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"Yo no se lo pedí. El nomás me tomó de la mano y cuando llegamos al reloj que estaba en la sala donde todos estaban tomando café y coñac después de la cena, Graciano me dio las llaves de la casa. El era el único criado que tenía derecho a ellas. Me las dio a mí aquella noche para que yo las tuviera en mi mano mientras él le daba cuerda al gran reloj de la entrada de la sala.

"Gringa: por un instante tuve esas llaves en mi mano. Eran calientes y frías, como si las llaves también hablaran de la vida y muerte de los cuartos que iban abriendo.

"Traté de imaginar cuáles piezas abrirían las llaves calientes; y cuáles, las frías.

"Sólo fue un instante.

"Apreté las llaves con mi puño como si en él tuviese la casa entera. En ese instante toda la casa estuvo en mi poder. Todos ellos estaban en mi poder. Seguro que ellos lo sintieron porque (estoy seguro) por primera vez en la vida de nadie dejaron de platicar y de fumar y beber y dirigieron la mirada hacia el viejo que le daba cuerda al reloj y una bellísima señora vestida de verde me vio y vino hasta mí, hincándose enfrente de mí y diciendo: '!Qué mono!'

"La apreciación de la joven señora no fue compartida por el resto de la compañía. Vi movimientos arrimados, escuché voces bajas, y luego un penoso silencio cuando la señora joven se volteó a mirarlos como queriendo compartir su alegría con ellos pero sólo se halló con miradas frías y entonces preguntó con voz muy baja:

– ¿Qué he hecho ahora?

"Era la joven esposa del hijo mayor de mi padre. Era la madre de los niños, mis sobrinos, a los que tú viniste a enseñarles el inglés, gringa. Hace veinte años, esa muchacha todavía no entendía las leyes de los Miranda. Yo los miré azorado, apretando en mi puño las llaves de su casa. Entonces el hombre que era mi padre ladró:

"-Graciano, quítale las llaves a ese mocoso.

"El viejo sonrió y abrió su mano pidiéndome su regalo.

"Yo entendía a don Graciano. Le devolvía sus llaves dejándole saber que yo ya las había tocado, que yo entendía que él me hacía este maravilloso regalo por alguna razón desconocida. Cuando se las regresé, las llaves estaban calientes pero mi mano estaba fría.

"Luego don Graciano me llevó con él a su camastro en la parte donde dormían los criados y se sentó allí con una mirada lejana que luego he aprendido a distinguir, gringa, en los ojos de los que ya se van pero todavía no lo saben. A veces, mirándolos, nosotros sabemos primero quién se va a ir, y cuándo. Hay una como lejanía en la mirada, una mirada hacia dentro que nos está diciendo: 'Mírame. Ya me voy. Yo no lo sé. Pero es nomás porque me estoy mirando por dentro y no por fuera. Tú que me miras por fuera, avísame si no tengo razón y mira, muchacho, no me dejes morir solo.

"Claro que el viejo Graciano habló de otras cosas esa noche. Dijo, me acuerdo (Arroyo recordó), que muchas veces los patrones habían querido pasarle ropa usada, ropa de ciudad, para distinguirlo y demostrarle su estima. Me aconsejó que nunca fuera a aceptar eso. Que me quedara siempre con mi traje de trabajador, me dijo esa noche.

"Habló de la caridad y de cómo la detestaba. Habló de hablar, de hablar como hablamos nosotros, no como imitamos la manera de hablar de los patrones. Dijo que nunca había que explicar nada; mejor sufrir los azotes que quejarse o explicar nada. Si había que sobrevivir, era mejor hacerlo sin decir nunca 'Lo siento' o 'No me siento bien'.

"Me acercó, acurrucándome, a su pecho y el son de su corazón era más pequeño que el de las lagartijillas del desierto que a veces capturé escapándose de un rincón en ruinas de los cuartos de servicio.

"La caridad, dijo, es la enemiga de la dignidad -no es el orgullo el pecado, el orgullo es pura dignidad. El orgullo no es un derecho, dijo rascando debajo del jorongo enrollado que le servía de descanso para la cabeza: la dignidad sí lo es. Extrajo del jorongo una caja plana y hermosa de palisandro, gringa, escondida allí dentro de su jorongo enrollado, diciendo que la dignidad es un derecho, y el derecho estaba aquí mismo dentro de esta caja; él me había dado las llaves pero tenía que regresárselas o se darían cuenta de que algo raro sucedía. Pero lo que había dentro de la caja de madera podía dejarlo conmigo: dejármelo a mí, porque ellos no sabían nada de esto pero yo sí debía saber, porque yo era el legítimo heredero de la hacienda de los Miranda.

"Tomé la caja, lleno de asombro, sin entender nada en verdad, sólo lleno de asombro: esto me ocurría a mí este día de mis nueve años. Pero le aseguré a don Graciano que protegería su cajita como si fuese mi propia vida.

"El sonrió, afirmando con la cabeza.

"-Nuestros antepasados vendrán a mi entierro y me recibirán porque he guardado seguros los papeles.

"Esto es todo lo que dijo y ya no siguió hablando del asunto. Entonces soltó un largo suspiro y me acarició la cabeza y me dijo que me fuera a dormir y que lo buscara al día siguiente.

"Te lo juro, Harriet, el viejo no me dijo: Mañana hablaremos; no me dijo: No dejes de venir mañana para que platiquemos más. Sin duda que no me dijo: Oye, Tomasito, me voy a morir y quiero que estés aquí conmigo, de modo que no me vayas a abandonar mañana: Quiero que me veas morirme porque esto es lo que me debes por llevarte adentro de la casa y hacerte que los vieras y hacer que ellos te vieran a ti, no como a ellos les gusta vernos, parte de un montón arrimado, tú entiendes, les gusta mucho no reconocer a nadie y mirar por encima de nuestras cabezas como si no estuviéramos allí, y yo en cambio quería decirles:

“-Mírenlo. Aquí está. Ustedes no pueden mirar a través de Tomás Arroyo. No está hecho de aire, sino de sangre. Es carne, no es vidrio. No es transparente. Es opaco, bola de cabrones hijos de su chingada, es opaco como el muro de la prisión más sólida que ustedes o yo o él jamás penetraremos.

"Éste fue el adiós de Graciano a sus muchos años en la hacienda de los Miranda.

"Al día siguiente lo encontraron muerto en su catre. Yo lo vi cuando se lo llevaron a enterrar. 'Es Graciano' dijeron. '¿Quién irá a darle cuerda a los relojes ahora?'

"Graciano también era viejo, Harriet, como tu gringo viejo. Lo enterramos aquí en el mismo desierto que el general indiano encontró cuando vino aquí. Pero cuando enterramos a Graciano, todos nuestros antepasados se llegaron a la reunión, los apaches y los tobosos y los laguneros errantes que cazaron y mataron en la tierra cuando la tierra no era de nadie, y los españoles que llegaron con el hambre de las ciudades de oro que creyeron encontrar en este desierto, y los que vinieron detrás de ellos con las cruces cuando supieron que aquí no había oro sino espina y finalmente los que vinieron a habitar esta tierra y a clavar sus derechos sobre la tierra con sus pernos de plata y sus espuelas de fierro, tomando la tierra de los indios que regresaron disparando rifles y violando mujeres y haciendo retumbar los cascos de sus caballos recién descubiertos sobre el desierto, o que fueron matados, o que fueron enviados a las cárceles en los trópicos para que se murieran de malas fiebres, o que subieron hasta las montañas, cada vez más alto y más lejos hasta desaparecer como el humo que a veces se ve en la coronilla misma de los picachos más grandes, como si ésta fuera su diaria ofrenda a la muerte que todos nos debemos cada día: una gris columna despidiéndose del mundo, diciendo que nos alegra partir con algo cada día, así sea sólo un soplo de cielo nublado, para que cuando nos vayamos del todo ya estemos acostumbrados, nos reconozcamos en la muerte de nosotros que nos precedió: gringuita, ¿tú ves mi muerte como parte de mi vida?"