Cada uno encerró en su puño la mano del otro.
El dijo que durante treinta años había estado detenido sin moverse mirando la hacienda: como niño, como muchacho, y como hombre joven en la hacienda. Entonces hubo este movimiento. El no lo inició. Él nomás se junto a él. Pero comprendía que era suyo, como si él hubiese engendrado a la revolución entre los muslos del desierto de Chihuahua, sí, gringuita, así nomás. Pero no era eso lo que importaba. La cosa es que él se había movido, al fin, él y todos ellos, arqueados, moviéndose, ascendiendo como desde un sueño de marihuana, animales lentos morenos sedientos y heridos, ascendiendo desde el lecho del desierto, el hueco de la montaña, los pies desnudos de los poblados devorados por los piojos, ¿había hablado ella con La Luna, la mujer que había llegado de un pequeño poblado en el norte de México, ella lo sabía, lo sabía ella?, bueno el movimiento lo había excitado y ahora, y ahora, la obligó violentamente a bajar la mano empuñada en la suya y la colocó sobre su verga nerviosa, y ahora sólo podía decírselo a ella, nunca le diría nada a La Luna, la mujer entendería pero se sentiría traicionada porque los dos eran mexicanos, él se lo diría a la gringa, porque sólo se lo podría contar a alguien llegada de una tierra tan lejana y extraña como los Estados Unidos, el otro mundo, el mundo que no es México, el mundo distante y curioso, excéntrico y marginal de los yanquis que no disfrutaban de la buena cocina o de las revoluciones violentas o de las mujeres sujetas o de las iglesias hermosas y rompían todas las tradiciones nada más porque sí, como si sólo en el futuro y en la novedad hubiese cosas buenas, le podía contar esto a la gringa no sólo porque ella era diferente sino porque ahora ellos los mexicanos eran, quizá sólo por un instante, como ella, como el gringo viejo, como todos los gringos: inquietos, moviéndose, olvidando su antigua fidelidad a un solo lugar y un solo paisaje y un solo cementerio, esto se lo diría a ella:
– Gringa, estoy encerrado otra vez.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella, sorprendida una vez más por este hombre cuyas palabras eran su sorpresa.
– Esto es lo que quiero decir. Entiéndeme. Trata. No me podía mover mirando a la hacienda, como si fuera mi propio duende. Entonces me escapé y me moví. Ahora estoy inmóvil otra vez.
– ¿Porque regresaste aquí? -dijo ella tratando de ser comprensiva.
– No -él sacudió la cabeza con vigor-. Más que eso. Me siento otra vez prisionero de lo que hago. Como si otra vez ya no me moviera.
Estaba encerrado en el destino de la revolución donde ella lo sorprendió: esto quiso decir. No, era algo más que el regreso a la hacienda. Mucho más que eso (dejó caer su mano sobre el muslo desnudo de Harriet): Todos tenemos sueños, pero cuando nuestros sueños se convierten en nuestro destino, ¿debemos sentimos felices porque los sueños se han hecho realidad?
El no lo sabía. Ella tampoco. Pero lo que sí hizo Harriet fue empezar a pensar desde entonces que quizás este hombre había sido capaz de hacer lo que a nadie se le exige: había regresado al hogar, revivía uno de los más viejos mitos de la humanidad, el regreso al lar, a la tibia casa de nuestros orígenes.
"No puede ser -se dijo ella-, y no sólo porque lo más probable es que el lugar ya no esté allí. Pero aunque estuviera allí, nada volvería a ser iguaclass="underline" la gente envejece, las cosas se rompen, los sentimientos cambian. Nunca puedes regresar al hogar, aunque sea el mismo lugar con la misma gente, si por azar ambos permanecieron, no los mismos, sino que son simplemente allí, en su estar." Se dio cuenta de que la lengua inglesa sólo sabia conjugar una clase de ser -to be- que en español era el ser y su fantasma: ser y estar, una forma de existencia el espejo de la otra, pero también su transformación: cambio constante, como el espíritu y la carne. El hogar es una memoria. La única verdadera memoria: pues la memoria es nuestro hogar, y así se convierte en el único deseo verdadero de nuestros corazones; la búsqueda ardiente de nuestros pequeños e inseguros paraísos, enterrados muy dentro de nuestros corazones, impermeables a pobreza o prosperidad, bondad o crueldad. Una pepita reluciente de autoconocimiento que sólo brilla ¿para el niño?, preguntó Harriet.
– No -contestó Arroyo intuitivamente-, un niño es sólo un testigo. Yo fui el testigo de la hacienda. Porque era el bastardo de los cuartos de servicio, tenía que imaginar lo que ellos ni siquiera volteaban a ver. Crecí oliendo, respirando, oyendo cada rincón de esta casa: cada cuarto. Yo podía saber sin moverme, sin abrir los ojos, ¿ves, gringuita? Yo podía respirar con el lugar y ver lo que cada uno hacia en su recámara, en su baño, en el comedor, no había nada secreto o desconocido para mí el pequeño testigo, Harriet, yo que los vi a todos ellos, los oí a todos, los imaginé y los olí nomás porque respiré con el ritmo que ellos no tenían porque no les hacía falta, ellos se lo merecían todo, yo tenía que meterme la hacienda a los pulmones, llenarlos con la más pequeña escama de pintura, la migaja más chiquitita de pan, la más secreta cuajada de vómito, las huellas serpentinas de caca y su polvo barrido bajo los tapetes, y ser así el testigo ausente de cada cópula, apresurada o lánguida, juguetona o aburrida, lamentable u orgullosa, tierna o fría, de cada defecación, gruesa o aguada, verde o roja, suave o aterronada con elote indigesto, escuché cada pedo, me oyes, cada eructo, cada gargajo caer, cada orín correr, y vi a los guajolotes descarnados cuando les torcían los pescuezos, y los bueyes castrados, los chivos despanzurrados y puestos en el asador, vi las botellas encorchadas repletas con el vino inquieto de los valles de Coahuila, tan cerca del desierto que saben a vino de nopal, luego las medicinas descorchadas para las purgas de aceite de ricino y las altas fiebres de la muerte y el parto y las enfermedades infantiles, yo podía tocar los terciopelos rojos y los organdíes cremosos y las tafetas verdes de las crinolinas y los bonetes de las señoras, sus largos camisones de encaje con el sagrado corazón de Jesús bordado enfrente de sus coños: la devoción temblorosa y humilde de las veladoras sudando tranquilamente su cera anaranjada como si fuesen parte de un perpetuo orgasmo sagrado; contrastando con los candelabros de la vasta mansión de parqués lujosos y pesados drapeados y borlas doradas y relojes de pie y poltronas aladas y sillas de comedor quebradizas y bañadas en pintura dorada: yo lo vi todo y un día mi viejo amigo el hombre más anciano de la hacienda, un hombre acaso tan viejo como la hacienda misma, sí, a veces lo creí así, un hombre que nunca usó zapatos y nunca hizo ruido (Graciano se llamaba, ahora lo recuerdo) vestido todo de manta blanca, un pedazo de cuero viejo el anciano, con esa ropa que había sido cosida una y otra vez hasta que no era posible ya distinguir entre los remiendos y los remiendos de los remiendos de su ropa y las arrugas de su piel, como si el cuerpo también hubiese sido remendado mil veces: Graciano con su rastrojo blanco en la cabeza y la barbilla era el hombre encargado de darle cuerda a los relojes cada noche y una de ellas me llevó con él.