Cuando murió el gringo viejo, la vida no se atrevió a detenerse.
Harriet Winslow y el gringo viejo lo habían visto antes, arengando en silencio, persuadiendo, abrazando a éste, pellizcando el cachete de aquélla, diciéndole que no hacían falta lecciones ni comités, hacían falta cojones para la guerra y amor para la paz, metralla de día y besos de noche, ¿dónde se prueba así mismo un hombre?, en la batalla o en la cama, no en una lección, gritó por encima del rebuzno de los burros con hocicos espumosos y blancos: la revolución es una gran familia, todos andamos juntos, lo importante es seguir adelante, yo dependo de Villa como si fuera mi padre y dependo de ustedes como si fueran mi familia: todo puede esperar, menos ganar esta guerra: levantó a un niño encuerado y le zurró en broma las nalguitas desnudas y ellos lo vieron desde lejos, imaginando que se las andaba echando, me cogí a la gringa, pero no que no importaba poseer nada sino la tierra, lo demás lo posee a uno y es malo pasarse la vida pensando en lo que se tiene y temiendo perderlo en vez de portarse como hombre y morir con honor y dignidad.
Pero ahora el gringo viejo había muerto y ya no llovía y el desierto olía a creosote mojado y el general Tomás Arroyo hablaba a su gran familia silenciosa y descalza, miren, miren lo que salvé para ustedes, el salón, los lugares bonitos que antes sólo eran para ellos, eso no lo toqué, quemé todo lo demás, la imagen de la servidumbre, la tienda de raya donde los hijos de nuestros hijos iban a deber hasta la camisa que traían puesta, eso lo quemé, los establos donde los caballos comían mejor que nosotros, las barracas donde el destacamento de federales nos miraban todo el día, picándose los dientes con palillos y afilando sus bayonetas, ¿recuerdan todo esto?, los comedores donde se hartaban, las aguas infectadas, los excusados públicos y apestosos y las recámaras donde ellos cogían y roncaban, los perros rabiosos que conozco y temo en mis sueños, mamacita, todo esto lo destruí en nombre de ustedes, menos esto que será para ustedes si logramos sobrevivir. Un salón de espejos.
– Me pasé la niñez espiando. Nadie me conocía. Yo los conocí a todos, escondido. Todo porque un día descubrí el salón de los espejos y descubrí que yo tenía una cara y un cuerpo. Yo podía verme. Tomás Arroyo. Para ti, Rosario, Remedios, Jesús, Benjamín, José, mi coronel Frutos García, Chencho Mansalvo, tú misma Garduña, en nombre de las chozas y las prisiones y los talleres, en nombre de los piojos y los petates, en nombre de…
Lo vieron todos ahora con una especie de temor, temerosos por ellos y por él. Vieron al jefe, vieron al protector, lo vieron con tristeza. Lo vio Pedrito que en 1914 era un niño de once años con un peso perforado de plata en el parche de la camisa, salvado en la iglesia de entre las patadas de los fieles; véanse en este espejo y yo los veré a ustedes.
– No soy más que ustedes, hijos míos. Nomás soy el que guarda los papeles. Alguien tiene que hacer esto. No tenemos otro modo de probar que estas tierras son nuestras. Es el testamento de nuestros antepasados. Sin él, somos como huérfanos. Yo lucho, tú luchas, nosotros luchamos, para que al fin estos papeles sean respetados. Nuestras vidas, nuestras almas…
– Nunca te entenderé -habla dicho Harriet.
Pero ahora el gringo viejo al que él les pidió respetar estaba muerto bajo el arco iris desparramado sobre el crepúsculo después de la lluvia El desierto era el espejo de sí mismo: mordía el fondo del mar antiguo, la grava de la gran playa abandonada por las aguas y el general Tomás Arroyo, que nunca había hablado mucho porque tenía los papeles, ahora tenía que hablar en nombre de los papeles quemados. Ahora la memoria dependía del jefe, y dependía de ellos. Pero la mujer con la cara de luna sabía que su hombre Tomás Arroyo no era hombre de palabras, sino que tenia las palabras.
Por eso le dijo en voz muy baja a la gringa temblorosa:
– Cuando él habla tanto, es que algo va a pasarle. El silencio era su mejor compañero.
En cambio la tropa disolvió pronto el discurso del jefe con su movimiento hacia adelante, la marea de sus propias voces y las tareas que le querían decir que él tenía razón, ellos iban a vivir a pesar de él.
– Ya es horra de seguir adelante. No se entretenga más con los espejos, mi general. Nos va a ir mal si no nos unimos a Villa. Seremos muy brigada flotante, pero solitos no vamos a llegar a México.
– Mi destino es mío -dijo Arroyo quedándose solo.
– ¿Qué le va a hacer la gringa? -le dijo la mujer de la cara de luna a la Garduña, a la hora en que se habla en secreto para no despertar a la tierra-, ¿qué le va a hacer a mi hombre?