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La amante de Tomás Arroyo asintió, acicateó a la mula vieja y se fue por su rumbo desconocido cuando el coronelito Frutos García iba llegando a darle el último adiós a su jefe. La carretela se perdió en el polvo y Frutos García miró a Harriet y le dijo que la escoltarían hasta la frontera Inocencio Mansalvo y el niño Pedrito también, que era un niño valiente y había querido mucho al gringo viejo.

– Además -se rió con una carcajadota española con un niño a nadie le vienen malas ideas. No se preocupe -le dijo, ya serio, a la extranjera- Usted hizo lo que tenía que hacer. El gringo vino a morirse a México. Quién le iba a decir que se iba a morir por una gringa, caramba. La verdad se murió nomás porque cruzó la frontera. ¿A poco ésa no es razón de sobra?

– Yo también la crucé -dijo Harriet.

– No se preocupe. Nosotros vamos a respetarla a usted y al gringo viejo. Al gringo porque era valiente. Porque traía un dolor en la mirada. Y porque ésa fue la última orden de nuestro general Tomás Arroyo: respeten al gringo viejo.

– ¿Y a mí?

– A usted nomás le va a tocar acordarse de todo.

En el largo trayecto de Camargo a Ciudad Juárez, Harriet Winslow tuvo mucho tiempo para pensar en su vida cuando regresara a Washington. Pero había una presencia cálida junto a ella: un niño mexicano. Pedrito quería al hombre muerto que ahora iba a ser llevado a la tumba del capitán Winslow en Arlington. Inocencio Mansalvo se ocupó de todo durante el viaje; comida y lecho, orientación y plata. Conocía bien estos caminos sin signos. Pero la tierra ya estaba conquistada por la revolución y aquí todos eran villistas.

En Juárez, cuando Harriet se disponía a cruzar al otro lado, el niño Pedrito por fin habló.

– Se te hizo, viejo -le dijo de despedida al cadáver del gringo, mientras Harriet barajaba los papeles burocráticos para el difícil ingreso de un muerto a los Estados Unidos de América-. Se te hizo, viejo. Te mandó fusilar nada menos que Pancho Villa.

Inocencio Mansalvo estaba fumando acodado sobre un barandal del puente y llamó a Harriet con un gesto brusco, sofocado en la ardiente primavera de la frontera. Ella le obedeció. Era su despedida de México. Los dos miraron un rato, sin hablar, las aguas turbias, veloces pero flacas, de ese río que los norteamericanos llaman grande y los mexicanos bravo.

Harriet miró a Mansalvo por primera vez. Era un hombre flaco, de ojos verdes y pelo chino, con dos hendiduras profundas en las mejillas, dos en las comisuras de los labios, dos en la frente, todo en pares, como si una pareja de artesanos gemelos lo hubiera modelado de prisa y a machetazos, para echarlo pronto al mundo. Tenía una hermosa barba partida también. Harriet se mordió un labio; no había mirado a este hombre hasta ese día. Esta hora.

Lo vio inmóvil e impenetrable, cortado en dos desde la barba, y supo que se quedaría vigilando la larga frontera norte de México; para los mexicanos la única causa de guerra eran siempre los gringos.

Mansalvo miró sin querer la frontera del lado norteamericano.

– El gringo viejo decía que ya no hay frontera pa los gringos, ni pal este ni pal oeste ni pal norte, sólo pal sur, siempre pal sur -dijo el combatiente y desdobló un recorte de periódico.

Harriet, acodada al lado de Mansalvo, olió el sudor de alcohol, cebolla y cigarrillo negro del hombre. También miró la cara del gringo viejo en el recorte de un periódico norteamericano. Inocencio Mansalvo dejó caer el recorte al río.

– Qué lastima -dijo-. Yo no sé leer inglés. Ora usted ya no podrá leerme lo que decía allí.

Entonces Mansalvo se volvió y tomó con fuerza a Harriet de los brazos.

– Qué lástima. Cómo no se fue usted a enamorar de mí. Mi general estaría vivo ahorita.

La soltó.

– Siempre pal sur -repitió Inocencio Mansalvo-. Qué lástima. Con razón ésta no es frontera, sino que es cicatriz.

Entonces se alejó y Harriet lo vio por detrás, con su chaleco de gamuza encima de una camisa sin cuello y el sombrero tejano cubierto de tierra que Inocencio Mansalvo iba regando al ritmo de su paso norteño, vaquero.

Harriet no volvió a mirarlos ni a él ni al niño. Cuando cruzó el puente de fierro a El Paso, la esperaba una nubecilla de periodistas. Ellos, más que los funcionarios de la aduana, habían certificado ya que el capitán Winslow, perdido en combate en Cuba, seguramente amnésico y desorientado, victima de la sevicia española en los campos de prisioneros, pero siempre animado por el coraje guerrero que su admirable hija reconoció y recobró en los sangrientos combates de los revolucionarios mexicanos…: Harriet oyó y asimiló la historia urdida por la prensa, la aceptó como parte del tiempo que ella iba a mantener. El féretro fue colocado en un armón del ejército para trasladarlo a la estación de ferrocarril.

– Es usted noticia nacional, señorita Winslow. Un amigo suyo en Washington, el señor Delaney, ha declarado que el Senado la escuchará con gusto para testimoniar sobre la barbarie imperante en México.

Harriet se detuvo. Temió perder el contacto con su compañero, el cadáver recobrado, viéndolo alejarse otra vez, una conciencia errante y perdida en la muerte, más que nunca en la muerte, una conciencia habitada por fantasmas, padres asesinados e hijos perdidos.

– Señorita Winslow… noticia nacional…

Una bruma azul la alejaba otra vez del viejo: Harriet alargó la mano como para detener a ese cadáver errante ahora en una bruma hecha por el hombre, una niebla de vapor puntual y enérgico; para impedir la separación de los dos gringos que vinieron a México, él conscientemente, ella sin darse cuenta, a encontrar la siguiente frontera de la conciencia norteamericana, la más difícil, casi gritó en ese momento Harriet, noticia nacional, noticia nacional, tratando de separarse del grupo de periodistas para no separarse más del cadáver del viejo, la más difícil de todas porque era la más extraña siendo la más próxima y por ello la más olvidada y la más temida cuando resucitaba de sus largos letargos.

– Qué lástima. Cómo no se fue usted a enamorar de mí.

– Fiske, del San Francisco Chronicle. No ha contestado a mi pregunta. ¿Será usted testigo para que le traigamos el progreso y la democracia a México? Dése cuenta…

– ¿Le traigamos? Quiénes? -dijo Harriet dando vueltas sobre sí misma, aturdida, separada de su muerto, su compañero, mirando de un lado un puente de sol y un polvo moribundo, del otro la carrera azogada de los rieles y el humo azul de la estación de ferrocarriclass="underline" el féretro envuelto en la bandera de los Estados Unidos.

– ¿Quiénes? Los Estados Unidos, señorita Winslow. Usted es ciudadana norteamericana.

– Fiske. Usted me llamó para declarar que su padre había sido brutalmente asesinado.

– Noticia nacional.

– La hemos servido con gusto. Ahora usted…

– ¿Cree que debemos intervenir en México?

– ¿No quiere vengar la muerte de su padre?

– San Francisco Chronicle.

– Washington Star.

– ¿No quiere que salvemos a México para la democracia y el progreso, señorita Winslow?

– No, no, yo quiero aprender a vivir con México, no quiero salvarlo -alcanzó a decir y abandonó al grupo de periodistas, abandonó al cadáver del viejo, corrió de regreso a la frontera, al río, al sol cansado de ese día que se iba poniendo a lo largo del occidente fronterizo, corrió como si hubiera olvidado algo que no les dijo a los periodistas, como si quisiera decirles algo a los que dejó atrás, como si pudiera hacerles entender que estas palabras no significaban nada, salvar a México para el progreso y la democracia, que lo importante era vivir con México a pesar del progreso y la democracia, y que cada uno llevaba adentro su México y sus Estados Unidos, su frontera oscura y sangrante que sólo nos atrevemos a cruzar de noche: eso dijo el gringo viejo.