– ¿Crees que la biznaga puede leer y yo no? Eres un tonto, gringo. Yo soy analfabeta, pero también me acuerdo. No puedo leer los papeles que guardo para mi gente, eso me hace el favor de hacerlo por mí el coronelito Frutos García. Pero yo sé lo que mis papeles significan mejor que los que puedan leerlos. ¿Te enteras?
El viejo sólo contestó que la propiedad cambia de manos, así operan las leyes del mercado; no hay riqueza que nazca de una propiedad que nunca circula. Sintió un rubor caliente en la mejilla junto a la ventana y por un minuto creyó que su temperatura era sólo la sensación interna del sol que cada atardecer nos abandona con un destello de terror. Suyo y nuestro: miró derecho a los salvajes ojos amarillos de Tomás Arroyo. El general se pegó repetidas veces con el dedo índice en la sien: todas las historias están aquí en mi cabeza, toda una biblioteca de palabras; la historia de mí pueblo, mi aldea, nuestro dolor: aquí en mi cabeza, viejo. Yo sé quién soy, viejo. ¿Lo sabes tú?
No fue el sol lo que, ausentemente, quemó la mejilla del gringo viejo junto a la ventana. Era un fuego en el llano. El sol ya se había puesto. El fuego tomó su lugar.
– Ah qué los muchachos -suspiró con una especie de orgullo el general Arroyo.
Corrió hasta la plataforma trasera del carro y el viejo lo siguió con toda la dignidad posible.
– Ah qué los muchachos. Se me adelantaron.
Señaló hacia el incendio y le dijo, mira viejo, la gloria de los Miranda convertida en puritito humo. Les había dicho a los muchachos que llegaría al atardecer. Se le adelantaron. Pero no le quitaron su placer, sabían que éste era su placer, llegar cuando la hacienda agarraba fuego.
– Buen cálculo, gringo.
– Mal negocio, general.
La banda tocó la marcha Zacatecas cuando el tren entró a la estación de la Hacienda Miranda. El gringo no pudo distinguir el olor de hacienda quemada del olor de tortilla quemada. Una niebla espesa y cenicienta envolvía a hombres y mujeres, niños y cocinas improvisadas, caballos y ganado suelto, trenes y carretas abandonadas. El griterío de las órdenes del coronelito Frutos García e Inocencio Mansalvo se dejaba oír encima del otro tumulto, insensible y casi naturaclass="underline"
– Convoy, alt…!
– ¡El maíz del caballo de mi general!
– !Brigada alerta!
– ¡Vamos a echarnos un zarampahuilo!
Ladraron los perros cuando el general Arroyo descendió del carro y se puso su sombrerote cuajado de parrería de plata como una corona de guerra sobre su faz ensombrecida. Levantó la mirada y vio al gringo. Por primera vez, el viejo mostraba miedo. Los perros le ladraban al extranjero que no se atrevía a dar el siguiente paso sobre el peldaño para bajar a tierra.
– A ver -le ordenó a Inocencio Mansalvo-, espántele los perros aquí al general gringo -luego le sonrió-. Ah, qué mi gringo valiente. Los federales son más bravos que cualquier canijo perrito de éstos.
No había placer en la cara de Arroyo mientras el gringo viejo lo siguió, alto y desgarbado, contrastando con la forma más baja, joven, muscular y dramática del general, caminando por el llano polvoso más allá de la estación al vasto caserío en llamas con un clamor metálico de espuelas y cinturones y pistolas y artillería rápidamente retirada y el murmullo tardío del viento del desierto sobre las únicas hojas a la mano: las del sombrero de mi general.
Un silbido colectivo se impuso a todos y el gringo viejo miró, con un temblor atávico, las filas de los colgados de los postes de telégrafo, con las bocas abiertas y las lenguas de fuera. Todos silbaban, meciéndose en el suave viento desértico, desde la alameda que progresaba hacia la hacienda incendiada.
VI
Allí estaba ella. En medio de la muchedumbre, luchando y empujando y tratando de encontrar su lugar, mirando todas las caras que se reunían, intentando ser testigo del espectáculo; de en medio de la multitud silenciosa de sombreros y rebozos emergieron esos ojos grises combatiendo por retener un sentido de la identidad propia, de la dignidad y el coraje propios en medio del vertiginoso terror de lo imprevisto.
El viejo la miró por primera vez y se dijo: Seguro que vino prevenida.
Y sin embargo allí estaba, sin duda terca como una mula y poco realista: al verla, reconoció a muchísimas muchachas comparables, que él había conocido en su vida, incluyendo a su esposa cuando era joven, y a su hermosa hija. Ahora se preguntó con qué la asociaría si la hubiese conocido en otra parte, y otra parte quería decir: el lugar apropiado, las circunstancias que le eran naturales a ella. Una señorita apropiada. No, más que eso, una señorita de maneras propias tratando de seguir las instrucciones de su madre para convertirse en una mujer instruida. Una joven matrona, dentro de muy poco tiempo. Todavía no, todavía dependiente de su dinero para alfileres.
¿Qué iba a decir? ¿Qué se esperaba de ella? ¿Cuáles eran sus lugares comunes, como la moronga y el gusanito de mi general? "Soy ciudadana norteamericana. Exijo ver a mi cónsul. Tengo ciertos derechos constitucionales. No pueden detenerme aquí. No saben con quién tratan." No. Nada de eso. La detuvieron a la fuerza porque la hacienda estaba en llamas, y acaso sintieron en su hueso y en su músculo algo que decía que ella vino aquí a trabajar y a vivir y a permanecer y nadie iba a fumigarla como a un insecto para que saliera corriendo del lugar donde estaba empleada y donde le habían pagado ya un mes entero de salario anticipado.
Pues esto, en efecto, es lo que estaba diciendo con un acento que el viejo situó en el este, la costa atlántica, Nueva York sin duda, pero en seguida se sintió obligado a irse a la deriva, un poquito más al sur, la más ligera entonación de Virginia superpuesta a Manhattan. De todos modos, sólo él parecía entenderla, quizás el general un poquito también, pues había estado en El Paso, dijo, exilado quizás o quizás contrabandeando armas, imaginó el gringo viejo.
– He recibido mi pago y permaneceré aquí hasta que la familia regrese y yo pueda instruir a los niños en la lengua inglesa y merecer mi sueldo. So!
Arroyo la miró con una sonrisa preparada especialmente para meter miedo, pero en seguida se soltó riendo; una risa tonta pero poderosa, juvenil y con una experiencia extrema de la estupidez humana; el viejo diría siempre que en ese momento Arroyo le pareció un payaso trágico, un bufón al que había que tomar en serio. Cuando interpretó las palabras de la mujer para su gente, los hombres se rieron abiertamente, mientras que las mujeres sólo hicieron ruidos de ave embozadas por sus rebozos. Dice que le va a enseñar el inglés a los escuincles Miranda, ¿oyeron eso? Cree que van a regresar, ¿oyeron? A ver, Chencho, dile la verdad, pues que nunca más van a regresar, señorita, se fueron muy a tiempo a Paris de Francia; apenas sintieron que la lumbre les llegaba a los aparejos vendieron la hacienda y se compraron por allá un caserón; nunca han de regresar, gritó la Gardu ña meneando las tetas muy oronda con su ramillete de flores muertas, se la vacilaron nomás, señorita, la hicieron venir por nada, nomás para hacernos creer que no se iban, dijo con voz más mesurada el coronel Frutos García, y la Garduña:
– Nos dejaron a todos chiflando en la loma, se-ño-rrita.