Yo no contaba en aquel guiso de princesas candidatas. Aunque nieta de la reina Victoria y sobrina muy querida de mi tío el rey, carecía de los requisitos acostumbrados para ser la elegida. Mi padre no tenía una ascendencia tan rigurosamente importante como la de mi madre. Aunque muy digno y rebosante de amor, su matrimonio era morganático. Por eso (como me solía decir Bee) yo nunca podría aspirar a ser reina.
Me estoy viendo ahora sentada a la mesa de aquel fastuoso banquete, a gran distancia del lugar destinado al egregio invitado.
Era imposible mantener desde mi puesto una conversación con él. No me importaba. Desde que se anunció su visita a Londres, jamás se me ocurrió que la elegida pudiera ser yo.
Fue una velada larga, animada y sobrecargada de interrogantes. Las candidatas, nerviosas, trataban de conectar con el rey entre inquietas y esperanzadas, sin llegar a admitir que el agasajado podía mostrarse algo incómodo. Pero su mirada no se apartaba de la mía.
Comprendí que, desde la distancia que nos separaba, un hilo invisible estaba tirando de él hacia mí. Reconozco que su actitud me halagaba. Cuando se es tan joven, las sensaciones que nos satisfacen suelen confundirse con los sentimientos. Pero los míos no maduraron hasta pasado algún tiempo.
Pronto me di cuenta de que, pese a las ambiguas impresiones, siempre agradables, que aquel muchacho me producía, yo no estaba enamorada de él. A veces soñaba: me veía convertida en reina, pero se trataba de un reinado desteñido y carente de lo que yo más deseaba: sentirme enamorada de un hombre aunque se tratara de alguien muy lejano a mi ambiente. Tal vez por eso nuestros principios fueron algo fríos y como envueltos en nieblas.
Nos veíamos con frecuencia durante aquel viaje a Londres, pero el marco siempre era el mismo: bailes, excursiones a caballo, cacerías. Ambientes propicios al encuentro, pero muy alejados de intimidades verbales.
Admito que, aunque nuestras conversaciones aún eran algo insustanciales y un tanto forzadas, a medida que yo trataba a aquel hombre su físico poco agraciado se difuminaba en cuanto rompía a hablar. Era muy ingenioso, rápido en definir y certero en sus definiciones. Departir con él era como trasladarse a un mundo totalmente ajeno al mío: un mundo hecho de eclosiones que expresaban ideas ingeniosas para mí desconocidas. No era bromista, pero su sentido del humor causaba un continuo manar de lucideces jocosas. No voy a negarlo: Alfonso poseía el don de atrapar la atención en cuanto rompía a hablar. Su voz bien timbrada revestía de sutilezas todo cuanto exponía.
Ignoro si él se daba cuenta de la poderosa facultad que le caracterizaba. De lo que estoy segura es de que no intentaba ganar la atención y el interés de sus interlocutores por aquella indudable cualidad. Pero fuera cual fuese su intención, el hecho era que departir con él siempre constituía un hecho agradable. Nadie se aburría cuando briosamente se lanzaba a exponer sus puntos de vista. Generalmente acertaba. Y, si no acertaba, tampoco importaba demasiado porque su verbosidad bastaba para fascinar a cualquiera.
En efecto, hablar con Alfonso era divertido. Pero, en lo que a mí se refiere, aquella particularidad tampoco amplió mis sentimientos amorosos hacia él. Era un buen amigo. Alguien dotado de una excepcional capacidad para no aburrir, para manejar a la perfección sus dotes de hombre preparado mentalmente que sabía mostrarse cauto antes de adentrarse en terrenos resbaladizos.
De improviso, presto ya a abandonar Inglaterra, un día, mientras bailábamos, me preguntó si coleccionaba postales. Le dije que, efectivamente, yo era una aficionada a recopilarlas y clasificarlas por materias y categorías.
Mirándome fijamente, me dijo: «Te mandaré postales a condición de que tú me contestes». Se lo prometí.
Así empezó todo.
Alfonso no dominaba el inglés. Incluso se disculpó cuando tras la famosa cena de gala que mi tío había organizado en su honor comenzó a abordarme directamente en mi idioma: «No lo estudié a fondo porque ése era el lenguaje de nuestros enemigos cuando la guerra de Cuba», me confesó con aire compungido.
No hubo problemas. Yo hablaba y escribía correctamente el francés y ésa fue la lengua que utilizábamos tanto en nuestros encuentros como cuando, al abandonar él Inglaterra, empezó a enviarme las famosas postales prometidas.
Al despedirse Alfonso, parecía muy enamorado. Con voz cálida y penetrante me suplicó: «Espero que no me olvides». Mi respuesta no fue demasiado halagüeña para él, pero, lejos de cerrar puertas, las dejaba entreabiertas con un soplo de esperanza: «Es difícil olvidar la visita de un rey», le dije.
Cuando se fue lo eché de menos. En varias ocasiones me pregunté a mí misma si aquella sensación era amor.
No lo era. Pero no tardó en brotar en cuanto comencé a recibir las famosas postales prometidas. Todas ellas rebosaban chispazos inesperados de sutilezas hasta entonces jamás experimentadas por mí.
Fueron aquellos textos los que lentamente motivaron mi interés por los sentimientos de aquel hombre.
Nada de lo que en ellas escribía se perdía en vaguedades o en laberintos sin salida. Sus expresiones escritas superaban con creces las frases habladas. De improviso comprendí que los días sin aquellas postales eran días sin sentido. Días desiertos. Días perdidos.
Lo de menos era ya que el hombre que sabía expresarse con tanta profundidad fuera un rey: lo esencial era que sus exposiciones literarias tuvieran alcances emocionales, y que analizara las realidades de la vida con un criterio maduro. Por eso, pese a la distancia que nos separaba, cada frase suya plasmada en el papel no sólo barría lejanías, sino que estaba ganando terreno y cercanía en mis propios sentimientos afectivos.
Poco a poco, la tendencia amistosa que yo plasmaba en mis tarjetas postales fue transformándose en misivas de un mayor alcance intimista. Incluso me atrevía a incluir en ellas frases escritas en español y en inglés, acaso para que la unión de esos dos idiomas pregonara de algún modo una especie de contraseña futurista.
Sin embargo tardé algún tiempo en transformar «Mi querido amigo» por «Queridísimo Alfonso».
De improviso en las cartas de Alfonso surgieron las confidencias, breves insinuaciones que yo trataba de corresponder con las mías.
Durante aquel continuo fluir de pequeños secretos personales, todavía participaba de ellos mi prima Bee, especialmente cuando ambas hicimos juntas un viaje por Europa.
Indudablemente, aunque no me lo confesaba, Bee todavía tenía esperanzas de ser elegida por el rey.
Sabía que Alfonso me prefería a mí, pero, como siempre, no se resignaba a ser la segundona.
Insistía. Se empeñaba en atraer la atención del monarca esgrimiendo sus dotes de simpatía y de ingenio sin el menor reparo, uniendo sus postales a las mías.
Sin embargo, tuvo que claudicar cuando las famosas postales se convirtieron en folios de papel que testimoniaban sintonías cada vez más impregnadas de una indiscutible ternura hacia mí.
Me pregunto ahora si Bee tenía ya entonces la intención de casarse con el primo del rey, Ali de Orleáns. No podría jurarlo, pero cuando sus esfuerzos por conquistar la corona española fracasaron no tardó mucho en lanzar sus dardos hacia quien, por razones familiares, podía adherirse sin impedimentos al entorno del monarca español.
Cuántas veces en mis brotes de recuerdos vagos surge la duda de si el matrimonio de mi prima con el primo de Alfonso fue de verdad por amor, por interés o por vindicar de algún modo el fracaso que experimentó ella cuando se comprendió rechazada por quien claramente se proyectó hacia mí.
Nunca lo he sabido. Durante mucho tiempo creí que Bee era mi mejor amiga: mi hermana gemela, mi confidente más sólida. Muchos años tuvieron que pasar para que mi devoción por ella se desmoronara.