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– Llévense al zángano allá atrás al corral y fusílenlo ya. No tenemos tiempo. Esta vez los federales vienen pisándonos los talones.

Entonces las campanas dejaron de repicar y los fusiles tronaron en el corral rasgando el aire de la tarde como si fuese lino y yo me quedé sola en mi sala y me desvanecí.

Cuando recobré el sentido -mi amiga, señorita Winslow, ¿me permite…?- no había nadie. Me rodeaba un terrible silencio. Se habían ido y yo no quería ir al corral y ver lo que allí iba a encontrar.

Entonces llegaron los federales y me preguntaron qué cosa había ocurrido. Yo estaba entumida. No sabía.

– Quizás mataron a mi marido. Doroteo Arango…

– Pancho Villa -dijeron, corrigiéndome. Entonces yo no comprendía ese nombre.

– Ya se fueron -dije simplemente.

– Les estamos ganando, no se apure -me dijeron.

– Yo no estoy preocupada.

– ¿Está segura de que todos se marcharon?

Afirmé con la cabeza.

Pero esa noche, rehusándome a salir al corral y ver lo que allí estaba, escuché los rumores del sótano pero ahora eran distintos. Quiero decir: allí seguían los ruidos antiguos, pero también había algo nuevo, un nuevo zumbido que sólo yo podía oír, la música de una respiración diferente al desconcertante jadeo que mi marido le había ofrecido a mi miedo (su supremo regalo al miedo que me dio en nombre del matrimonio era miedo, esto yo lo debía aprender y aceptar en su nombre, o en verdad no había lazo real entre nosotros, ve usted). Yo no salí a enterrarlo. Yo no sabía cuántos cadáveres estaban tirados allí, los muertos de la revolución, no las víctimas, me negué a llamarles eso, sólo los muertos, pues ¿cuándo vamos a saber, mi amiga, qué cosa fue justa y qué cosa, injusta? Yo no. No entonces. Aún no: y ese nuevo sonido me llegó con un nuevo miedo: acaso en el sótano de nuestra casa (la llamé nuestra sólo ahora que mi marido seguramente estaba muerto) había algo mejor, un tesoro, sí (mis ilusiones infantiles, señorita Harriet, al fin terminando aquí) pero algo que yo supe que debía proteger para que no siguiera el camino de la muerte como mi marido.

No supe qué hacer la primera noche después de que todo esto ocurrió.

Soñé que mi esposo no estaba muerto, sólo escondido entre los pollos en un gallinero alambrado, y que regresó a mí esa noche, abriendo las puertas de la recámara con su horrible pene abriéndose paso mientras yo chillaba de miedo: estaba vivo, pero empapado de sangre.

Luego soñé que lo que estuviera escondido en el sótano me sería arrebatado por los federales cuando regresaran. Por algún motivo oscuro, no podía tolerar esto. De mañana muy tempranito salí al corral.

No miré para abajo, pero escuché el zumbido de las moscas.

Arranqué los tablones del gallinero, los junté, los empujé o los cargué o los arrastré como mejor pude hasta la puerta que daba sobre los escalones del sótano.

El trabajo desacostumbrado rasgó mi largo vestido negro, y arañó las manos que hasta entonces sólo habían cocinado pasteles y acariciado el rosario y tocado el pezón solitario.

Por primera vez en mi vida, me arrodillé para algo más que una oración.

Estaba sudando y el baño de mis jugos despedía un olor que yo no sabía que existía en mí, miss Winslow.

Me sentía adolorida y majada y herida cuando clavé los clavos en los tablones cubriendo la entrada al sótano.

Quería proteger lo que había allá abajo.

O quizá sólo hice lo que hubiera hecho si hubiera decidido darle sepultura cristiana a mi marido.

Los actos se parecían, pero su cuerpo no estaba presente.

Dejé que mi cuerpo exhausto descansara encima de los tablones y me dije: "Estás oliendo otro cuerpo. Estás compartiendo otro aliento. No son monstruos los que te esperan allá abajo. El sótano no esconde el terror que tu marido te dijo."

¿Qué había allá abajo?

Yo quería distinguir las cosas que llegué a desear durante ese largo velorio de las que llegué a odiar: si mi marido no estaba enterrado allá abajo, entonces algo suyo seguramente estaba allí, algo apestoso, pútrido, gaseoso, peludo, excremental, goteante y asqueroso. Podía olerlo.

Pero también podía oler otra cosa, algo que yo quería.

Entonces las campanas repicaron de nuevo y yo supe que los federales se habían ido y los hombres de Villa habían retomado el pueblo. Pero quizás me equivocaba y las campanas que nada significaban, significaban algo distinto. El mundo no alternaba sus realidades sólo para complacerme.

Mis dudas las resolvió un disparo de pistola desde el sótano, seguido por un segundo balazo y luego el silencio.

Esta fue la segunda vez que escuché disparos dentro de mi propia casa, pero esta vez no sentí miedo.

Arranqué los tablones con mis manos, supe que debía liberar a quienquiera que disparó esos balazos. Supe que debía abrir las puertas del sótano y ver a los perros muertos allí: sólo perros, nada más.

Y verlo a él salir con los labios limpios.

– Eran sólo perros. -Estas fueron sus primeras palabras, señorita, mi amiga, ¿puedo llamarle mi amiga ahora? ¿Me entiende usted, miss Winslow?

XX

Pancho Villa entró a Camargo una luminosa mañana de primavera, su cabeza de cobre oxidado coronada por un gran sombrero bordado de oro, no un lujo sino un instrumento de poder y un símbolo de lucha, un sombrero manchado de polvo y sangre; igual que sus anchas manos callosas y sus estribos de bronce azotados por el viento de la montaña: la pátina de pólvora, espina y roca, senderos pinos e inmensas llanuras ciegas se colgaban a su tosco traje de campo color de ante, sus polainas de gamuza, su marrazo de acero y su acicate de plaza, su chaquetilla y sus pantalones abrochados con plata y oro, todo brillante de oro y plata, pero no la especie atesorable sino los metales que nos visten para la guerra y para la muerte: un traje de luces.

Era un hombre del norte, alto y robusto, con un torso más largo que sus cortas piernas indias, con brazos largos y manos poderosas y esa cabeza que parecía cercenada hace tiempo del cuerpo de otro hombre, hace mucho y muy lejos también, una cabeza cortada del pasado aleada como un casco de metal precioso a un cuerpo mortal, útil pero inútil, del presente. Los ojos orientales, risueños pero crueles, rodeados de un llano de divertidas arrugas, la sonrisa pronta, los dientes salidos brillando como granos de maíz muy blanco, el bigote raído y la barba con tres días de crecimiento: una cabeza que había estado en Mongolia y Andalucía y el Rin, entre las tribus errantes del norte americano y ahora aquí en Camargo, Chihuahua, sonriendo y parpadeando y angostando la mirada contra los embates de la luz, con vastas reservas de intuición y ferocidad y generosidad. La cabeza había venido a reposarse sobre los hombros de Pancho Villa.

Los terratenientes habían huido y los prestamistas se habían escondido. Villa rió frenando apenas su caballo castaño en las calles empedradas de Camargo, donde su columna central de la División del Norte se reunía con las de los demás generales antes del asalto sobre Zacatecas, el empalme comercial de las haciendas devastadas que él había saqueado para liberar al pueblo de la esclavitud y el agio y las tiendas de raya. Entró pisando fuerte sobre el empedrado, encabezando un séquito de rumores metálicos en contrapunto a la oquedad extraña de las calles de piedra: chocaban los frenos de hierro, las barbadas de argolla, los cabestrillos y los frenos de cobre; chasqueaban los vaquerillos con crin de caballo y los acicates y los fuetes.