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– No un hombre como tú.

– Pude haberlo matado.

– Entonces nunca me hubieras poseído, tienes razón. Sólo estuve contigo porque me dijiste que querías matarlo. Eso me dijiste en el apretujón de la capilla, agarrándome los brazos.

– Oye, ¿qué es esa rueda en tu brazo derecho?

– Es una vacuna. Pero contéstame. Ahora debes cumplir tu promesa.

– Estás libre, gringa. ¿Vacuna?

– ¿Me enseñaste a descubrir el amor sin amar? Esta no es la verdadera libertad de una mujer, te equivocas.

Y otra vez:

– ¿No te gustó, gringuita?, dime si no te gustó, con o sin promesa, verdad que te gustó y quieres más, gringuita preciosa, muchachita dulce, gringuita mía mi amante cariñosa, amando de verdad por la primen vez, con tu vacuna y todo, yo sé, ¿no te gustó mi amor nuestro amor gringuita?

– Si.

Y esto Harriet Winslow nunca se lo perdonó a Tomás Arroyo.

XIV

– ¿Sabes por qué regresé? -le preguntó a Harriet Winslow, y en seguida no preguntó, afirmó-: Tú sabes por qué regresé. Tus ojos se te escapan, gringuita, debes andar huyendo de algo, puesto que tanto deseas regresar a lo mismo a lo que le andas huyendo: mira, te miraste en los espejos, ¿crees que no lo sé?, yo también me miré en los espejos, cuando era un muchachito; pero mis hombres no, ellos nunca habían visto sus cuerpos enteros; yo tenía que darles ese gran regalo, esa fiesta: ahora, mírense, muévanse, levanta un brazo, tú, baila una polka, desquítense de todos los años ciegos en que vivieron ciegos con sus propios cuerpos, tentando en la oscuridad para encontrar un cuerpo -tu cuerpo- tan extraño y callado y lejano como todos los demás cuerpos que no te permitían tocar o a los que no les permitían tocarte a ti. Se movieron enfrente del espejo y se quebró el encanto, gringuita. Tú sabes, aquí tenemos un juego de niños. Se llama los encantados. El que te toca te encanta. Te quedas quieto hasta que otra persona llega a tocarte. Entonces puedes moverte otra vez. ¿Quién sabe cuándo vendrá otra persona a encantarte otra vez? Encantar. Es una palabra muy bonita. Es una palabra muy peligrosa. Estás encantado. Pero ya no eres dueño de ti mismo. Le perteneces a otra persona que no puede hacerte bien o hacerte daño, ¿quién sabe? óyeme gringuita: yo he estado encantado por esta casa desde que nací aquí, no en la cama grande y acojinada y con baldaquines de mi padre, sino en el petate de mi madre en los cuartos de servicio. La hacienda y yo nos hemos estado mirando desde hace treinta años, como tú miraste al espejo o como mis hombres se vieron reflejados. Yo estaba encantado por la piedra y el adobe y el azulejo y el vidrio y la porcelana y la madera. Una casa es todo esto, pero mucho más también. ¿Tuviste una casa a la que le pudieras decir "mi casa" cuando eras niña, gringuita? ¿O tú también tuviste que mirar a una casa que pudo ser tuya, que de algún modo era tuya, me entiendes, pero que era más lejana que un palacio en un cuento de hadas? Hay cosas que son las dos cosas: tuyas y ajenas, que te duelen como propias porque no son tuyas. ¿Me entiendes? Ves otra casa, entiendes esa casa, ves cómo se prenden las luces y luego se escurren de ventana en ventana, luego las ves apagarse de noche y tú estás dentro de la casa pero afuera también, enojado porque estás fuera pero agradecido de que puedes ver la casa mientras todos ellos, los demás, los otros, muchos, están adentro, capturados, y no pueden ver: entonces ellos son los excluidos y tú te alegras, gringuita, tú te sientes contento y hay alegría en tu corazón: tú tienes dos casas y ellos sólo tienen una.

Arroyo dejó escapar un espantoso suspiro, más parecido al quejido de alguien pateado en la ingle y escondió la expulsión involuntaria de sus pasiones interiores carraspeando y escupiendo una flema gruesa en una copa llena de mezcal. Era un feo espectáculo y Harriet se escondió de él pero Arroyo le tomó con fuerza la barbilla.

– Mírame -dijo Arroyo, desnudo frente a Harriet, arrodillado desnudo con su duro pecho moreno y su ombligo hondo y su sexo inquieto, nunca en reposo, ella lo averiguó, siempre a medio llenar, como la botella de mezcal que siempre dejaba abandonada en sus lugares, como si los largos y duros testículos, semejantes a un par de aguacates peludos, columpiándose pero duros como piedras entre sus esbeltas, lampiñas, lustrosas piernas indias, estuviesen ocupados incesantemente en la tarea de volver a llenar el pene negro, otra vez brilloso, palpitante, coronado por una aureola del vello más negro que ella había visto jamás, y se rió recordando el vello púbico despeinado, rojizo, escaso de Delaney, que ella sólo vio una vez, a través de la bragueta medio abierta, el pene de Delaney dormido como un triste enano perdido en una lavandería: visto sólo una vez, pero sentido tantas veces cuando le pedía: sé mi mujer, Harriet, demuéstrame tu amor, haz lo que quieras, ya sabes, sin ningún peligro para ti, dulzura, sólo tu manita suave, Harriet: y sus pequeños placeres fríos y espasmódicos; Arroyo era como un arroyo fluido y parejo de sexo: eso es lo que su nombre significaba, Brook, Stream, Creek: Tom Creek, Tom Brook, ¡qué buen nombre inglés para un hombre que se parecía a Tomás Arroyo!, ella rió con él arrodillado allí frente a ella, sin ostentar su perpetua semierección que ella vio y tocó con ensueño, entendiendo que nada había que entender allí, que Arroyo, su Tom Brook, era el garañón elementaclass="underline" había oído decir que hombres como los arrieros, los esquiladores, los albañiles, siempre la tenían lista, dura, no se complicaban la vida con pensamientos sobre el sexo, usaban el sexo con la normalidad con que caminaban, estornudaban, dormían o se alimentaban: ¿Arroyo era como ellos? Lo pensó por un momento y en seguida se detestó a sí misma por mirarlo una vez más con aire protector -mucho, mucho mejor pensar que la verga de Arroyo estaba siempre lista, o medio lista, en verdad, gracias a una imaginación complicada que a ella le resultaba imposible calar: ¿quizás él era así con ella, sólo con ella, con nadie más, con ninguna otra mujer?

"Harriet Winslow -se regañó en silencio a sí misma-, el orgullo es un pecado. No te conviertas en una muchacha tonta e infatuada tan tardíamente. No estás enloqueciendo a nadie, ni en México ni en Washington. Quieta, quieta, miss Harriet, niña, tranquila."

Ya no se hablaba más a sí misma; su imaginación la había conducido a los brazos de la amante de su padre, la húmeda negra en la mansión húmeda y silente donde las luces subían y bajaban por las escaleras.

– Mírame -repitió Arroyo-, mírame mirándote (esto quería decir, de todas maneras, pensó ella) (ahora ella se siente sola y recuerda) incapaz de moverme mientras te miro a la cara, porque eres bella, quizás, pero la belleza no es la única razón para permanecer así, inmóvil, enfrente de alguien o de algo, como ante una serpiente, sonrió Harriet, por ejemplo, o un espejismo en el desierto; o una pesadilla de la cual no se puede escapar, cayendo para siempre dentro del pozo del sueño, para siempre corriendo carreras dentro del sueño: no -dijo Arroyo-, piensas en cosas tristes y feas, gringa, yo hablo de belleza, o amor, o porque de repente me acuerdo de quién eres tú y o tú me haces acordarme de quién soy yo, o de repente cada uno se acuerda de alguien por su cuenta pero le da las gracias a la persona que está mirando por traerle ese dulce recuerdo de vuelta; sí -ella levantó la palma de su mano-, aquí, esta noche puedo imaginar muchas cosas que nunca fueron o desear lo que nunca tuvimos -dijo Arroyo, uniendo su palma abierta a la de ella: ella fría y seca, él caliente pero también seco, los dos de hinojos con sus rodillas arremolinando la espuma de las sábanas, la cama como un oleaje inmóvil que recobraría la vida en cuanto el tren se moviera otra vez, se apresurara rumbo a su siguiente encuentro, la batalla, la campaña, lo que viniera después en la vida de Arroyo: entonces la cama de los Miranda sobre la cual estaban arrodillados juntos y enamorados se sacudiría por sí misma, sin tomar en cuenta a los cuerpos que ahora le daban su único ritmo: un mar de flujos lentos y fríos y súbitos relámpagos de calor surgidos desde las profundidades insospechadas donde un pulpo se movería con terror irracional y los espirales de arena negra corriendo como nubes hacia arriba entibiando las aguas con la fiebre revelada de lo inmóvil, rompiendo los espejos del mar helado: astillando la superficie de la realidad.