Выбрать главу

La monjita lo velaba, pero yo no podía atrapar el sueño. Me resultaba imposible aceptar que un hombre de cincuenta y cinco años, tan lleno de empeños, afanes y esperanzas, pudiera agostarse sin remedio.

Sobre todo no podía asumir que nuestra nueva comunicación, que empezaba tibiamente, tuviese aquel cariz tan desabrido de algo transitorio, cuando su vida se estaba apagando.

Yo esperaba algo más. No sabía qué. Tal vez una palabra amable, una semisonrisa reparadora o una simple mirada un poco cariñosa.

Nada de todo eso me fue concedido.

En ocasiones pienso que tal vez aquella lejanía suya era propia de lo mucho que sufría. Su dolor físico solía intensificarse a menudo. Yo procuraba aliviarlo como podía. Le cogía la mano, acariciaba su frente y refrescaba su rostro con agua fría.

Al experimentar alivio, me daba las gracias. Aquella palabra en sus labios era para mí casi una declaración de amor. Durante aquel tiempo su confesor, monseñor Ulpiano López, lo visitaba todos los días. Alfonso se lo agradecía. Decía que la idea de la muerte se le «reblandecía» cuando hablaba con él.

«En cierta ocasión, hace ya mucho tiempo, me propusieron ser masón, ¿sabes, Ena? Insistieron mucho. Pero yo, aún consciente del riesgo que corría de perder el trono, me negué en redondo a serlo.» Y, esbozando su característica sonrisa medio ladeada, añadió: «De haber aceptado, tú y yo continuaríamos siendo los reyes de España».

Y tras un breve silencio continuó: «Pero ¿qué vale un trono si descartamos a Dios?».

Poco antes de morir, mientras yo sostenía su mano, le oí decir: «Me estoy acercando al límite». Y al hablar dirigía su mirada hacia el manto de la Virgen del Pilar, de la que siempre fue muy devoto. Junto a ella había un montón de saquitos que encerraban fragmentos de tierra de todas las provincias españolas.

Quizá fueran aquellos detalles los que de verdad anularon en mí los posibles restos de rencores que de vez en cuando asomaban aún en mis momentos de desaliento.

Además, entonces yo no era ya la mujer despechada que al llegar el exilio se empeñó en separarse de él. Antes al contrario, el dolor que tanto martirizaba a Alfonso se me estaba metiendo alma adentro. Hubiera dado parte de mi vida para que él no sufriera. Era imposible dejar de sufrir con él. ¿Por qué? ¿Por qué me estaba doliendo tanto su propio dolor? ¿Por qué en cada sonrisa forzada del enfermo me estaba yo notando culpable por no morir con él? Nada entre nosotros era ya ruina: lo que, en ciertos momentos, fue un desmoronamiento volvía a reconstruirse.

Lo quería. No podía remediarlo, lo quería como se quiere lo que se recupera sin la posibilidad de afianzar y alargar su recuperación.

Tal vez nunca lo quise tanto como entonces. Se estaba acabando pero en cierto modo para mí fue como empezar algo que se revitalizaba. No alcanzaba a explicarme a mí misma lo que me estaba devorando por dentro. Quería decírselo: necesitaba explicarle hasta qué punto su muerte era también la mía. Pero el llanto me impedía hablar. Dominar el dolor del alma llorando es muy difícil.

De improviso un mundo de cosas perdidas y olvidadas reclamaban ser protagonistas. Ahí estaban de nuevo las postales apasionadas que nos escribíamos, y nuestro encuentro en Biarritz para formalizar la boda, y su voz algo susurrante evitando que yo arrancase una flor blanca de un inmenso matorraclass="underline" «Cuidado, Ena, no la toques, es una flor venenosa». Y como viera mi estupor añadió: «Se llama adelfa». Y enseguida me explicó que en la India la denominaban la flor de la muerte.

En vano quería pedirle perdón por no haber descubierto a tiempo que yo también era una adelfa.

Recuerdo que mis hijos y parte del resto de la familia intentaban consolarme. Pero los consuelos no cauterizan el dolor. Antes al contrario, lo reafirman.

Me costó mucho recuperarme de aquella enorme flaqueza humana.

Pronto lo olearon * con la cabeza muy clara y recibió la comunión con verdadero fervor. «Esto se acaba, Ena», me dijo mientras yo sostenía su mano.

Lejos quedaba ya mi temor de que Alfonso (que se cansaba de todo) se cansara de mí. En aquellos momentos yo era su verdadera necesidad, su realidad física y también la única mujer ansiosa de ayudarlo en un trance tan angustioso para ambos. En aquellos momentos eso era yo para éclass="underline" una princesa que coleccionaba postales para más tarde coleccionar desengaños.

Y él para mí era otra vez el hombre que en cierta ocasión describí como «un ser alegre por su condición de latino, celoso como los Habsburgo, deportivo y poético como buen español».

También como hombre fue egoísta. Pero lo esencial en aquellos momentos era tener la certeza de que sin él ni sus breves brotes de egoísmo mi vida no hubiera sido completa.

Cierto que en ocasiones hubiera deseado echarlo todo a rodar. Renunciar a ser reina y tener derechos de mujer libre; convertirme en una profesional de mí misma y dejar de lado profesionalidades impuestas, tal como inaugurar exposiciones de crisantemos, o repartir ropa en los roperos de Santa Victoria y comida en los asilos, o visitar gentes consideradas importantes o admirar encajes antiguos, fingir aquiescencias en actos aburridos o contemplar bendiciones de banderas, soportar reuniones casmódicas o tolerar amabilidades artificiales sobrecargadas de mimetismos insoportables.

Pero cuando Alfonso moría sin soltar mi mano y dijo: «Ena, esto se acaba», tuve la impresión de que lo que se acababa era mi propia vida y que sin él, sin ese hombre que tanto trastocó mi albedrío, yo hubiera sido únicamente presa de un vivir sin destino. Algo así como un pez fuera del agua. Todavía ahora, al evocar aquella muerte, el extraño dolor que experimenté entonces se empeña en actualizarse.

Se acabaron los reproches, las discusiones hirientes de última hora, cuando la república empezaba a ser ya una inevitable amenaza. Se acabó nuestro departir violento al borde del exilio.

La muerte es el gran borrador en la pizarra de nuestra vida. Por eso duele tanto comprender que los errores cometidos ya nunca podrán convertirse en aciertos.

El adiós a este mundo lo engulle todo.

***

El capitán nos anuncia que dentro de unos instantes vamos a aterrizar en el aeropuerto de Niza.

La atmósfera continúa clara y la temperatura no excede los dieciocho grados.

En la Costa Azul los febreros suelen ser benévolos y el frío invernal sólo se detecta en sus playas vacías.

Por eso yo elijo siempre pasar gran parte del invierno en Montecarlo. Allí no sólo me resarzo de las nevadas de Suiza, donde seis años después de la muerte de Alfonso me instalé, sino que puedo gozar del trato de los Grimaldi con la misma soltura que si de mi familia se tratara.

Tanto Rainiero como Grace son para mí puntales amistosos en esta nueva faceta de mi vida tan llena de lastres dolorosos y de molestos achaques físicos que la ancianidad nos regala.

Con ellos me siento acogida, cómoda y sobre todo libre. Además el clima de la Costa Azul es reacio a fomentar memorias adversas. Es evidente que el frío se presta más que el calor a memorizar hechos ingratos. Por eso en mi casa de Lausana he procurado instalar aquella calefacción que en el gran palacio de Oriente tanto eché de menos en mis primeros años de casada.

Se acabaron los fríos, se acabaron las tiritonas propicias a contraer resfriados, reumas y otitis. Mi casa, según dicen, es un horno algo desquiciado.

A pesar de todo Lausana me gusta. En esa ciudad todo se rige por el orden, la tranquilidad y la paz. Aunque las temperaturas bajas suelen ser las grandes protagonistas del país, todas las viviendas son pequeños braseros bien equilibrados.

Compré mi casa en plena guerra mundial y la adquirí a buen precio. La titularon Vieille Fontaine. En esa villa me siento a gusto. Allí los recuerdos y reflexiones se difuminan. Se vuelven leyendas.

вернуться

* Olear: dar a un enfermo el sacramento de la extremaunción (Nota de digitalización)