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– Muchacha, muchachita linda, mi pobre muchacha -dijo el gringo viejo, combatiendo la emoción que sintió desde que la oyó decir que Arroyo quería matarlo y que ella se entregó para salvarlo-. Oh mi niña linda, no me has salvado de nada.

Entonces la conciencia errabunda que era el sello y reclamo de su imaginación, si no de su genio, le preguntó al gringo viejo: ¿sabías que ella te ha estado creando igual que tú a ella, sabías, viejo, que ella te creaba también un proyecto de vida?, ¿sabías que todos somos objeto de la imaginación ajena?

– ¿No entiendes? Yo quiero morir. Por eso vine aquí. A que me mataran.

Acurrucada en el pecho del viejo, Hamet olió la fresca loción de la camisa; levantó una mano cariñosa y acarició las mejillas limpias, flacas, recién afeitadas del viejo, libre al fin de las acostumbradas cerdas blancas. Era un viejo bien parecido. Le dio miedo, en seguida, saberlo limpio, rasurado, perfumado, como preparándose para una gran ceremonia. Pero los distrajo el barullo lejano del pueblo, Arroyo hablándole a la gente, moviéndose rápido y autoritario entre su pueblo; los gringos lo vieron de lejos pero lo vieron de cerca, cruel y tierno, justo e injusto, vigilante y laxo, resentido y seguro de sí, activo y holgazán, modesto y arrogante: un indolatino cabal. Lo vieron mientras ellos se abrazaban y olfateaban y engañaban recortados contra el sol poniente, lejos de las ciudades y los ríos que fueron suyos, avasallados por el sentido de la revelación que a veces se aparece, "como la cara de Dios en el desierto", dos o tres veces en la vida.

El viejo le decía rápidamente al oído:

– Yo no me mataré nunca a mí mismo, porque así murió mi hijo y no quiero repetir su dolor.

Le dijo que no tenía derecho de quejarse, mucho menos de pedir compasión ahora que la desgracia le había caído encima. No tenía derecho porque él se había burlado de la infelicidad de todos; él se había pasado la vida acusando a la gente de ser infeliz. El había rodeado a su familia de odios ajenos a ella.

– Quizás mis hijos fueron la prueba de que no odié al universo. Pero de todas maneras ellos me odiaron.

La mujer le escuchó pero sólo le dijo que valía la pena vivir y que ella se lo iba a demostrar; había una niñita en el pueblo, una niñita de dos años… Pero el gringo viejo empezó a apartarla de sí diciéndole que ya lo sabía, desde que entró a México sus sentidos habían despertado; sintió al cruzar las montañas y el desierto que podía oír y oler y gustar y ver como nunca antes, como si fuera otra vez muy joven, mejor que cuando era joven -sonrió- cuando la inexperiencia del mundo le impedía hacer comparaciones y ahora se sentía liberado de las sucias jefaturas de redacción y los salones de quinqué amarillento y los barecitos apestosos donde su hijo murió y su vida había estado encarcelada mientras todos los muertos de California levantaban los vasitos de whiskey brindando por el próximo terremoto y por la próxima desaparición de El Dorado en el mar, para siempre y para fortuna de la humanidad: liberado de Hearst, liberado de los jóvenes parricidas que fatalmente asedian a un escritor famoso como los buitres del campo mexicano y dejando para quienes lo admiraron no el recuerdo de un anciano decrépito, sino la sospecha de un jinete en el aire; "Quiero ser un cadáver bien parecido".

Los ojos azules le chispearon.

– Ser un gringo en México… eso es eutanasia.

Ahora aquí, rodeado de las montañas cobrizas y la tarde reverberante y translúcida y los olores de tortillas y chile y las guitarras lejanas mientras Arroyo era tragado por la jaula de espejos de su salón preservado de la extinción, él podía escuchar y gustar y oler casi sobrenaturalmente, como el ahorcado del puente de las lechuzas que en el instante de su muerte pudo al fin percibir las venas de cada hoja, más: a los insectos en cada hoja, más: los colores prismáticos de cada gota de rocío sobre un millón de hojas de hierba.

Su conciencia errante, cercana a la unidad final, le dijo que ésta era la gran compensación por los amores perdidos porque mereció perderlos; México, en cambio, le había dado la compensación de una vida: la vida de los sentidos despertada de su letargo por la cercanía de la muerte, la dignidad de la naturaleza como la última alegría de la vida: ¿iba ella a corromper todo esto con el ofrecimiento de un cuerpo que anoche le perteneció a Arroyo?

– Tuve una vanidad final -sonrió el gringo viejo-. Quería que la muerte me la diera el propio Pancho Villa.

Esto es lo que quise decir cuando escribí una carta de despedida a una amiga poeta diciéndole: no me volverás a ver; quizás termine hecho trizas ante un paredón mexicano. Es mejor que caerse por la escalera. Ruega por mí, amiga.

Se quedó mirando a los ojos grises de Harriet. Dejó que el minuto se desenvolviera en silencio, gravemente, para que los dos se sintieran con plenitud.

– Tengo miedo de enamorarme de ti -le dijo como si nunca hubiera dicho otra cosa en su vida. Ella había sido la respuesta final al loco sueño del artista con la conciencia dividida. Ella había visto los libros en la petaca abierta. Ella sabía que él vino a leer el Quijote pero no que lo quiso leer antes de morirse. Ella vio los papeles borroneados y los lápices rotos. Ella quizá sabía que nada es visto hasta que el escritor lo nombra. El lenguaje permite ver. Sin la palabra todos somos ciegos: besó a la mujer, la besó como amante, como hombre, no con la sensualidad de Arroyo, pero con una codicia compartida:

– ¿No sabes que quise salvarte para salvar a mi propio padre de una segunda muerte? -dijo ella con la urgencia entrecortada de su propia revelación-, ¿no sabes que con Arroyo pude ser como mi padre, libre y sensual, pero contigo tengo un padre, no lo sabes?

Sí, dijo él, sí, como ella le dijo a Arroyo cuando Arroyo la hizo sentirse puta y a ella le encantó ser lo que despreciaba. Trató de apartarla de si, sólo para asegurarse de que había lágrimas en esos lindos ojos grises pero volvió a apretarla y cegarla para que él pudiera decir lo que tenía que decir ahora que creía saberlo todo y saberlo todo era saber que le faltaba saberlo todo: ella había cambiado para siempre, eso le decía el abrazo, el calor, la proximidad de esta linda mujer que pudo ser su mujer o su hija pero no fue nada de eso, sino que fue ella misma, por fin: él había sido el testigo privilegiado del momento en que un individuo, hombre o mujer, cambia para siempre, se agarra fatalmente al instante para el cual nació y luego lo deja ir, ya sin ambición, aunque con tristeza: ella había cambiado para siempre; su hija cambió entre los brazos y entre las piernas de su hijo, y nada inventado por él, ninguna burla, ninguna denuncia, ningún diccionario del diablo, pudo impedirlo. Sólo le quedaba aceptar el cambio de Harriet en el amor violento de Arroyo y exigirle algo a ella, en nombre del amor que no pudo ser, el amor entre el viejo que se disponía a morir y la joven que dejaba de serlo:

– Ahora dime tú la verdad, por lo que más quieras, no me dejes irme sin escuchar un secreto.

(Se sienta sola y recuerda. Mi amante. Mi hija.)

– No. Mi padre no murió ni se perdió en combate. Se aburrió de nosotras y se quedó a vivir con una negra en Cuba. Pero nosotras lo dimos por muerto y cobramos la pensión para vivir. A mí me escribió en secreto, para que entendiera. ¿Qué iba a entender, si lo que me hacía falta era sentir? El no lo dijo, pero lo matamos nosotras, mi madre y yo, para sobrevivir. Lo peor es que yo nunca supe si ella sabía lo mismo que yo o si cobraba el cheque mensual de buena fe. Te digo que no quería entender; quería sentir.