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– ¿No dolió, eh? -dijo el posadero dijo con una sonrisa conocedora.

– Ni un poco.

Margaret rechinó los dientes.

– Señor, -dijo tan dulcemente como pudo, -¿por favor podría usted mostrarme mi habitación? Soy un desastre, y me gustaría tanto asearme antes de la cena.

– Desde luego. -El posadero reanudó su viaje hacia arriba, con Margaret pegada a sus talones. Angus se rezagó unos pasos detrás, sin duda riéndose a costa suya.

– Aquí es, -dijo el posadero, abriendo la puerta para revelar un cuarto pequeño pero limpio con un lavabo, un orinal, y una sola cama.

– Gracias, señor, -ella dijo con una cortés cabezada. -Estoy sumamente agradecida. -Entonces ella entró resueltamente al cuarto y cerró la puerta de golpe.

Angus aulló con la risa. No lo podía evitar.

– Och, usted está en problemas ahora, -dijo el posadero.

La risa de Angus se convirtió en una sonrisa.

– ¿Cuál es su nombre, buen señor?

– McCallum. George McCallum.

– Bien, George, pienso que usted tiene razón.

– Tener una esposa, -aseguró George -es un acto de delicado equilibrio.

– Yo nunca supe demasiado hasta este día.

– Por suerte para usted, -dijo George con una sonrisa taimada, -todavía tengo la llave.

Angus sonrió abiertamente y le tiró otra moneda, luego cogió la llave cuando George la lanzó por el aire. -Usted es un buen hombre, George McCallum.

– Aye, -dijo George mientras se iba, -eso es lo que sigo diciéndole a mi esposa.

Angus rió en silencio y puso la llave en su bolsillo. Él abrió la puerta sólo unos milímetros, luego llamó, -¿está usted vestida?

Su respuesta fue un ruidoso golpe contra la puerta. Probablemente su zapato.

– Si no me lo dice de otra manera, entro. -Él introdujo su cabeza dentro del cuarto, luego la sacó justo a tiempo para evitar el otro zapato, que vino navegando hacia él con mortal puntería.

Él se introdujo nuevamente, comprobó que ella no tenía nada más para lanzarle, y luego entró en la habitación.

– Le importaría decirme qué diablos era todo eso? -dijo ella con furia apenas controlada.

– ¿Qué parte de ello? -se paró

Ella le contestó con una mirada feroz. Angus pensó que ella parecía bastante atractiva con sus mejillas rojas de ira, pero sabiamente decidió que no era el momento para elogiarla sobre tales cosas.

– Ya veo, -dijo él, incapaz de evitar que las esquinas de su boca se crisparan de alegría. -Bien, uno pensaría que sería evidente, pero si debo explicarle…

– Usted debe.

Él se encogió.

– Usted no tendría un techo sobre su cabeza ahora mismo si George no pensara que es mi esposa.

– Eso no es verdad, y ¿quién es George?

– El posadero, y sí, con toda certeza es verdad. Él no habría dado este cuarto a una pareja que no estuviera casada.

– Desde luego que no, -dijo seca. -Él me lo habría dado a mí y le habría echado de la oreja.

Angus se rascó la cabeza pensativamente.

– No estoy tan seguro de eso, señorita Pennypacker. Después de todo, soy yo el que tiene el dinero.

Ella lo miró tan airadamente, sus ojos tan amplios y enfadados, que Angus finalmente notó que color tenían. Verde. Una sombra bastante encantadora, como la hierba verde.

– Ah, -dijo ante su silencio. -Entonces está de acuerdo conmigo.

– Tengo dinero, -refunfuñó ella.

– ¿Cuánto?

– ¡Bastante!

– ¿No dijo usted que le habían robado?

– Sí, -ella dijo, tan de mala gana que Angus se maravilló de que no se ahogase con la palabra, -pero todavía tengo algunas monedas.

– ¿Bastante para una comida caliente? ¿Agua caliente? ¿Un comedor privado?

– Ese no es realmente el punto, -discutió, -y la peor parte de esto es que usted actuaba como si se estuviese divirtiendo.

Angus sonrió sarcásticamente.

– Me estaba divirtiendo.

– ¿Por qué haría usted eso? -ella dijo, sacudiendo sus manos hacia él. -Podríamos haber ido a otra posada.

Un ruidoso trueno sacudió el cuarto. Angus decidió que Dios estaba de su parte.

– ¿Con este tiempo? -preguntó. -Perdóneme si carezco de la inclinación de aventurarme allá afuera.

– Incluso si tenemos que hacernos pasar como marido y mujer, -concedió ella, -¿tuvo que divertirse tanto a mis expensas?

Sus ojos oscuros se pusieron tiernos.

– Nunca quise insultarla. Seguramente sabe eso.

La resolución de Margaret comenzó a debilitarse bajo su mirada cálida y preocupada.

– Usted no tenía que haberle dicho al posadero que estaba embarazada, -dijo, sus mejillas volviéndose de un rojo furioso mientras pronunciaba aquella última palabra.

Él soltó un suspiro.

– Todo lo que puedo hacer es pedirle perdón. Mi única explicación es que simplemente me entusiasmé con la representación. He pasado los dos últimos días montando a lo largo de Escocia. Tengo frío, estoy mojado, y hambriento, y esta pequeña farsa es la primera cosa divertida que he hecho en días. Perdóneme si me sobrepasé con la diversión.

Margaret sencillamente lo miró fijamente, sus manos formando puños a los costados de su cuerpo. Ella sabía que debería aceptar su disculpa, pero la verdad era que necesitaba unos minutos para calmarse.

Angus levantó sus manos en una insinuación de conciliación.

– Usted puede mantener su pétreo silencio todo lo que quiera, -dijo él con una sonrisa divertida- pero esto no desaparecerá. Usted, mi querida señorita Pennypacker, es una persona más amable de lo que piensa.

La mirada que ella le dirigió era dudosa en el mejor de los casos y sarcástica en el peor.

– ¿Por qué? ¿Porqué no lo estrangulé allí en el pasillo?

– Bien, está eso, pero yo en realidad me refería a su desgana de hacer daño a los sentimientos del posadero menospreciando su cocina.

– Realmente menosprecié su cocina, -indicó ella.

– Sí, pero no lo hizo en voz alta. -Él la vio abrir la boca y alzó su mano. -Ah, ah, ah, no más protestas. Usted está determinada a provocarme aversión, pero me temo que no funcionará.

– Usted está loco-suspiró.

Angus se quitó su empapado abrigo. -Ese particular estribillo en particular se está poniendo aburrido.

– Es difícil discutir con la verdad, -murmuró. Entonces miró para arriba y vio lo que él estaba haciendo. -¡Y no se quite el abrigo!

– La alternativa es la muerte por pulmonía, -dijo él suavemente. -Sugiero que usted también se quite el suyo.

– Sólo si usted se va de la habitación.

– ¿Y pararme desnudo en el pasillo? No lo creo.

Margaret comenzó a pasearse y a registrar el cuarto, abriendo el guardarropa y sacando a cajones.

– Tiene que haber un vestidor aquí en algún sitio. Tiene que haber.

– Probablemente no encontrará uno en la cómoda, -dijo él amablemente.

Ella estuvo de pie sin moverse durante varios momentos, tratando desesperadamente de contener su cólera. Toda su vida había tenido que ser responsable, dar buen ejemplo, y las rabietas no eran un comportamiento aceptable. Pero esta vez… Miró sobre su hombro y lo vio sonreírle burlonamente. Esta vez fue diferente.

Ella cerró de golpe al cajón, lo que debería haberle dado alguna medida de satisfacción si no se hubiese pillado la punta de su dedo medio.

– ¡Aaaaauuuucccchhhhh! -aulló, e inmediatamente metió su palpitante dedo en su boca.

– ¿Está usted bien? -preguntó Angus, moviéndose rápidamente a su lado.

Ella asintió.

– Márchese, -masculló ella con el dedo en la boca.

– ¿Está segura? Podría haberse roto un hueso.

– No lo hice. Márchese.

Él tomó su mano y sacó con cuidado el dedo de su boca. -Se ve bien, -dijo con voz preocupada, -pero realmente, no soy ningún experto en estos asuntos.