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– Que quiere decir con el niño en brazos -dijo en inglés el viejo. Ella lo miró. Era difícil ver a nadie en la confusión de humo y fuego y rostros extraños, pero ella lo miró a él.

– Ayúdeme -murmuró.

El viejo supo que a ella no le era fácil decir esto, pedir auxilio de alguien; lo vio en su mentón, en sus ojos, en la marea de sus pechos. El viejo supo allí mismo que a él le correspondería mirar a través de los actos y las palabras de esta muchacha, respetando ambos, pero ella no estaba tratando de engañar a nadie, sólo intentaba ponerse de acuerdo con ella misma, con la lucha que él pudo ver en la transparencia de su ser femenino. La miró y se dijo que ella era todo lo que él sabía, "pero tiene el derecho de ocultarme lo que es y yo la obligación de respetarlo". Una muchacha independiente pero no rica ni acomodada, y no a causa del dinero para alfileres, o sea lo que en México se llamaba la mesada, o de la educación familiar. "Incómoda porque está aquí igual que yo, luchando por ser." Era una muchacha transparente y el gringo, al mirarla, se dijo que quizás él también lo era, después de todo. "Hay gente cuya objetividad es generosa porque es transparente, todo se puede leer, tomar, entender en ellas: gente que porta su propio sol para iluminarse."

Arroyo los miró detrás de sus párpados como ranuras, al gringo primero, luego a la gringa. Arroyo era opaco, su opacidad era su virtud, se dijo el viejo al observarlo. Su generosidad era su enigma: tenía que ser desentrañado para ser entendido y darse. La mitad del mundo era transparente; la otra mitad, opaca. Arroyo: algo veloz y oculto en el fondo de su mirada de mapache; algo corriendo de aquí para allá dentro de su cerebro.

– Seguro: Tú ocúpate de ella, general indiano. Tú ve que no corra ningún peligro.

Arroyo se fue con su gente como una marejada y ellos se quedaron solos, una pareja mirándose intensamente, el viejo exigiéndose una vigilancia extrema contra su tendencia periodística al estereotipo veloz a fin de que las masas estúpidas entendieran pronto y se sintieran halagadas por ello: un membrete para todo, ésta era la Biblia de su jefe míster Hearst. Caminó pocos metros detrás de ella, haciendo que se sintiera protegida pero en realidad observándola, la manera de andar, la manera de portarse, los pequeños movimientos de orgullo herido, seguidos de arranques resueltos de afirmación. Para su periódico hubiera escrito en uno de los extremos que le encantaban a Hearst: una mujerzuela disfrazada de maestra de escuela, o una maestra de escuela en busca de la primera aventura real de su vida. Aunque también podía adoptar la perspectiva de un caballero de los estados algodoneros y preguntarse, sencillamente, si esta muchacha del norte sabía con certeza qué cosa era la caballerosidad.

Ella se detuvo, dudando, ante una puerta de cristal cerrada. El viejo se adelantó en el momento en el que ella iba a tomar la manija y abrir la puerta por su propia cuenta.

– Permítame, señorita -dijo el viejo y ella lo aceptó, se sintió agradecida, ella también tenia prejuicios. Y ya no estaba, como se decía, en la primavera de la vida.

Se encontraban dentro de un salón de baile. El viejo no miró el salón. La miró a ella y se castigó mentalmente por esta fiebre de la percepción. Ella, más tranquila, miró alrededor y sugirió un rincón donde sentarse, cambiar información y nombre -ella, Harriet Winslow, de Washington. D. C.; él no dio su nombre, sólo dijo -soy de San Francisco, California- y ella repitió la historia: vino enseñarles la lengua inglesa a los tres niños de la familia Miranda.

Ahora él la miró de verdad por vez primera, no transparente y esencial, sino circunstancialmente opaca: Harriet Winslow se arregló la corbata y alisó las arrugas de su falda plisada como si ahora fuese una mujer exterior a sí misma, vestida con el uniforme de las mujeres con ocupación en los Estados Unidos: el traje de la Gibson Girl. No, no estaba exactamente en la primavera de la vida, pero si era joven aún, bella y, lo supo ahora, independiente, no destinada a pasar de la cuna de su madre a la cuna de su marido. Ya no una vida color de rosa, no una vida regalada; por ahora ya no. Quizás alguna vez sí, si esos movimientos tan suyos no habían sido aprendidos, sino mamados con la leche materna. La elegancia rápida y segura de una hermosa mujer de treinta años.

No hablaron de sí mismos. Ella no le contó las circunstancias que la obligaron a viajar a México. El no le dijo que había venido aquí a morirse porque todo lo que amó se murió antes que él. Ni siquiera se dijeron lo que tenían en la punta de la lengua. No pronunciaron la palabra "fuga" porque no querían admitir que eran prisioneros. El viejo sólo dijo esto:

– No hay nada que la detenga aquí, sabe. Usted no es responsable de una revolución o de la fuga de sus patrones. El dinero le pertenece.

– No lo gané, señor.

Las palabras les sonaron huecas a los dos, porque nadie tenía que informarles que eran prisioneros para que ellos se sintieran, esa noche, enjaulados por la extrañeza del lugar, los olores, los rumores, la alegría borracha que se iba acercando; el puño cerrado del desierto.

– Estoy seguro de que el general la ayudará a obtener transporte, señorita.

– ¿Cuál general?

– Usted sabe. El que me pidió que me ocupara de usted.

– ¿El general? -abrió Harriet tremendos ojos-. No se parece a ningún general que yo haya conocido.

– Quiere usted decir que no se parece a un caballero.

– Como usted quiera; pero no se parece a un general, caballero o no. ¿Quién lo designó general? Estoy segura de que se nombró a si mismo.

– A veces ocurre así, en circunstancias extraordinarias. Pero usted suena verdaderamente ofendida, señorita.

Ella lo miró con media sonrisa.

– Lo siento. No quiero sonar prejuiciada. Sólo estoy nerviosa. Lo que pasa es que para mí el ejército significa mucho.

– Pues yo tampoco quiero parecer inquisitivo, pero me resulta difícil, a primera vista, relacionarla con…

– Oh, no soy yo, entiende usted. Es mi padre. Desapareció durante la guerra entre España y los Estados Unidos. El ejército era su dignidad, y la nuestra también. Sin el ejército, hubiera acabado viviendo de limosna. Y nosotras también. Quiero decir, mi madre y yo.

Entonces esta institutriz para una hacienda que ya no existía, maestra de niños que nunca conoció, ni supo cómo fueron, o si existieron siquiera, movió la cabeza como un ave herida y estalló la fiesta de las tropas dentro del salón de baile donde los dos norteamericanos se refugiaron. Hubo gritos de coyote y las risas quedas de los indios, que nunca se ríen recio, como los españoles, ni con resentimiento, como los mestizos.

Unas risas secretas y una trompeta desafinada. Luego un silencio repentino.

– Nos han visto -murmuró Harriet, arrimándose al pecho del viejo.

Se vieron a sí mismos.

El salón de baile de los Miranda era un Versalles en miniatura. Las paredes eran dos largas filas de espejos ensamblados del techo hasta el piso: una galería de espejos destinados a reproducir, en una ronda de placeres perpetua, los pasos y vueltas elegantes de las parejas llegadas de Chihuahua, El Paso y las otras haciendas, a bailar el vals y las cuadrillas en el elegante parqué que el señor Miranda mandó traer desde Francia.

Los hombres y mujeres de la tropa de Arroyo se miraban a sí mismos. Paralizados por sus propias imágenes, por el reflejo corpóreo de su ser, por la integridad de sus cuerpos. Giraron lentamente, como para cerciorarse de que ésta no era una ilusión más. Fueron capturados por el laberinto de espejos. El viejo se dio cuenta de que la señorita Harriet y él ni siquiera se habían fijado en los espejos al entrar, ambos condicionados sin duda a los salones de baile, él en los grandes y modernos hoteles construidos en San Francisco después del terremoto, ella en algún baile militar en Washington, en alguna invitación elegante de su novio.