XIV
El perro se fue rodando hasta el confín de la plazoleta. Pedrito oyó una pianola lejana, que el niño supo ubicar en la confusión de la fiesta. Tarareó esa música. ¿Quién no la conocía?
– Sobre las olas -le dijo al oído Tomás Arroyo a Harriet Winslow.
– The Most Beautiful Night -le dijo Harriet Winslow al oído a Tomás Arroyo, la pianola tocando desde un rincón exhausto e invisible de la hacienda, él y ella en el salón de baile salvado por el general al fuego y regalado, dijo ella, a la noche, a la luz de la noche.
Bailaron lentamente, reproducidos en los espejos como una esfera de navajas que corta por donde se la tome: -Mira. Soy yo.
– Mira. Eres tú.
– Mira. Somos
ellos abrazados en el ocaso de la fiesta: ella bailando con él muy lentamente el vals pero bailando también con su padre, bailo con mi padre que regresó condecorado de Cuba, ascendido en Cuba, salvado por Cuba, salvador de Cuba:
– Fuimos a salvar a Cuba.
– Venimos a salvar a México.
Harriet bailando esta noche con su padre erguido, condecorado, valiente, en un sarao de bienvenida a los héroes de Cuba, escarapelas tricolores en cada pecho de mujer, WELCOME BACK HEROES OF SAN JUAN HILL, su padre uniformado, con bigotes tiesos y pelo perfumado, orgulloso de su hija esbelta en revuelo de tafetas, el capitán Winslow sin embargo oloroso a algo distinto y ella clavando la nariz en la nuca del padre, oliendo a la ciudad de Washington en la nuca de su padre, esa falsa Acrópolis de mármol y cúpulas y columnas plantadas en el barro húmedo de un trópico pernicioso porque no dice su nombre: un sofoco septentrional, la jungla de mármol como un cementerio grandioso y deshabitado, los templos de la justicia y el gobierno hundiéndose en una maleza ecuatorial, devoradora, creciente: un cáncer vegetal enredado en los cimientos de Washington, una ciudad mojada como la entrepierna de una negra en celo. Harriet hundió la nariz en la nuca de Tomás Arroyo y olió a sexo erizado y velludo de una negra: Capitán Winslow, estoy muy sola y usted puede tomarme cuando guste.
Tomás Arroyo apretó el talle de la mujer extranjera mientras bailaban y se acercó más a su vientre boscoso, imaginó el vientre de Harriet como un bosque muy lindo que él vería siempre de lejos, y detrás de una puerta de espejos salió Tomás Arroyo un niño a bailar con su madre, su madre la esposa legítima de su padre, su madre la señora limpia y derecha, sin un peso de nubes sobre los hombros, sin una corona de cierzos en la cabeza, sin los ojos cenicientos de cargar tanto sol, sino limpia, sólo eso, una señora limpia, vestida limpia, peinada limpia, calzada limpia, que bailaba con su hijo el vals Sobre las olas que tantas veces oyeron desde lejos, en el caserío donde podían vedarse las miradas pero no los rumores de la música.
Tan intensa la música que le daba voz a la tierra casi siempre silenciosa y les permitía mira somos nosotros dedicarse al amor sin miedo de ser escuchados. Tomás Arroyo metió la lengua en la oreja de Harriet Winslow. Ella sintió entonces el temor de conocer la belleza y el peligro al mismo tiempo.
El temor se convirtió en un placer sólo por haberlo pensado. El verdadero temor fue que después no volviera a pasar nada. Tomás Arroyo le metió la lengua en la oreja y Harriet Winslow sintió una ausencia terrible, no la de su padre, sino la del gringo viejo. "Voy a conquistar al general Tomás Arroyo antes de regresarme a mi casa y seguir mi vida de costumbre."
Pero el viejo le habría dicho que en México no había nada que someter y nada que salvar.
– Esto es lo que nos cuesta entender a nosotros porque nuestros antepasados conquistaron la nada mientras que aquí había una raza civilizada. Eso me lo contó mi padre después de la guerra en 1848. México no es un país perverso. Es sólo un país diferente.
Una lengua diferente, en su oreja: oída, sentida, húmeda, reptante, que Harriet aceptó pero de la cual, al mismo tiempo, huyó invocando su personal predisposición al cambio de estaciones: bailaba en brazos de Arroyo pero ella era capaz ahora mismo de darle un sentido a las temporadas que aquí no existían; bailó en los veranos de su infancia cerca de los rumores frescos de Rock Creek Park; descendió velozmente en un trineo por las pendientes nevadas de Meridian Hill Park; corrió tomada de la mano de su padre por la calle Catorce, comprando las manzanas y las nueces del otoño en las olorosas abarroterías griegas; fue al cementerio de Arlington un día de la primavera llena de polen fugitivo y cerezos asombrados y vio una tumba vacía.
Se apretó más a Tomás Arroyo, como si temiera perder algo, pero apartó la cara para mirar su propia salvaje sorpresa en los ojos del mexicano. -He estado aquí antes, pero sólo al irme me daré cuenta.
Le preguntó a la oreja si le gustaba soñar.
Contestó que sí: dejaba de tener edad.
Algo mejor: cuando despertaba no sabía dónde estaba.
Arroyo sólo recordaba una estación del año: era siempre la misma, el tiempo aquí no tenía esos signos en el camino y por eso era tan violenta la necesidad de marcar el tiempo con heridas inolvidables, de esas que siguen doliendo cuando se cierran: era toda su vida.
– Perdóname gringuita. No sé muchas cosas del mundo. A veces soy muy corajudo. Entiendo y siento algunas cosas muy hondo, gringuita, muy hondo, porque si no las siento, no tengo manera de entender nada.
Bailaron el vals como si bailaran una historia; ella le dijo cosas al oído en inglés, como si él pudiera entenderlas sólo porque ella las dijo como si todo hubiera pasado ya: nunca más veré a Delaney; cuando hablo de regresar no hablo de repetir; voy a regresar con tu tiempo, Arroyo; con el tiempo del viejo; los voy a guardar, Arroyo; tú no lo sabes pero yo voy a ser dueña de todo el tiempo que gane aquí; voy a hacerme más bella y más feliz a medida que entienda esto mejor y me pasee con los tiempos de todos ustedes, guardándolos, por las cañadas de Rock Creek en el verano y por las veredas nevadas de Meridian Hill en el invierno y deteniéndome en la calle Dieciséis en los otoños y las primaveras frente a una casa abandonada donde el sol poniente juega con los reflejos mutantes del sol sobre los vidrios de las ventanas: me perdonarás entonces porque mantengo tu tiempo, Arroyo, o lo degradarás todo pidiendo que me entregue a ti a cambio de la vida de un hombre…
No lo preguntó, pero tampoco lo afirmó. Ésta no sería más sólo una historia de hombre. La presencia (mi presencia, dijo Harriet) deformará la historia. Sólo espero que también le dé un secreto y un peligro que los hechos, en sí mismos, nunca garantizaron.
– La soledad es una ausencia de tiempo.
Arroyo la apretó contra su pecho y hubiera querido decirle todo lo que pensaba, para que ella no se fuera de aquí con ninguna queja, sino que se sintiera dueña de todo lo que aquí ganó. Le iba a pedir que guardara su tiempo, el de Tomás Arroyo, cuando él ya no pudiera hacerlo. Y el tiempo del viejo. También, asintió Arroyo. Lo aceptaría. Harían un trueque de tiempos, sonrió el mexicano: el que sobreviva guardará el tiempo de los otros dos, eso era aceptable, ¿verdad?, dijo casi con timidez, con una como ternura, el general, ¿verdad que sí?, pasara lo que pasara…