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Quería que los dos gringos dijeran cuando se fueran de México:

– He estado aquí. Esta tierra ya nunca me dejará. Eso es lo que les pido a los dos. Palabra de honor: es lo único que quiero. No nos olviden. Pero sobre todo, sean nuestros sin dejar de ser ustedes, con una chingada.

Entonces dijo lo que ella temía.

– De ti depende que el gringo regrese vivo a su tierra.

Ya no oyó lo que añadió Arroyo (Es un rejego. Es valiente. Es una mala cosa para mi tropa ser así) sino lo que no añadió (No pasaré esta noche sin ti. Te deseo como no te imaginas, gringuita. Bueno, te deseo como deseo que mi madre resucite. Así. Perdóname pero haré lo que sea para tenerte esta noche, gringuita preciosa) porque Arroyo no sabía que Harriet estaba bailando con un oficial condecorado, digno, recién bañado y en cambio Arroyo había abandonado a su madre decente y respetada: Harriet vio a Arroyo saliendo entre las piernas de todas las mujeres cargadas de pesares y sombras: asombradas, apesadumbradas.

Al separarse de Arroyo se vio en un salón de baile Lleno de espejos. Se vio entrando a los espejos sin mirarse a sí misma porque en realidad entraba a un sueño y en ese sueño su padre no había muerto.

Miró a Arroyo y lo besó con una salvaje sorpresa. El niño dejó caer el peso de plata pero la moneda no sonó contra la piedra porque una mano pecosa y huesuda, cubierta de vello blanco, la pescó en el aire.

XV

Se sintió humillado por la presencia paciente de la mujer con cara de luna envuelta en el rebozo azul. En sus ojos húmedos había un dominio de sí misma, hondo y sabio. Una mujer de soldado: las había conocido en su vida o había leído sobre ellas en todas las épicas del pasado. Pero ahora ella lo tocó con la mano larga y suave, pidiéndole sin palabras que fingiera que nada estaba pasando, que ella y él estaban aquí, en la brillante jaula de vidrio del salón de baile, enjaulados como el Cristo en su féretro transparente o como los terratenientes ausentistas que cada año ofrecían aquí un solo baile para las damas y caballeros de Chihuahua y El Paso y hasta la ciudad de México.

Fingían: él se sintió degradado, pero ella no.

– A veces él se siente solo y siempre es un hombre -dijo la mujer con cara de luna.

– ¿Usted no le satisface? -dijo bruscamente el gringo viejo.

Ella no se ofendió.

– Es que los hombres y las mujeres somos diferentes.

– Eso no es cierto y usted lo sabe. Yo no soy feminista. Una de las razones por las que estoy aquí, señora, es porque temo a un mundo lleno de sufragistas enloquecidas; un matriarcado insoportable. Lo que pasa es que todos nos desquitamos. Nada más que ustedes lo hacen más secretamente que nosotros. Eso es todo.

La mujer con cara de luna le dio la razón. La verdad es que ella estaba satisfecha y él no, no porque no la quisiera, sino porque le pedía que demostrara su amor aceptando que él lo necesitaba más que ella.

– Tú no eres campesina.

Tomó las manos de la mujer y las miró.

– No. Yo sé leer y escribir.

– ¿Dónde te encontró?

– No, yo lo encontré a él. Entró a mi pueblo como un joven corcel, negro y sedoso. Luego el pueblo fue tomado por los federales. Yo lo salvé de una muerte horrible, créeme, general indiano.

– La gratitud.

– Yo soy la agradecida, pues. Nunca me imaginé que alguien me pudiera amar así. No es lo acostumbrado en mi pueblo. Era un pueblito triste donde hasta las parejas casadas se acostaban a oscuras. Y con miedo o con asco, ya no sé.

Dijo que en cambio Arroyo era un hombre desnudo, hasta cuando andaba vestido. Era un hombre callado, hasta cuando hablaba.

– Tuve que salvarlo para salvarme. Estamos unidos y yo lo comprendo.

– Qué bueno.

Guardaron silencio largo tiempo; el gringo viejo trató de imaginar lo que Arroyo le estaría diciendo a Harriet mientras esta mujer le hablaba a él, sin imaginarse que también Arroyo podría estar pensando en lo que la mujer le contaba al gringo viejo mientras Arroyo le contaba a Harriet cómo la mujer con la cara de luna lo había salvado cuando estaba escondido de los federales en los primeros días de la campaña contra Huerta aquí en el norte:

Estaba por todos lados y Arroyo supo que lo matarían si lo encontraban. Se quedó solo en el pueblo y encontró refugio en un sótano. Desde allí los oyó taconear sobre su cabeza y matar a sus camaradas capturados. Lo oyó todo, porque ese sótano era como un caracol de mar. Luego lo clavetearon todo con tablas.

Arroyo no comprendía. Creyó que habían condenado este pueblo a muerte por darle cuartel a los revolucionarios. Lo encerraron sin saberlo en este sótano. El siempre fue bueno para olérselas. Olió a los perros dormidos allí en un rincón. El martilleo los despertó. Eran grandes y feos, grises con hocicos de acero. Nunca vio nada que se despertara tan despacio como si hubieran sido olvidados en ese sótano desde el principio del tiempo. Pensó que se los habían dejado nomás a él, que eran sus nahuales, sus espíritus animales. La verdad es que eran dos mastines feos, feroces y grises que el dueño de la casa abandonó allí porque los federales se lo robaron todo y a este hombre le gustaban sus perros más que su plata, de haberla tenido, o su mujer, que si la tenía.

– No me mires así, gringa.

– Así lo siento.

– Estás aquí libremente.

– Si, pero sólo por lo que tú dijiste. Lo sabes muy bien.

– Ah, te gusta el viejo.

– Si. Tiene un dolor. Por lo menos eso entiendo.

– ¿Y yo entonces?

– Tú infliges el dolor. Yo trataré de ayudarlo como pueda. Entiende que por eso estoy aquí.

– ¿Vas a salvarlo como ella me salvó a mi?

– No sé cómo te salvó ella.

Arroyo y los perros se acecharon. Los perros sabían que él estaba allí. Al sabia que los perros estaban allí. Los perros siempre atacan o ladran. Lo extraordinario de esta situación era que nada más acechaban a Arroyo, como si le temieran tanto como él a ellos. Quizás ellos no sabían que él no era otro animal o quizá su dueño les metió miedo de todo lo que oliera a soldado. Quién sabe. Los perros tienen más de cinco sentidos. Arroyo dijo que ni siquiera contaría esta historia, si no fuera tan rara.

Fue un día muy largo. Arroyo no se movió y les hizo sentir que él también era fuerte pero que por ahora no les haría daño. Luego vino la noche y él supo que los perros aguardaron porque podían sentirlo mejor de lo que él podía verlos. Gruñeron. Sintieron que Arroyo se estaba preparando contra ellos. Ladraron muy feo, y al rato saltaron. Arroyo disparó contra ellos. Los atravesó en el aire, como dos pesadas águilas. Les vació la pistola. Cayeron gruñendo horriblemente. Los miró. Temió que los disparos se hubieran escuchado y entonces otros iban a matarlo a él como él mató a los mastines. Les dio una patada y los volteó con la punta de la bota. Dos perros feos, monstruosos.

– Te cuento todo esto con la esperanza de que al fin me entiendas.

– Tú sabes por qué estoy aquí.

Pasaron los días y Arroyo podía oír las órdenes militares encima de su cabeza, sobre todo las órdenes a los pelotones de fusilamiento. Mientras él se iba muriendo de hambre con una pistola vaciada en una mano y dos perros muertos a sus pies. Le dieron ganas de que le sobrara una bala. Era mejor que comerse a sus enemigos muertos.