía Iberia me indica que estamos volando sobre Cataluña.
– Dentro de poco sobrevolaremos el mar.
A través de la ventanilla contemplo, todavía algo lejana, la inmensa masa azul apenas encrestada de motitas blancas. El cielo continúa despejado, y el avión avanza sobre una pista hecha de aire limpio y tranquilo.
La tierra que percibo aún muy lejana ya no es española. Es un fragmento todavía vago de tierra francesa. Algo que no consigo evitar me está hurgando por dentro. Quisiera llorar pero me contengo. El llanto de los ancianos suele ser siempre ridículo. No convence y en cierto modo produce vergüenza ajena. Se presupone que los viejos tienen la sensibilidad embotada y que sus lagrimeos son únicamente lastres de motivos algo ridículos.
No, no voy a llorar. Pero nadie de los que me rodean en mi viaje de regreso a Niza puede imaginar lo que para mí ha supuesto verme impulsada aire arriba, para alejarme de una tierra que durante tantos años fue parte esencial en todas mis prioridades. Cuántas razones desvirtuadas y cuántos extravíos pugnan ahora por convertir mi retorno a España en un vulgar hecho establecido, algo vago y circunstancial, que nunca tendrá una resonancia oficial y constructiva. Sin embargo, para mí el viaje a una España nueva inmersa en unas directrices entre oprimidas y huérfanas de libertad ha sido como ahondar en un país algo entristecido, que ha tenido la oportunidad de extender sus brazos hacia el único pasado que todavía podría estar a tiempo de proporcionarle paz.
La línea que separa el avión de la tierra se va acortando. Pero ¿sabrá encontrar España el camino adecuado para alcanzar su verdadera meta? ¿Continuará navegando hasta que de nuevo naufrague?
El capitán nos anuncia que estamos llegando a Niza. A pesar de las ristras blancas que el mar ofrece, desde lo alto son únicamente pequeños oleajes balanceando alguna embarcación que desde la lejanía parece un juguete.
También de juguete se me antojan ahora los entramados que yo realizaba para aproximarme más a mi marido, desde que Cristina decidió comunicarnos su próximo matrimonio.
Sabía que hacía pocos días Alfonso había sufrido un colapso en cierta tienda de la via Veneto.
Estuve a punto de llamarlo por teléfono para comentar con él lo ocurrido. Pero no me atreví. Aunque nuestra comunicación era ya fluida, todavía quedaban pequeños rescoldos que nos impedían compartir totalmente franquezas y preocupaciones.
No obstante, pudo más mi deseo de conectar con él y saber la verdad de lo ocurrido que aquellos residuos de amor propio que todavía a veces se obstinaban en empañar mis recuerdos.
La excusa que le di para que mi llamada no resultara anodina fue que recordase el cumpleaños de nuestra nieta Sandra, hija de Beatriz: «Si quieres puedo ocuparme yo de comprar algo y llevártelo al hotel».
Alfonso aceptó mi propuesta pero me rogó que no acudiese más tarde de las once y media, ya que tenía un almuerzo pendiente.
Aquella llamada mía fue providencial. Cuando llegué a su hotel y subí a sus aposentos privados, lo vi recostado en un sillón, el rostro demudado y como crispado por un dolor insoportable: «Perdona que no me levante, Ena, pero estoy sufriendo terriblemente».
Asustada, me acerqué a él. A su lado los médicos le proporcionaban píldoras.
Petrificada, intenté ayudarlos como pude.
«El corazón me falla», murmuró sin mirarme.
Todo en aquellos momentos era un puro fallo: mi estabilidad, el rostro demudado de los médicos, los sueños de una aproximación pendiente y, sobre todo, el dolor insoportable que Alfonso trataba de soportar.
No estaba asustado. A veces, cuando el dolor se impone a cualquier eventualidad, hasta el miedo es vencido por él. Alfonso no temía. Sólo sufría. En vano intentaba yo ayudarlo. El sudor recorría su demacrado rostro, se le estancaba en el bigote y en las patillas. Pero el dolor no menguaba. Traté de paliar aquel desastre mojando su frente con un paño empapado en agua fría. Al reponerse un poco, me pidió con voz entrecortada que conectara con el padre Ulpiano López. «Quiero confesarme.»
No tardó en llegar.
Los médicos y yo salimos de la habitación para que se confesara.
Cuando hubo terminado su departir con el sacerdote, volvimos a entrar.
Rehusó comulgar porque temía que las náuseas recién vencidas volvieran a empezar. «No creo que me muera esta noche», musitó. Pero aunque no quería reconocerlo, su estado general era muy grave.
Aquel mismo día mis hijos y yo nos trasladamos al Gran Hotel donde Alfonso se había instalado.
Aunque yo insistí en quedarme junto a él toda la noche, mis hijos no lo permitieron: «Tendrá unas monjitas constantemente pendientes de papá, durante el día y la noche».
Qué bien las recuerdo. La monja nocturna se llamaba sor Teresa y la de día sor Inés.
Según me contó la hermana Teresa la mañana siguiente, Alfonso había pasado la noche en vela hablándole de España. «En vano intenté que se calmara», me dijo. «España es su gran pesadilla y su gran obsesión.»
Pocos fueron los días que, gracias a los cuidados de los doctores, Alfonso sobrevivió. Se moría. Se moría pensando en España, en aquel amor perdido que nunca se resignó a perder.
También yo intentaba aliviar sus dolores; incluso, al acentuarse su gravedad, instalé mis objetos personales en su cuarto para dormir con él.