Miró más allá del viejo que la abrazaba y vio a Arroyo, de pie a la entrada del compartimiento, parcialmente oculto por las pesadas cortinas de seda azul que colgaban por todas partes en este carruaje real. Luego oyó un crujido quieto detrás de Arroyo y una mano femenina larga y suave lo tomó del brazo. Miss Harriet cerró la boca y vio fugazmente a la mujer con la cara de luna envuelta en un rebozo azul.
Continuaron las explosiones, creciendo en estrépito y frecuencia; ella se zafó del abrazo tierno del viejo y acabó de abotonarse la blusa: ¿qué sucede?, pero el miedo debe ser secreto.
– Quizás volvieron los federales -dijo el viejo, sin temor de hacer público el temor-. Entonces que el diablo se compadezca de nosotros.
– No -dijo la pequeña mujer con rostro de luna y manos largas y suaves, entrando desde el compartimiento del general-. Sólo son cohetes.
Era el día de la santa patrona de este pueblo, dijo la mujer, un gran día de fiesta para toda la comarca, ya verían, y los guió del carro estacionado al aire lleno de pólvora disparada por los mismos hombres que el día anterior disparaban Winchester contrabandeados desde Tejas. El aire era el ácido hogar de la pólvora y el incienso unidos y un grupo de niños enmascarados rodearon a miss Harriet y saltaron imitando a los viejitos. El gringo viejo se detuvo y miró hacia el vagón de ferrocarril.
Arroyo estaba de pie en la plataforma, su torso desnudo, un largo cigarro negro entre los dientes, rodeado de humo, mirando al viejo, mirando a Harriet Winslow, mirándolos a ellos. Los danzantes indios del norte bailaban monótonamente enfrente de la capilla, sus tobillos enlazados con cascabeles, y el viejo siguió a Harriet hasta el casco arruinado de la hacienda, a lo largo de los portales devastados donde las mujeres de la aldea, con una mezcla de pena y de gracia, se estaban probando los vestidos viejos que ella les autorizó a remendar: la mejor oportunidad era siempre la fiesta, y asimismo Harriet quería mostrarle al gringo lo que había hecho, vencer al sueño, vencer al pasado, organizar el futuro: salvar una vida, pero esto no lo quería decir ella, que se enterara él solo.
Las perlas ya no estaban allí y ella sintió vergüenza y rabia, hundiendo el puño en el cofrecito vacío. Todo lo demás, lo soñado, lo preparado, lo ganado, se desvaneció amargamente (ahora ella se sienta sola y recuerda).
– La rapiña -dijo-, eso es lo único que quieren.
– No tengas miedo -dijo súbitamente el viejo.
– No tiene nada que temer -dijo Arroyo, que se estaba fajando las pesadas pistoleras a los lados del vientre desnudo y plano. Su única vestimenta eran las botas altas y los pantalones de gamuza.
– Perdóname, no me dio tiempo de vestirme. Me dio miedo que fueras a hacer algo atrabancado, señorita.
– Usted tiene su botín -contestó ella, orgullosa (recuerda), altanera (ahora se siente sola) y contenta de que él la hubiera oído-. Es lo único que quieren, ¿verdad? Lo demás es aire caliente.
Arroyo miró el cofre vacío. Miró al viejo. Tomó con fuerza la muñeca de Harriet; Harriet también miró al viejo, pidiendo auxilio, pero él supo que su tiempo con esta muchacha había llegado y se había ido, aunque ella todavía tuviera tiempo de anidarse en brazos de él y quererlo como mujer o como hija, no importaba, ya era demasiado tarde: vio la cara de Arroyo, el cuerpo de Arroyo, la mano de Arroyo y se dio por vencido. Su hijo y su hija.
– Jinete: ¿tomarías a una mujer lastimada o por lástima?
Arroyo le tomó la muñeca y ella quiso luchar contra él si el viejo no obedecía las primeras palabras de Arroyo y la protegía; pero el fantoche de su propio ridículo se interpuso entre ella y su resistencia. Arroyo sólo le hizo sentir que ella también era fuerte, que él la estaba llevando en contra de su voluntad, no pataleando y protestando, sino fuerte como él, fuerte en cualquier situación que él quisiera crear ahora: los condujo a Harriet y al gringo viejo fuera de la casa al día ardiente, nublado, seco y pardo, entre los hombres y mujeres arrodillados en el polvo frente a la capilla, agolpados frente a la capilla llena ya de gente: ella se sienta sola y recuerda que más que un regreso de los federales temió ahora estar de veras en una tierra fatalmente extraña, donde la única voluntad cierta era una terca determinación de no ser nunca sino el mismo viejo, miserable y caótico país; ella lo olió, ella lo sintió. Esto era México.
El viejo olió el miedo de Harriet e imaginó lo que su propio padre, el calvinista tormentoso, hubiera dicho al entrar a esta capilla:
– ¡Oh el desperdicio, el horror de la prodigalidad, el gasto idólatra de los frutos del Señor en esta masa barroca de hoja dorada en cada rincón del altar, los muros esculpidos, los relieves dorados de higos y manzanas y querubes y trompetas, la diarrea del oro mexicano y español en medio de un desierto de polvo y puercos y espinas y pies descalzos y ropas rasgadas y sacrificios quemados!
El Cristo muerto estaba en su jaula de vidrio. El Rey de Reyes desnudo, cubierto apenas por su capa de terciopelo rojo. Continuaba sangrando después de muerto. El sacrificio no había roto la servidumbre de su vida, de su encarnación, de su horrible solicitud de salud en medio de la condena preordenada de su maldito cuerpo terreno que sólo debió estar pensando en su Padre: su padre en el aire, jinete del aire, trepado para siempre en un púlpito calvinista, su caballo de madera, su Clavileño de condenas y predestinaciones: la gringa salvó a la niña enferma de la Garduña: un milagro: una necesidad: el gringo viejo vio una complicidad fría y no declarada en los ojos de miss Harriet cuando los dos se reunieron en las religiones sin altar del norte, donde Jesús el redentor vivía liberado para siempre de la carne, de la escultura, de la pintura, un espíritu impalpable volando en aras de la música: un Dios de verdad que nunca podría sangrar, comer, fornicar, o evacuar, no como el Cristo mexicano.
Arroyo la atrajo a sí y señaló hacia el altar centelleante, autodevorador, excrementicio, donde la Virgen tampoco sangraba o fornicaba, la pura madre de Dios de pie en toda su gloria de esmalte drapeada en vendajes de oro y azul y coronada de perlas, ahora ella se sienta sola y recuerda esas perlas que ella misma salvó ayer apenas de la alcoba sombría de la castellana ausente y ofreció como una tentación y un monumento al ahorro y a la honradez en un cofre abierto.
– ¿Quién pagó toda esta… esta… esta extravagancia? -fue todo lo que pudo decir para esconder la vergüenza que sentía, su acusación de robo; se condujo como la sobrina nieta del viejo Halston:
– Ahorraron el año entero, señorita, hasta pasaron hambres para no pasarse de su fiesta.
El fue criado aquí, el hijo del silencio y de la desgracia.
Una fiesta sin fin, una cosa proliferante que se alimentaba de sus propios excesos de color y fiebre y sacrificio. El gringo viejo no quiso leer presagios o significar fatalidades en la vida que lo rodeaba, apretujándolo y empujándolo lentamente adentro de la capilla, sintiendo el culebreo duro e inderrotable de la fe encarnada y del sacrificio y del desperdicio hacia el altar, separándole de ellos, el viejo separado de Arroyo y Harriet, el hombre y la mujer ahora juntos, ahora abrazados por un destino ciego que el gringo viejo podía entender en el rostro de Harriet pero no en el suyo. El rostro de Arroyo. El rostro del gringo viejo, diciéndole a Arroyo: "Tómala, toma a mi hija." En medio de los penitentes arrodillados, los inciensos espesos y los pechos de escapularios, rodó el peso de plata perforado y el niño Pedrito, en cuatro patas, se escabulló como un animalito, temeroso de perder su única riqueza.