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– Creeré cualquier cosa que me digas ahora.

– No eres mi prisionera.

– Eso ya lo sé.

– Créeme todo lo que te digo. Puedes irte cuando tú quieras.

Esa noche oyó que alguien tocaba con los nudillos sobre los tablones claveteados. Una voz de mujer le dijo que no comiera ansias. Ella lo dejaría salir apenas pasara el peligro. Que no comiera ansias. Lo que ella no sabía es que Arroyo se hubiera comido a los perros. Pero escuchó su voz y se dijo que debía creer en ella, no debía ofenderla dudando de ella y además ella era su única esperanza. No debía comer esa carroña para no tener que decirle luego: creí en ti sabiendo que no era cierto y beso tus labios con los mismos labios que comieron carne de perro.

– Compréndeme y perdona mi amorcito pasajero por ti, gringa.

– Ya lo sé. Yo también sé salvar a un hombre. Pero quizás las consecuencias sean distintas. Sabes muy bien lo que debes contarme, general Arroyo.

Le dijo que había dos posibilidades de muerte la noche anterior después de la batalla. Una era la del gringo. La otra la del coronel de federales. Cualquiera de los dos pudo morir.

– Regresé a contarte que el coronel murió como un valiente.

– Vives un inacabable sueño de honor.

(Ahora ella está sola y recuerda: Así no es la vida como yo la entiendo. Ah, ¿ahora ella entendía la vida al fin, después de ser amada por él?)

– Eres vanidoso y tonto a veces, y a veces eres sincero y vulnerable. Esto sé después de haberte amado. Esto lo entiendo, pero no tu manera de entender la vida, porque tú celebras la muerte más que nada.

– Yo estoy vivo. Gracias a una mujer ayer y gracias a ti hoy.

No, ella negó agitando su cabellera castaña, él estaba vivo hoy porque todavía no le llegaba el mejor momento para su muerte. No lo dejaría pasar. Lo más importante de la vida de Arroyo no iba a ser cómo vivió, sino cómo murió.

– Seguro. Espero que tú puedas verme morir, gringuita. -Ya te dije que prefiero ver tu muerte que la del viejo.

– Está muy viejo.

– Pero no sé juzgar su dolor. El tuyo sí.

– Te la has pasado juzgándome desde que llegaste.

– Ya no lo haré más, te lo juro. Es mi promesa contra la tuya, general Arroyo.

– Hablas mucho, gringuita linda. Yo crecí en silencio. Tú tienes más palabras que sentimientos, creo yo.

– No es cierto. Me gustan los niños. Soy buena con ellos.

– Entonces ten uno.

Se rieron mucho y él volvió a besarla, metiéndosele en la boca como en un sótano lleno de perros, devorándole la lengua con la misma hambre que sintió entonces.

– ¿No te gusta, gringuita? Con o sin promesas, no te gusta, dime gringuita preciosa, gringuita amante y dolida, amando de veras por la primera vez, no me digas que no chula, ¿no te gustó mi amor, tu amor gringuita?

– Sí.

Arroyo gritó y la mujer de la cara de luna apretó la mano del gringo viejo y dijo de Arroyo lo que todos decían del gringo:

– Nomás vino aquí a morirse.

– Capitán Winslow, estoy muy sola y usted puede tomarme cuando guste.

El gringo viejo regresó caminando al carro de ferrocarril y vio a Arroyo solo, riendo y contoneándose, con paso fanfarrón, por el campamento polvoso, sin saber lo que su enemigo hacía o decía. Pero el gringo imaginó y temió que el general se paseaba como un gallito para dar a entender que la gringa era suya, se había desquitado así de los chingados gringos, ahora Arroyo era el macho que se cogió a la gringa y lavó con una eyaculación rápida las derrotas de Chapultepec y Buenavista.

Pero Harriet no pensaba como el viejo. Cuando Arroyo la dejó, la mujer con cara de luna había regresado al compartimiento donde dormían las dos mujeres y Harriet se sintió escandalizada y avergonzada. Esta era su verdadera mujer.

– Debes entender -dijo la mujer de las manos largas y suaves, que eran parte de su afecto y de su comunicación-. Eran azotados con el lado plano del machete si se les oía hacer el amor. A veces casi los mataban. Tenían que amar y gozar en silencio, te lo digo como mujer. Menos que bestias. Yo fui la primera mujer que él amó sin tenerle miedo a sus palabras y a sus suspiros. El nunca olvidara cómo gritó de placer la primera vez que se vino dentro de mí y nadie lo azotó. Tampoco yo lo olvidaré, señorita Harriet. Nunca voy a interrumpir su amor, porque sería como interrumpir mi amor. Pero él nunca había vuelto a gritar, hasta esta noche, con usted. Esto me dio miedo, debo confesárselo ahora, antes de que sea demasiado tarde y mi presagio se vuelva otra cosa. Tomás Arroyo es hijo del silencio. Su verdadera palabra son sus papeles que él entiende mejor que nadie, aunque no los sepa leer. Yo siempre temí que regresara aquí, donde nació. ¿Qué cosas pueden pasar cuando uno regresa al hogar que un día abandonó para siempre?

Como no supo qué contestar a esto, Harriet hizo un intento débil por decirle a la mujer que ella también tuvo un amante en su país, un hombre tierno y entero, un hombre distinguido y responsable, un… Miró los ojos de la mujer con cara de luna y no pudo continuar.

– Estás libre, gringa -le había dicho Arroyo al dejarla esa tarde, y ella le había contestado que no, ése no era amor de verdad, pero qué le iba a decir si regresaba otra vez, esta noche, un poco borracho, a decirle que no le bastaba una vez, que el dolor del gringo viejo no era nada junto al dolor de él, el dolor de no tenerla a ella otra vez, de seguirla deseando, imaginándola desnuda en sus brazos, acariciarla…

– Ya no tienes nada que desear o imaginar, general Arroyo.

– No me castigues, por favorcito.

– ¿Preferirlas imaginarme? Ahora hablas como un hombre que conocí una vez. También él prefería imaginarme mientras tomaba a otras, para que yo fuera su chica ideal. Quizás mi destino es vivir en la imaginación de los hombres.

Arroyo dijo que no conocía la historia personal de Harriet, ni quería saberla. ¿Quizás ella también sentía que se había desquitado?

– Todos somos gente resentida, unos más que otros -le dijo Tomás Arroyo-. A todos nos gusta la venganza. Aquí la llamamos por su nombre. ¿Cómo la llaman ustedes?

– Caridad… destino… -murmuró Harriet Winslow.

Admitió que sí quería matar al gringo viejo la noche de la batalla y luego decirle a ella que murió como un cobarde. ¿Qué quería ella, de veras? ¿Tener un padre como el gringo viejo, o ser como su padre con Arroyo? Ella tembló al oír esto y le dijo habla, habla, para que dijera otra cosa, no esa que acababa de decir.

Arroyo pensó antes de decidirse a quererla que nunca iba a saber por qué el gringo viejo no mató al coronel y perdió así la oportunidad de ganarse la confianza del jefe.

– Esa fue la primera cosa que me dije, gringa -le comunicó en seguida su duda-. La segunda fue: Arroyo, si matas al gringo viejo nunca va a ser tuya la gringuita. Entonces un diablito se me metió en la cabeza y me dijo: Arroyo, puede que las dos razones sean la misma. Ni tú ni el gringo quieren perder a esta linda mujer. Y los dos saben que ella nunca amaría a un asesino.

Esto la desesperó. ¿Cómo contaba Arroyo sus muertos? ¿Los del nuevo día borraban a los del anterior? ¿Cada mañana era borrón de sangre y cuenta nueva de muerte? Mañana, mañana… Dijo que no le importaba nada de lo que dijera ya. Pudo haber dicho lo que quisiera. Pudo haberle inventado otro destino al viejo. Le gritó que la estaba hiriendo en su fe más profunda. Le pidió que le creyera: ella no pensaba como él, le costaba seguirlo, no debían verse más, una sola vez para hacerse una promesa y darse un placer, lo admitía, pero no para reinventarse un destino, el propio y el ajeno también. Esa no era su fe, dijo sollozando Harriet Winslow. Sólo Dios puede hacer eso.