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Inmediatamente, el capitán sale de la cabina acompañado de varias azafatas. Se acerca a mí y con sonrisa algo compungida me comunica que en Madrid está lloviendo.

– Lo siento, Majestad, a veces el clima se niega a colaborar.

A lo mejor su frase es una forma de amortiguar las escasas esperanzas que mis treinta y siete años de ausencia escasamente podían alentar. Seguramente también él está temiendo que mi regreso a una España atrapada por una dictadura hecha de silencios constituya un lance proclive a la desilusión.

A pesar de todo, el jefe de relaciones públicas de la compañía aérea me tiende una copa de champán para brindar por España.

Me conmueve ese detalle. La acepto agradecida y brindo con los que me rodean.

La invitación nos anima a todos y la lluvia anunciada se olvida con las alegrías que produce el champán. Por unos instantes valoro mi retorno en esas copas que chocan contra la mía y en esas miradas amables que logran empañar mis ojos. Por la ventanilla voy observando como el vacío que nos rodea se va ensombreciendo. Febrero es muy corto. Un mes poco generoso. Pero, aunque mi viaje ofrece posibles desalientos, desaires y tristezas, merece la pena afrontarlos. Llevaba demasiado tiempo amando a ese país para conformarme con morir sin volver a pisar su tierra y empaparme de su entorno.

Cierto, tuve muchas amistades que acabaron siendo mis enemigos, pero también tuve enemigos políticos que hoy son elementos cruciales entre mis amistades.

El champán ingerido me anima. Ya no me importa que mi llegada a España pase inadvertida, que la nobleza me ignore y que el recuerdo de una mujer que estuvo a punto de perderlo todo el mismo día que fue nombrada reina se haya esfumado en la brevedad de un «siempre» doloroso e implacable.

La cuestión es regresar, percibir alientos españoles, aunque sean escasos; recuperar sus cualidades y sus defectos, sus fobias y sus filias, respirar el aire de la sierra para desintoxicarme de extranjerismos.

Eso es lo que me motiva: saborear el fruto del árbol de la vida después de haber probado la manzana del mal.

No pido más. De hecho, el sufrimiento como el goce son elementos hermanos. La vida consiste en acumularlos para extraviarlos. Todo en nuestra existencia es siempre un tener para perder: muertes, ilusiones, alegrías, modas, peinados, desengaños, objetos que fueron entrañables, fotografías, postales…

Entonces se estilaba coleccionar postales. Pocos eran los que se resistían a la tarea de acumularlas y clasificarlas como objetos valiosos en los gustos sociales de aquella época.

Cuando pienso que toda mi existencia tuvo sus principios en un vulgar afán coleccionista, comprendo hasta qué punto las pequeñas cosas sin importancia pueden acabar siendo razones esenciales.

¿Cómo imaginar que mi destino podía depender de unos cartones más o menos coloreados? ¿Qué me impulsó a convertirme en una coleccionista más entre las muchas personas que se vanaglorian de acumular aquellos cartones que reproducían lugares, edificios, bosques o gente importante? Todo ocurrió en el mismo marco donde mi tío el rey Eduardo había celebrado mi entrada en sociedad.

Se trataba de una cena de altos vuelos para agasajar al joven rey de España que iba a llegar a nuestro país con la indudable finalidad de encontrar esposa.

Se sabía que su madre, la reina regente, se decantaba por una princesa germana. Pero el rey consideraba importante estrechar lazos con Inglaterra.

Por entonces sonaba mucho el nombre de Patricia de Connaught. Era la princesa adecuada que todos juzgaban digna de reinar en un país que, aunque protagonista de varios acontecimientos desafortunados, iba alcanzando cotas que parecían seguras para recobrar su gran prestigio histórico y asentarse en Europa con la solidez de sus ancestros gloriosos.

Su llegada a Londres fue un acontecimiento importante. El embajador de España y el entonces ministro de Estado, Villarrutia, se esmeraron en que el viaje del monarca adquiriese un relieve grandilocuente, sobre todo por el desafortunado hecho que tuvo lugar en París cuando Alfonso, en su viaje a Inglaterra, tuvo que recalar en la capital francesa.

Al llegar a Francia todo fueron halagos para él; atenciones, esmeros, cortesías y deferencias que Alfonso, con su innata simpatía y su dominio del francés, supo agradecer con grandes alardes de cordialidad y satisfacción.

De hecho, aunque oficialmente aquel viaje a Londres desde París era una obligada cortesía a mi tío Eduardo VII por haber atracado su barco en España durante una excursión por el Mediterráneo y tenía un carácter meramente protocolario, oficiosamente todos barruntaban que se trataba de un montaje subrepticio para conocer a una princesa inglesa y convertirla en su mujer.

En aquella época, muchos hablaban de que la elegida podía ser mi prima Patricia, entre otros motivos (su padre, el duque de Connaught, la había llevado a Sevilla) porque se notaba muy atraída e interesada por el catolicismo.

Sin embargo, la que más anhelaba ser la elegida seguramente era Bee.

Aunque algo mayor que Alfonso, su estilizada figura y aquel modo jocoso que la caracterizaba le daban cierto aire de inocencia que la aniñaba. Luego estaba su seguridad. Y aquella constante necesidad de ser la primera en todo.

Pronto se supo que el rey de España, tras un recibimiento caluroso en Francia (no sólo por el presidente de la República, Loubet, sino por todo el pueblo francés, los estudiantes y las instituciones de mayor relieve), fue testigo del estallido de una bomba a su paso por la rue Rivoli, en plena noche, tras salir de la ópera, acompañado por el presidente de la República.

La reacción del viejo Loubet fue arrojarse al suelo: «Sir, nous sommes foutus», exclamó asustado.

Pero el rey, sin inmutarse y dando muestras de una admirable sangre fría, ayudó a levantar al anciano presidente como si de un percance inocuo se tratara, mientras le decía: «Son gajes del oficio, señor».

La frase no tardó en llegar a los oídos ingleses y, pese a la juventud del rey, aquel alarde de docta gallardía lo convirtió en un monarca adulto con méritos suficientes para gobernar con criterio sólido el complicado país español.

Por supuesto, aquel «incidente» no le impidió a Alfonso continuar con los planes previstos en Francia y cumplirlos estrictamente como si nada hubiera ocurrido, mientras estuvo en París.

Eso le valió que, al llegar a Londres, el rey de España fuera recibido por mi gente como un verdadero héroe digno de los mayores halagos, atenciones y respetos.

Aunque Patricia Connaught parecía ser la candidata más probable, pronto se supo que ella (enamorada del marqués de Anglesey) no sólo se negaba a ser la reina de España, sino que incluso se mostró algo seca y poco receptiva ante las atenciones del rey.

Aquellos desaires repentinos de mi prima Patricia le hicieron exclamar a Alfonso: «¿De veras soy tan feo?».

Lo era. No puedo negarlo. Las pocas veces que lo vi antes de la gran cena que mi tío el rey le ofreció en Buckingham Palace me dejaron fría y poco dispuesta a esperar que el monarca español se interesara por mí.

A simple vista, aquel invitado de honor carecía de atractivo. Aunque alto, era muy delgado y su rostro, a mi modo de ver, parecía una calavera envuelta en piel.

Sus modales y composturas eran los de un hombre hecho y derecho; sólo tenía dieciocho años, pero a esa edad el físico masculino jamás consigue estar a la altura de una mente que, en él, era ya sin duda alguna preclara, muy trabajada y preparada para afrontar responsabilidades de gran altura. No obstante, su fama de hombre inteligente y dueño de sí mismo destacaba más que su físico poco atractivo. Por eso, en cuanto se le conocía, su apariencia poco agraciada se esfumaba. Lo esencial trascendía desde su intelecto: sabía vencer, convencer, ser oportuno y sobre todo arrollador.

Tal vez por eso en el lujoso banquete que se había organizado aquella noche, salvo Patricia (que no quiso asistir), las probables candidatas utilizaron sus mejores resortes femeninos para conquistar a Alfonso. Y es que, pese a su apariencia, tenía un don especial que encandilaba a las mujeres.