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Pero el gringo viejo decidió esperar con toda la paciencia de sus antepasados protestantes, desapasionados y salvados de antemano por su fe, a que el general Tomás Arroyo le ofreciera una cara desconocida al mundo.

Estaban en el carro privado del general, que al gringo viejo le pareció como el interior de uno de los prostíbulos que le gustaba frecuentar en Nueva Orleáns. Se sentó en un sillón hondo, de terciopelo rojo, y acarició con sorna las borlas de las cortinas de lamé dorado. Los candelabros que colgaban precariamente sobre sus cabezas tintinearon cuando el tren empezó a arrancar bufando y el joven general Arroyo se echó el vaso de mezcal y el viejo lo imitó sin decir palabra. Pero a Arroyo no se le había escapado la mirada sardónica del viejo cuando observaba el suntuoso carruaje con sus paredes laqueadas y sus techos acolchados. El gringo viejo estaba frenando todo el tiempo su capacidad de juego, su ironía, diciéndose a cada rato: "Todavía no."

Lo raro es que entonces sintió, desde el principio, que debía meterle rienda a otro sentimiento, y éste era el de afecto paternal hacia Arroyo. Quería frenar los dos, pero Arroyo sólo se dio cuenta (o sólo quiso darse cuenta) de la mirada de burla retenida. Sus ojos se perdieron detrás de las angostas ranuras y el tren pareció decidir que esta vez no iba a quedarse parado. Agarró velocidad pareja, abriéndose paso por el desolado atardecer del desierto, alejándose de las montañas que aún daban pruebas de la lucha titánica en la que unas engendraron a las otras, metiéndose los hombros unas a otras y sosteniéndose entre sí, a veces a regañadientes, apoyando sus inmensas torres, coronadas al atardecer de rojo y oro, estriadas en sus vastos cuerpos azules y verdes. Ahora el mar silencioso del desierto estaba a sus pies y el viejo, desde la ventanilla, podía nombrar y distinguir el crecimiento culpable del fustete, que en inglés se llamaba el árbol del humo.

Arroyo dijo que el tren le había pertenecido a una familia muy rica, dueña de la mitad del estado de Chihuahua y parte de los estados de Durango y Coahuila también. ¿Había notado el gringo a esa tropa que lo recibió?, por ejemplo a uno de angostos ojos verdes, a una puta astrosa; ¿seguramente notó al niño que lo llevó hasta su presencia y luego se quedó con la moneda ardiente y el águila descabezada? Bueno, pues ahora ese tren era de ellos. Arroyo dijo que él entendía la necesidad de tener un tren así, lo dijo con una especie de mueca biliosa, puesto que tomaba dos días y una noche para atravesar la posesión de la familia Miranda.

– ¿Los dueños? -dijo el viejo con cara de palo.

– ¡Pruébalo! -le ladró Arroyo.

El viejo se encogió de hombros:

– Usted lo acaba de decir. Estas son sus posesiones.

– Pero no sus propiedades.

Una cosa era tener algo tomado, aunque no fuera nuestro, como la familia Miranda tenía estas tierras ganaderas del norte, cercadas por un desierto que ellos quisieron estéril y duro para protegerse, un muro de sol y de mezquite para deslindar lo que se agarraron, dijo Arroyo, y otra cosa era ser realmente dueños de algo porque trabajamos para obtenerlo. Dejó caer su mano de la cortina de lamé y le dijo al viejo que contara los callos en ella. El viejo estuvo de acuerdo en que el general había sido peón de la hacienda de los Miranda y ahora se estaba desquitando, paseándose en este carro privado de relumbrón que antes fue de los amos, ¿no era así?

– No entiendes, gringo -dijo Arroyo con una voz gruesa e incrédula-. De veras que no entiendes nada. Nuestros papeles son más viejos que los de ellos.

Se acercó a una caja fuerte escondida detrás de un montón de suaves cojines de damasco y la abrió, sacando una caja muy plana y larga de terciopelo verde gastado y de palisandro astillado. La abrió enfrente del viejo.

El general y el gringo vieron los papeles quebradizos como seda antigua.

El general y el gringo se miraron hablándose en silencio y en las alturas opuestas de un barranco: las miradas eran sus palabras y la tierra que corría por la ventanilla del tren a espaldas de cada uno de ellos contaba tanto la historia de los papeles que era la historia de Arroyo como la historia de los libros que era la historia del gringo (pensó el viejo con una sonrisa amarga: papeles al cabo, pero qué diferente manera de saberlos, ignorarlos, guardarlos: este archivo del desierto va corriendo y no sé a dónde va ir a dar, no lo sé, -eso lo aceptó el gringo viejo-, pero yo sé lo que quiero): vio en los ojos de Arroyo lo que Arroyo le estaba contando con otras palabras, vio en el paso de la tierra de Chihuahua, que era el ademán trágico de una ausencia, menos de lo que Arroyo pudo decirle pero más de lo que él mismo sabía: este gringo no iba a pisar un palmo de tierra sin conocer la historia de esa tierra; este gringo iba a saber hasta el último hecho de la tierra escogida para regalarle setenta y un años de hueso y pellejo: como si la historia siguiese corriendo sin parar al ritmo del tren, pero también al ritmo de la memoria de Arroyo (el gringo supo que Arroyo recordaba y él sólo sabía: el mexicano acarició los papeles como acariciaría la mejilla de una madre o la cintura de una amante); los dos vieron la marcha, la fuga, el movimiento en los ojos del otro: huir de los españoles, huir de los indios, huir de la encomienda, agarrarse a las grandes haciendas ganaderas como el mal menor, preservar como islotes preciosos las escasas comunidades protegidas en su posesión de tierras y aguas por la corona española en la Nueva Vizcaya, evadir el trabajo forzado y unos cuantos: pedir respeto a la propiedad comunal otorgada por el rey, negarse a ser cuatreros o esclavos o rebeldes o tobosos pero al cabo ellos también, los más recios, los más honorables, los más humildes y orgullosos a la vez, vencidos también por el destino del maclass="underline" esclavos y cuatreros, nunca hombres libres salvo cuando eran rebeldes. Esa era la historia de esta tierra y el viejo gusano de bibliotecas americanas lo sabía y miró los ojos de Arroyo para confirmar que el general lo sabia también: esclavos o cuatreros, nunca hombres libres, y sin embargo dueños de un derecho que les permitía ser libres: la rebelión.

– ¿Ves, general gringo? ¿Ves lo que está escrito? ¿Ves la letra? ¿Ves este precioso sello colorado? Estas tierras siempre fueron nuestras, de los escasos labriegos que recibimos protección lo mismo contra la encomienda que contra los asaltos de indios tobosos. Hasta el rey de España lo dijo. Hasta él lo reconoció. Aquí está. Escrito con su puño y letra. Esta es su firma. Yo guardo los papeles. Los papeles prueban que nadie más tiene derecho a estas tierras.

– ¿Sabe usted leer, mi querido general?

El gringo dijo esto con un destello sonriente en la mirada. El mezcal estaba bien calientito y tentaba a los espíritus chocarreros. Pero también los tentaba el sentimiento paterno. De manera que Arroyo tomó la mano del gringo con fuerza, aunque sin amenaza. Casi la acarició y fue el sentimiento de cariño lo que arrancó brutalmente al viejo de su tibio jugueteo obligándolo a pensar, con un vértigo repentino y doloroso, en sus dos hijos. El general le pedía que mirara hacia afuera antes de la puesta del sol, que mirara las formas veloces de la tierra que iban dejando atrás, las esculturas torcidas y sedientas de las plantas luchando por preservar su agua, como para decirle al resto del desierto moribundo que había esperanza y que a pesar de las apariencias, aún no habían muerto.