Todo el pueblo estaba allí, tirando confeti desde los balcones de hierro forjado, serpentinas desde los postes de luz, apaciguando el encuentro de metal y piedras con la marea color de rosa, azul y escarlata de las fiestas mexicanas, desbordada en los grandes garrafones de vidrio con aguas frescas, las rebanadas de dulces de colores y las anchas cazuelas burbujeantes con salsas negras, rojas y verdes.
También estaban allí los reporteros, los periodistas y fotógrafos gringos, con una nueva invención, la cámara cinematográfica. Villa ya estaba seducido, no había que convencerlo de nuevo, ya entendía que esa maquinita podía capturar el fantasma de su cuerpo aunque no la carne de su alma -ésta le pertenecía sólo a él, a su mamacita muerta y a la revolución-; su cuerpo en movimiento, generoso y dominante, su cuerpo de pantera, eso si podía ser capturado y liberado de nuevo en una sala oscura, como un Lázaro surgido no de entre los muertos sino de entre el tiempo y el espacio lejanos, en una sala negra y sobre un muro blanco, donde fuera, en Nueva York o en Paris. A Walsh, el gringo de la cámara, le prometió:
– No se preocupe, don Raúl. Si usted dice que la luz de las cuatro de la mañana no le sirve para su maquinita, pues no importa. Los fusilamientos tendrán lugar a las seis. Pero no más tarde. Después hay que marchar y pelear. ¿De acuerdo?
Ahora los periodistas yanquis reunidos en Camargo lo asaltaron a preguntas antes de que él se moviera a asaltar a Zacatecas para decidir la suerte de la revolución contra Huerta y de paso la suerte de la política mexicana de Wilson.
– ¿Espera que el gobierno de los Estados Unidos lo reconozca si gana usted?
– Ese problema no existe. Yo estoy subordinado a Carranza, el primer jefe de la revolución.
– Todo el mundo sabe que usted y Carranza no se llevan, general.
– ¿Quién lo sabe? ¿Usted lo sabe? Pues dígamelo por favor.
– Interceptamos un telegrama que su general Maclovio Herrera le mandó a Carranza ahora que le negaron a usted el derecho de lanzarse contra Zacatecas, general Villa. El texto es muy lacónico. Sólo dice: "Es usted un hijo de puta."
– Ay compañerito, yo no sé decir esas palabrotas en español. Le juro que sólo me salen en inglés: You son of a bitch. En todo, caso, el señor Carranza ha tenido a bien mandar a los hermanos Arrieta a tomar Zacatecas.
– Pero usted está aquí con toda una división, artillería y diez mil hombres…
– Al servicio de la revolución, señores. Si los hermanos Arrieta, como es su costumbre, se atrancan en Zacatecas, yo llegaré allí en cinco días a darles una manita. No faltaba más.
– Por último, general Villa, ¿qué opina de la ocupación americana de Veracruz?
– Que el arrimado y el muerto a los dos días apestan.
– ¿Puede ser un poco más específico, general?
– Los marinos Llegaron a Veracruz bombardeando la ciudad y matando a jóvenes cadetes mexicanos. En vez de hundir a Huerta, lo fortalecieron con el fervor nacionalista del pueblo. Dividieron la conciencia de la revolución y permitieron que el borracho Huerta impusiera la infame leva nacional. Los jóvenes que creían que iban a luchar contra los gringos en Veracruz fueron enviados a luchar contra mi en el norte. Yo no sé si eso es lo que buscan ustedes, pero a mí se me hace que los gringos cuando no se pasan de listos, se pasan de tontos.
– ¿Es cierto que mató usted por la espalda a un oficial americano, un capitán del ejército de los Estados Unidos, asesinado a sangre fría por uno de sus propios hombres, general?
– ¿Quién carajos…?
– La opinión responsable en los Estados Unidos lo está calificando a usted nada menos que como un bandido, general Villa. La opinión pública se pregunta si usted puede ofrecer garantías aquí en México. ¿Respeta usted la vida humana? ¿Puede usted tratar con las naciones civilizadas?
– ¿Quién carajos dijo todo esto?
– Una señorita eh, Harriet Winslow eh, de Washington, D. C. Dice que ella fue testigo de los hechos. A su padre se le había dado como perdido en acción desde la guerra en Cuba. Parece que sólo quería evadir las obligaciones familiares, pero luego quiso ver a su hijita ya crecida antes de morirse. Ella vino aquí a verlo. Acusan a un general de su ejército, general. ¿Cómo dices que se llama, Art?
– Arroyo es el nombre, general Tomás Arroyo. Ella dice que lo vio balacear a su papá hasta matarlo.
– Con todo respeto, general, le recordamos que los cuerpos de los ciudadanos de los Estados Unidos matados en México o en cualquier parte del mundo tienen que ser regresados a solicitud de sus familiares para recibir un entierro cristiano y decente.
– ¿Eso dice la ley? -gruñó Villa.
– Exactamente, general.
– Muéstreme dónde está escrito.
– Muchas de nuestras leyes no están escritas, general Villa.
– ¿Una ley que no está escrita en papel? ¿Entonces para qué demonios aprender a leer? -dijo con una sonrisa de sorna asombrada Villa, luego rió y todos rieron con él y le abrieron paso al hombre que representaba a la revolución y que se preparaba a demostrarle al mundo que no era Carranza, un viejo senador perfumado, parte de la llamada gente decente de México, quien merecía esa representación, sino precisamente lo que Carranza más odiaba, un campesino descalzo, iletrado, bebedor de pulque y mascador de tacos llegado de las colinas inquietas de Durango, que fue azotado por los mismos hacendados que violaron a sus hermanas.
– No -se rió y le aseguró a su distinguido artillero el general Felipe Ángeles, graduado de la academia francesa de St. Cyr, no lo digo por usted, don Felipe, sino por ellos, los acaba de ver: los gringos nunca se acuerdan de nosotros como si no existiéramos y un buen día nos descubren, ay nanita, y somos el mero diablo en persona que los vamos a despojar de vidas y haciendas, ¿pues por qué no darles un susto de a de veras -sonrió Pancho Villa-, por qué no invadirlos una vez nomás, pa que vean lo que se siente?
Luego le entró una cólera espantosa de que hubiera quienes no entendían la situación; Carranza lo tenía paralizado en Chihuahua para que no fuese Villa el que abriese el camino a México, para que esa gloria fuese de los perfumados, ¡ah! lo que más le erizaba los cojones a Pancho Villa era que ese cabrón viejo barbas de chivo no dejara pasar ocasión para recordarle al antiguo cuatrero de Chihuahua que sus orígenes eran muy distintos: claro, ¡no es lo mismo ser cagatintas que exponer el pellejo! A su secretario el doctor le pidió que redactara entonces su renuncia a la Divi sión, iba a subir hasta el cielo la apuesta, cómo no, y a ver si Natera y los hermanitos Arrieta tomaban solos Zacatecas, y a ver por qué el hipócrita de Pablo González no le mandaba ni carbón ni municiones desde Monterrey, y a ver si el poder civil las podía sin la ayuda militar de Pancho Villa: eso se iba a decidir ahora mismo, ¡y pensar que un cabroncito se queda en Chihuahua a crearme problemas con los gringos, encima de todo!, estalló Villa y lo calmó una noche de amor, como siempre.
El general Tomás Arroyo recibió la orden de desenterrar al gringo dondequiera que fuera y de traerlo hasta Camargo. No, le mintieron a propósito, ninguna familia reclamó el cuerpo, sino un periódico, el Washington Star, le dijeron. Pero cuando esta orden por fin arrancó a la brigada flotante de la hacienda incendiada de los Miranda, Arroyo sabía bien el nombre de la persona que reclamaba el cuerpo. La vio en sus sueños mientras arrullaba la cabeza muerta del viejo entre sus manos y lo miraba a él de pie a la salida del carro como si hubiera matado algo que le pertenecía a ella pero también a él, y ahora los dos estaban de nuevo solos, huérfanos, mirándose con odio, incapaces ya de alimentarse el uno al otro a través de una criatura viva y de colmar las ausencias angustiadas que ella sentía en ella y él en éclass="underline"