Resultaba inconcebible que aquella unidad tan consolidada y tan llena de comunicaciones confidenciales pudiera ser únicamente restos convencionales perdidos en la verdad de unos espacios vacíos de lealtad.
Durante lustros fui coleccionando material intimista y afectivo para volcarlo sobre ella. Todas las verdades más profundas de mi vida iban siendo suyas, convencida de que sólo Bee era merecedora de mis sinceridades.
Ni siquiera tuve en cuenta que la gente cambia, que la adolescencia se forja con verdades endebles y que el transcurrir diario, lejos de atar, desata, separa, inmuniza y destruye lo que en nuestras ignorancias, casi infantiles, consideramos eterno.
Entonces yo no podía adivinar que los desengaños fueran más poderosos que las amistades supuestamente sólidas, y que los valores que en la juventud juzgamos inviolables puedan extrapolar fijaciones consideradas inamovibles.
De hecho nada en este mundo puede ser inmune a la decadencia. Todo está expuesto a derivar, a caer, a trasladarse más allá de nuestras convicciones aparentemente indestructibles.
Pienso ahora que, en realidad, nada lo es. Todo es susceptible de variar, de transformarse en algo que «fue» y de convertirse en ruinas.
Sin embargo, cuando las cartas de Alfonso dejaron de ser postales para trocarse en instrumentos de amor sin marcha atrás, amor persistente y según él invulnerable, ni de lejos fui capaz de imaginar que la solidez de aquellos sentimientos podía destruirse.
En su favor tenía aquella indudable reticencia mía a sentirme desde el principio atraída sentimentalmente por él. No obstante, lentamente fui comprendiendo que sin aquellas misivas algo muy entrañable dentro de mí corría el riesgo de enfermar, de naufragar en dolencias incurables. Nada en el mundo podía ya tener una razón de ser sin aquella frase que encabezaba todas sus cartas: «Ena chérie». También las mías eran a su vez declaraciones sin barreras: la amistad era ya otra cosa. Y mis cartas iban dándole a entender lo que durante nuestros encuentros personales no existía.
Pienso ahora que acaso nuestras expresiones plasmadas en el papel, lejos de perderse en vaguedades o en posibles equívocos, tienen más vigor convincente que las que se manifiestan con la voz.
De improviso, tras varios meses de comunicarnos por correo, entre nosotros se acabó la amistad. Comenzó otro sentimiento. ¿Era amor? Hoy día llaman amor al enamoramiento. Sea lo que fuere, la atracción que Alfonso logró proyectarme fue apoderándose de mí tan profundamente, que ni un solo instante dejé de dudar sobre mis propias percepciones.
Lo quería. Lo necesitaba. Ni siquiera me importaba que fuera rey. Estoy convencida de que, aunque hubiera sido un simple plebeyo, si era capaz de escribir aquellas maravillosas cartas me hubiera enamorado igualmente.
Se acabaron los «Chére Ena» de los principios y los «Au revoir, ma belle amie» de los finales. El paso del tiempo había modificado incluso nuestras despedidas: «Je t'embrasse, Ena mon amour». Y yo finalizaba mis respuestas con un: «Please don't forget me. Goodbye my love».
Un «love» sincero. Un «love» que ya no arrastraba dudas, que precisaba alivios con encuentros, con ilusiones realizadas y con esperanzas cumplidas.
Nuestros proyectos admitieron enseguida mi necesario cambio de religión.
Una reina española debía ser católica. El tema no fue debatido hasta los finales de nuestra correspondencia.
Le dije entonces que desde que era niña venía cuestionándome la solidez anglicana y que las razones que nos daban al instruirnos carecían de un material convincente.
Por lo pronto Enrique VIII, por motivos poco claros, había decidido adjudicarse el derecho de ser jefe de la Iglesia del país donde reinaba porque el papa no era digno de serlo. Y los católicos de aquella época que no admitían aquella nueva ley automáticamente se convertían en traidores y merecedores de toda clase de castigos.
Pero ¿en qué consistía la maldad del papa? Las explicaciones que me daban resultaban vagas y poco convincentes. En vano intentaba ahondar en los libros que caían en mis manos. Todos ellos eran siempre revisados por la abuela Victoria y la verdad acababa escondida en los textos que me imponían leer.
Sólo en alguna ocasión mi madrina, Eugenia de Montijo, había dejado escapar registros luminosos en sus charlas conmigo cuando, durante mi adolescencia, nos visitaba en la isla de Wight.
La idiosincrasia de Eugenia de Montijo continuaba siendo española, y, aunque su amistad con mi abuela era muy sólida, también lo eran sus convicciones religiosas.
No obstante, nunca intentó devaluar nuestro anglicanismo. Se limitaba a perfilar los esplendores espirituales que habían sido plasmados artísticamente desde hacía muchos siglos, basados en fortalezas y vigores de unas creencias que, según aseguraba ella, constituían pilares sólidos desde la venida de Cristo a la tierra.
«Cuando viajes por Europa, procura enriquecer tu inclinación hacia la lectura con libros que en Inglaterra no suelen encontrarse», me dijo.
La obedecí.
Especialmente en Francia era fácil dar con volúmenes específicos que explicaban y describían vidas de santos, hechos sobrenaturales ocurridos a lo largo de los siglos y razonamientos clarividentes que en nuestra religión no figuraban. En ocasiones Bee se enfrentaba conmigo por rastrear curiosidades que en nuestro país eran un material subversivo: «No irás a decirme que estás preparándote para reinar en España».
No. En aquel viaje que hicimos juntas, Alfonso era todavía un grato recuerdo, una agradable voz lejana. En suma, una promesa de intercambiar postales. Todavía no había llegado mi hora sentimental. El cambio se produjo de improviso, de una forma vaga. Sus cartas iban monopolizando su recuerdo y mis inclinaciones religiosas sólo fueron elementos muy propicios a debatir entre nosotros sin violencias ni discusiones.
Recuerdo que en las últimas cartas yo le decía que las lecturas y mi empeño en analizar la verdad habían ensanchado mis horizontes; que, poco a poco, las dudas que en mi adolescencia habían dejado un reguero de inseguridades iban desapareciendo, y que llevaba algún tiempo considerando abrazar la fe católica (como asimismo pensaba hacerlo mi prima Patricia Connaught), para acallar mis ocultas y persistentes suspicacias e incertidumbres.
No se me escapa la repercusión negativa que tuvo en la nobleza española aquella decisión mía al reforzar nuestro compromiso matrimonial. Dudaban de mi sinceridad. Incluso los más cercanos al rey le dieron a entender que mi empeño en abrazar la fe católica era una simple añagaza para cazarlo. También la madre de Alfonso vacilaba y ponía en entredicho la veracidad de mis intenciones.
Afortunadamente una vez más, Eugenia de Montijo movió la pieza necesaria para desvirtuar aquella duda: «Debes aclarar tus deseos de cambiar de religión con la madre del rey. Es una mujer muy recta, pero también muy receptiva. Seguramente vuestra convivencia podrá ser positiva si sabes convencerla. En suma: vencido ese obstáculo, ya nada ni nadie tendría derecho a dudar de tu sinceridad».
De la reina Cristina tenía yo pocas noticias como mujer. Conocía su fortaleza y aciertos como regente, pero no vacilé en tratar de conquistarla y procurar que mis intenciones fueran asimiladas por ella sin causar dudas perniciosas.
Lo primero que hice, ya en vísperas de la Navidad, fue mandar una carta a Alfonso hablando de su madre muy positivamente, y, al despedirme, le rogaba que besara sus manos de mi parte.
En realidad, desde que supe con certeza cuáles eran mis verdaderos sentimientos relacionados con Alfonso automáticamente tuve la necesidad de querer a su madre.
A mi entender, era muy difícil dejar de manifestar demostraciones afectivas por los seres que el hombre de nuestra vida ama y Alfonso sentía un amor grande por su madre.
Tal vez por eso me urgía convencerla, darle a entender mi necesidad de unirme a ella en aquel amor profundo que las dos experimentábamos por él.